Carlos Calderón Chico

Evocación de Carlos Calderón Chico

Publicado en la Revista Kipus N. 33, correspondiente al primer semestre del 2013.

Modesto Ponce Maldonado

No fue fácil mirar la primera página del periódico y entender que el nombre del amigo, de aquel hombre de risa abierta y franca, de voz provocadora, conocido hace algunos años gracias a los libros y a la literatura, precedido, ese nombre, del término “legado”, implicaba que él había muerto. Por segundos, la mente rechazó el sentido indudable del término y el juicio se nubló al suponer que ese continuo “hacer” seguiría acumulándose hasta que lleguen otros tiempos y el fin sea menos duro o, por lo menos, más lógico y aceptable. Porque Carlos Calderón Chico no debía morirse a los 59 años. Quizás fue excesivamente vital, torrentoso e infatigable, y prefirió consumirse así, tempranamente. Vivió menos, sí, si el término cabe, pues unos son los tiempos internos marcados por la intensidad y otros los tiempos cronológicos y la incierta fecha del fin que a todos espera. Porque quizás, sin ser como fue, él no hubiera podido dejar la obra que, a más del recuerdo del ser humano, estará en el registro de las memorias que deben ser mantenidas. Temerosos de la muerte, debido al instinto y a la desesperación por la supervivencia, ligados a nuestros tuétanos, más nos preocupa el cuánto viviremos que el cómo vivimos y seguiremos ante lo venidero.

No podría afirmar que llegué a conocerlo, cómo fue él o que encontré detrás de ese hombre desbordante y pródigo. Me gustaba como fue y eso me bastó. Nos conocimos algo tarde en la vida, vivíamos en ciudades distintas, los contactos personales, telefónicos o de correo fueron muchos, pero cortos: una pregunta o consulta, un dato, algo que le envié, una revista que me había ofrecido, una felicitación de mi parte, un encuentro fugaz… No fue necesario más ni caben recriminaciones o nostalgias. Carlos pudo llenar, en la medida de su intensidad lo que el tiempo, el llamado tiempo (porque sabido es que es casi imposible definirlo y quizás no exista como tal), nos negó. No importa. Otras cosas son las que cuentan. Además, Carlos me “caía bien”.

Hace algunos años, en Cuenca, nos encontramos en un café con otros amigos, debido a un encuentro de escritores. Estuvimos cuatro en la mesa y conversamos de todo, nos tomamos algunas copas y nos sentimos bien, mientras Carlos comandaba la charla, gesticulaba, conversaba a gritos, reía o pedía otra ronda. Luego, en Caracas, en la Feria del Libro de 1998, apenas saludamos. Parece que se escabulló de algunas reuniones y mesas redondas con el objeto de comprar libros. A todos nos había sorprendido que, en la misma Feria, en las librerías de viejos, en las aceras de las calles, se puedan encontrar tantos libros —ediciones venezolanas unas, otras de hace diez, veinte o treinta años, viejas ediciones de Aguilar en papel biblia y pasta de cuero—: por cien dólares podían comprarse treinta o más libros. Así, fuimos testigos de cómo Carlos Calderón Chico había acumulado varios cajones y estaba gestionando cómo poder transportarlos con el menor costo posible. Decían que se había puesto contacto con las autoridades culturales de ese país. Todo por la locura por los libros.

¡Los libros! Esa fue su pasión. Ha dejado una biblioteca con casi veinticinco mil ejemplares. Es de esperar que la Municipalidad de Guayaquil o el Ministerio de Cultura la adquieran y el país pueda contar con una biblioteca que lleve su nombre. Dice J.M. Coetzee en una de sus novelas: “¿Qué puede significar «guardar libros»? ¿Es un hombre que salva libros del olvido?” Y continúa, refiriéndose a uno de sus personajes: “Las paredes de su estudio están llenas del suelo al techo con libros que él nunca volverá a abrir, no porque no valga la pena leerlos, sino porque se le están acabando los días” (1). Podría aplicarse el texto a Carlos, aunque posiblemente no imaginó nunca que su fin estaba cercano; tal vez en sus últimos días de terapia intensiva. No obstante, el gozo de haberlos acumulado y salvado del olvido, debió haber sido mayor que el dolor de no haberlos leído o releído todos o de no haber dispuesto de quince o veinte años más de existencia que rescatar a otros tantos de las bodegas donde se apiñan los abandonos. A él, con sus grandes lentes, podía habérsele reconocido con las palabras que usó Francisco Umbral (otro de grandes lentes): fue “un drogadicto de la lectura”, un “manipulador de textos” (2). Supo desde pequeño que en los libros está todo lo que se debe saber o aprender o todo lo que podremos reconocer por haberlo vivido o deseado algún día. Leyó desde los ocho años y llegó a hurtarle algún dinero a su padre para comprar libros usados. Comprendió que la memoria, el pasado, todo lo experimentado y sentido, subsisten gracias a las páginas impresas, a la palabra en suma. Las personas duramos lo que duramos, y algo más mientras el recuerdo de quienes nos conocieron se mantiene. Pero el olvido llega pronto. Para los libros no hay olvido. Puede haber abandono, soledad, pero allí estarán siempre, simplemente esperando… La vida se mantiene en los libros. La vida se mantiene y se explica en los libros.

Una biblioteca con su nombre, insistimos, no debe faltar. Han sido innumerables las quemas de bibliotecas y de libros en la historia de la humanidad, generalmente destinadas al absurdo de tratar de destruir el pasado o las ideas. Hoy ya no se queman libros. Invadidos por la imagen, por la literatura ligera, por las noticias al instante que dejan un vacío a ser llenado al día siguiente con más informaciones que sólo nos dejan, aunque satisfechos de la curiosidad pasajera, pueril, con el rastro de la superficialidad, hoy no se publican todos los libros que debieran publicarse o, simplemente, no se los leen. Sería otra forma de quemarlos. Tal vez, en cierto sentido, los desbordantes avances en la comunicación y las estructuras de los grandes medios, ligados internacionalmente por intereses, no nos permitan pensar y estamos quemando las ideas antes de que nazcan. Hay excepciones felizmente: redes especiales, medios electrónicos que se filtran y nos hablan de la otra cara, de la otra mitad de las “verdades”. Por otro lado, actualmente se llega a desconfiar de los premios literarios y es necesario esperar un tiempo. Felizmente hay formas para “fichar” a ciertos escritores y no desprenderse de ellos o no dejar de volver a los viejos autores para releernos; o aquellos a quienes no hemos leído buscarlos en librerías de usados, porque ya nadie las publica. Por otro lado, es difícil entender la capacidad de perder tiempo, que pueda ser destinado a la lectura en el intercambio excesivo de correos electrónicos (me gustan mucho, pero limitados a pocas personas), en Facebook, Skypeo, Twitter, Linkedin, Twoo, etc., más allá de las razonables necesidades y con tal obsesión que supera la evidente utilidad del medio, sin dejar de reconocer, por supuesto, el efecto multiplicador que tienen en sí las redes sociales, aun con todos los riesgos de la banalidad o del escándalo. Los veinticinco mil libros de Carlos Calderón Chico nos recuerdan esas otras rutas que nos llevan a descubrirnos en mejor forma.

Calderón Chico estudió Filosofía y Letras, se apasionó por la Historia y fue miembro de la Academia de Historia, ejerció el periodismo, dirigió suplementos culturales y ejerció la docencia. Se apasionó también por las realidades sociales, los personajes que escribieron o actuaron en la política, y promovió espacios culturales. Pero, ante todo, fue un infatigable lector. El motor de su vida estuvo vinculado siempre a esa extraña situación del solitario lector que, a pesar de la llamada soledad del lector (o del escritor), puede encontrar en la palabra impresa casi todo lo que necesita. Lo único que no puede hacerse con los libros es hacer el amor, como tampoco pueden esos libros sustituir a una cita con los amigo en un café o en un bar o a una reunión con los familiares que uno ama.

Carlos fue inquieto, sanguíneo, apasionado, cuestionador y radical en muchos aspectos, noble, abierto, simpático, generoso. De él puede decirse que, no solamente era lo que fue, sino que parecía lo que fue. Excesivamente impulsivo como para sentarse ante la pantalla a escribir un cuento o una novela, prefirió mirar las cosas desde la calle, sentarse frente a sus interlocutores, causar disgustos y reacciones, pelearse a veces con los amigos y con los menos amigos. Fue impaciente, pero de corazón limpio. Con Carlos se sabía con quien se trataba y por eso se lo quería. Es difícil entenderse con las personas sin contrastes, con la gente de la cual no se sabe lo que piensan, ambiguos, siempre iguales, cuadriculados o aburridos; es imposible hacer amigos sin conocer y aceptar todo lo que son, como es imposible amar a una mujer sin sentirla cómo es, aún en sus silencios, aún como dueña y señora de sus zonas secretas y misteriosas. Tal vez en las zonas de las propias contradicciones, de las propias limitaciones y de los contrapuntos, es donde se puede encontrar en la mejor forma al ser humano. Con una sola condición: la autenticidad. Y Carlos fue un hombre auténtico. Debe haber sufrido y entiendo que tuvo una vida dura (no debería escribirlo siquiera, pues no hay excepciones en esta materia), que se alimentaba de su pasión y del objeto de sus amores: los libros. No conocí su vida, pero sin dolor no es posible crear todo lo que él pudo lograr.

Incansable, de gran energía interna, a más de su biblioteca, deja una obra voluminosa y proyectos no concluidos, pero deja, ante, todo el ejemplo, el cauce, un derrotero, una valiosa referencia para Guayaquil, la ciudad que tanto amó, y para su país. No haré un recuento de su obra. Es demasiado fácil hacer un listado. Conservo de él Literatura, autores y algo más, una obra de cierto volumen con entrevistas con escritores latinoamericanos, que es un texto para profesores y estudiantes de literatura, Tres maestros se cuentan a sí mismos sobre Leopoldo Benites Vinueza, Adalberto Ortiz y Ángel F. Rojas, y 40 cuentos ecuatorianos: narrativa guayaquileña de fin de siglo. El mismo autor me los regaló. Mantengo en la memoria algunas de sus reconocidas entrevistas a personajes públicos (algunas parece que nunca pudieron editarse). Fue un permanente crítico de las letras ecuatorianas y sus opiniones fueron, más de una vez, bastante discutidas. He preferido volcarme en el ser humano.

Desde que Carlos nos dejó he hablado de él con mis amigos. Todos sienten tristeza, consternación o buscan el teléfono de sus hijos para llamarlos. En la prensa se leen las palabras de escritores, de artistas, de periodistas que le conocieron. Se siente la nostalgia, la sensación de vacío. El cariño por él está presente. Esos amigos y amigas lo van a extrañar. Todos vamos a recordarte, Carlos. Visitaremos en su momento la biblioteca que llevará tu nombre. Ni tu ciudad, Guayaquil, ni el Ecuador que tanto amaste y te angustiaba te fallarán.

Quito, enero 2013

(1) J.M. Coetzee, Hombre Lento, pág. 50, Edic. De Bolsillo, 2007

(2) Francisco Umbral, El hijo de Greta Garbo, pág. 190, Edic. Destino, 198