En busca de quiénes somos

Modesto Ponce Maldonado

“La identidad personal reside en la memoria” escribió Borges; y la memoria recoge la historia individual. Lo mismo sucede con los pueblos. Un pueblo sin memoria es un pueblo sin identidad. Y la identidad de las naciones es un asunto cultural. Nuestra memoria es lo que somos, y ese “somos” nos da nuestra cultura y nuestra historia. Somos hoy de acuerdo a lo que fuimos.

En la esfera individual, los disturbios de identidad cubren desde los campos de la sicopatías (un político que se compara con Bolívar) hasta los bloqueos profundos que conducen a la delincuencia, pasando por desarreglos que, sin caer en los extremos, impiden un desarrollo armónico de nuestra personalidad. Un político que solo piensa en el poder no está en sus cabales; otro que únicamente piensa en enriquecerse tampoco; un concejal de provincia que pide dinero para una escuela y se lo guarda en los bolsillos —a más del problema ético—, tiene algún tornillo flojo. En alguna forma, la identidad puede estar en juego: ¿quién soy?,¿quién quiero ser?

¿Cómo se manifiesta el fenómeno? Básicamente en la relación con los demás: yo soy el que soy y, por tanto, el otro es lo que es. Si no sé quien soy, tampoco mediré en términos equivalentes a ese otro. En una isla desierta, donde no hay “otros”, actuarían casi igual un universitario, un profesor de matemáticas, una reina de belleza, un ministro, un empresario, Nina Pacari o Kaviedes (solos, por cierto; no todos juntos). Las diferencias pudieran encontrarse en el mayor o menor talento, en la capacidad de adaptarse a la soledad, pero no en las actitudes. Nuestro “soy”, entonces, se manifiesta en relación a “son”. Y los demás no pueden desaparecer porque nacimos para vivir en sociedad, porque somos seres políticos.

En lo personal, somos una suma de nuestras historias. Sin embargo, en cuanto a nuestra identidad como pueblo, como nación, no podemos ser una suma de particularidades. Necesitamos mucho más, algo más permanente, que se encuentre “afuera” de nuestro ámbito particular, que nos haya formado, nos describa y vincule a la colectividad, comprometiéndola a través de una semblanza común.

Al parecer eso no lo tenemos, en el sentido de que falta la conciencia, no la cultura como tal. Hablar de la identidad nacional está de moda. Jorge Enrique Adoum lleva varias ediciones de su Ecuador, señas particulares. El guayaquileño Miguel Donoso Pareja acaba de presentar un libro titulado Ecuador: identidad o esquizofrenia. Ambas obras son de lectura obligada. Benjamín Carrión luchó por la creación de la “pequeña gran patria”, adicionando todo lo bueno que tenemos; Gabriel Cevallos García dijo que “el Ecuador no es país de blancos, de montubios, de indios, de cholos; es país de ecuatorianos”. Pero, ¿qué es ser ecuatorianos? “La cultura no podrá totalizarse mientras la totalidad del pueblo no se haya adueñado de la totalidad de su historia”, opinó Agustín Cueva. El mestizaje no es suficiente, ni las manifestaciones artísticas, la belleza del paisaje tampoco.

No deja de resultar significativo —tristemente significativo— que empecemos a hablar de identidad una vez cerrada la frontera con el Perú. El problema fronterizo, alimentado estúpidamente por décadas por los interesados en mantenerlo, nos ha hecho un daño incalculable. Nos han mentido y engañado desde pequeños. Parece que nos han unido aspectos muy negativos (perdimos el territorio), episodios coyunturales (echar a un sicópata de la presidencia), o fantasías desproporcionadas (clasificar al mundial de fútbol), cuanto no la noticia de una virgen milagrera.

La “desconexión” del ecuatoriano con el entorno cultural —que sin duda existe pero está lejano y disperso— y la dependencia de situaciones negativas, se ha expresado en dos características muy propias nuestras: la disgregación y el resentimiento.

Disgregados e individualistas, porque no tenemos o perdimos la vinculación con el entorno, con lo que tenemos afuera de nosotros y no lo sentimos o poseemos ni lo consideramos como nuestro. Nos queda entonces únicamente nuestro yo o el “yo” del grupo al que pertenecemos. Somos los campeones en accidentes de tránsito, porque nuestro yo se crece más todavía ante un volante y un motor; mantenemos conflictos de límites cantonales o provinciales; somos regionalistas; podemos gastarnos doscientos mil sucres en un restaurante pero nos negamos a pagar una suma igual al mes por impuestos; los blancos se sienten superiores al mestizo y éste al indio y al negro; los clanes, los sindicatos, las asociaciones son intocables, pues todos se consideran superiores a los demás, únicos... Los ejemplos pueden multiplicares hasta el cansancio. En el Ecuador todos somos repúblicas independientes.

Resentidos, porque si no tenemos sentido de lo colectivo, de que algo y alguien distintos hay y hubo a más de nosotros, y si además somos individualistas y disgregados, nos sentimos de hecho amenazados y atacados por los demás. Una frase que se escucha mucho es: “a mí nadie me hace el pendejo”(solo los “pendejos” se dejan robar el territorio). Nos demoramos años en aprender a hacer colas (cuando estamos a pie, porque dentro de un vehículo todavía no: queremos el primer puesto); aspiramos a ser preferidos; somos a veces petulantes y prepotentes; buscamos el primer puestos; hemos aprendido a ser agresivos. Todo, porque carecemos del concepto de que hay otros, una sociedad que nos rodea y de la cual formamos parte. Existen, por supuesto, otros factores involucrados en estas actitudes, pero sobre todo es un problema cultural. Un extranjero decía que el Ecuador es un país maravilloso, pero se terminará por el “quemeimportismo” (usó otro término impublicable).

La corrupción en el Ecuador tiene, en parte, el mismo origen: la ética se explica porque existen “los demás”, “el otro”. Para los ecuatorianos, ¿los demás no existen?; ¿la nación tampoco?

(Quito, II- 99)