Modesto Ponce Maldonado, Junio 8, 2005

Carezco de la sabiduría necesaria para ser esta noche nada más que testigo silencioso. Soy —o tal vez fui— el autor de la novela, que seguirá su camino cuando sea leída en soledad por cada lector. El argentino Ricardo Piglia escribe: “Después que uno ha escrito un libro, ¿que más puede decir sobre él? Todo lo que puede decir es en realidad lo que escribe en el libro siguiente”.

Quizás la novela la escribí siempre, desde que descubrí la literatura aún adolescente, en las escasas páginas escritas a los veintidós años, y, sobre todo, desde los silencios acumulados en los siguientes treinta y cinco años de vida. Un día, hace algunos años, el peso de ese silencio fue insoportable, como insoportable es a veces el peso del mundo, del país, de la ciudad. Inclusive el de Dios. Aunque mi memoria haga esfuerzos por sacarlos a flote, no sé exactamente cuáles fueron las primeras palabras, el primer nombre de personaje... Escribí y escribí, entre atajos y chaquiñanes, los desvíos eran frecuentes, más frecuentes los desvaríos y las incoherencias. Allí están esas páginas, olvidadas en el disco duro.

En algún momento, el instinto me condujo al cuento. Y si algo he aprendido, si algún oficio tengo, lo debo a esos relatos cortos, algunos de los cuales —grave deslealtad de mi parte— ni siquiera han sido publicados, aunque algunos personajes se salvaron al ser transferidos a la novela. En el cuento las exigencias son implacables, la disciplina lleva a la obsesión, decir lo más con lo menos es agotador. Sin los trece cuentos de También tus arcillas, la novela nunca hubiese sido lo que es. El cuento nace de un pequeño grano que germina con esfuerzo. La novela es diferente, es una concepción, un universo donde se desarrollan vidas. El cuento no se extiende pero tiene la dimensión de lo profundo. La novela, en cambio, se extiende y su dimensión debe ser una especie de oleaje. Sin embargo, tanto el cuento como la novela deben tener grandes espacios de silencio. La dimensión, en cierto modo, está en lo no dicho. En la capacidad de sugerir está parte del secreto estético. Pienso —no sé si tengo razón— que en ambos casos hay que comenzar por los personajes, los cuales deben vivir tan intensamente que no llegue a importarnos que carezcan de un cuerpo que se pueda tocar. La novela trata de abarcarlo todo, aún lo inabarcable, como la vida y como la muerte. El cuento no abarca, pero sí aprieta.

La ventaja de escribir tardíamente está en que se tiene mucho que contar; la desventaja, que el autor no puede equivocarse mucho, porque no habrá segundas veces. Comenzar una novela a los sesenta y terminarla a los sesenta y cinco arrastró necesariamente todo lo que soy, lo que he visto, lo que he procesado. He buscado personajes fuertes que me aíslen como persona de la novela. Mi ser y mi pensamiento están íntegramente en la novela y detrás de ella, pero no está mi vida, a causa de esa conexión maravillosa entre existencia vital, imaginación, ideas, trabajo y creación, hasta tal punto que, extrañamente, desde que la vi editada y la tomé por primera vez en mis manos, no la sentí mía, en el sentido de posesión, en el sentido de prolongación, como de un padre hacia sus hijos. Al contrario —y eso me puso muy feliz—, tuve una sensación de distancia, y de que la novela era un universo autónomo, que vivía fuera de mí.

Confieso que no sé por qué la novela se escribió tal como está. Nunca la planifiqué. No elaboré un guión, como en el cine. Jamás supe adónde iba, aunque no deje de reajustar constantemente los textos y los capítulos ya escritos. Tampoco elaboré un listado de personajes: fueron llegando por cuenta propia, sin ser invitados. Y hasta llegué a sentir casi físicamente la presencia junto a mí de ese extraño narrador del cual no se sabe el nombre, y que venía con la lluvia a compartir la autoría de la obra y que escribió conmigo ocho o diez capítulos, mientras él, no yo, fumaba y bebía café.

Descubrí, entonces, que escribe el instinto, y que escribe también el subconsciente; que el autor es un amanuense de sus propios fantasmas, de sus delirios. Solamente algo lo tenía claro: que la ciudad debía ser ésta, este Quito amado y odiado, y que la época no podía ser otra que la actual. La novela termina a comienzos del siglo XXI.

Una vez colocado el punto final y terminado el primer borrador, tuve la necesidad interior de “ver” en alguna forma lo hecho. Fabriqué, pues, lo que yo llamo un “mapa”, una sábana grande de papeles pegados con cinta adhesiva, pues mi mujer se hubiera negado a que lo pintará en una de las paredes del departamento.

Pienso —es mi opinión— que durante los últimos treinta años, en Ecuador, salvo contadas excepciones, hemos dejado de contarnos. Se escribe libros, muchos de ellos magníficos, que se leen con interés, pero la nación está olvidada, las ciudades igual. ¿Será tan dura nuestra realidad que no nos atrevemos a contarla literariamente? Los treinta fueron de la literatura social y los sesenta y setenta de la literatura del cambio. ¿Y ahora, qué? ¿Qué lenguajes tenemos?

Por forma de ser y por actitud ante la literatura, pienso que un escritor debe reaccionar ante lo que somos. Nuestra realidad es un grito constante, un lamento, aunque ahogados. La verdad mentirosa y la mentira verdadera de la ficción es imprescindible para entendernos, inclusive para entender la historia. Aunque siempre, como se ha repetido hasta el cansancio, la realidad siempre superará a la fantasía.

Otro punto de constantes dudas, debido a los temas tratados, algunos relacionados directamente con nuestra historia ecuatoriana, o en la construcción del personaje del señor Presidente, por ejemplo, fue preguntarme hasta donde puedo llegar para no dar a entender que reproduzco personajes y episodios, sino, al contrario, que me valgo de los elementos de la realidad o de datos históricos para otorgar un significado a mis palabras y levantar mi universo. Ya lo dijo Cervantes en El Quijote: ”Tanto la mentira es mejor cuando más parece verdadera, y tanto más agrada cuanto tiene más de lo dudoso y posible”. Y Kundera piensa: “El caso de la fidelidad a la realidad histórica es algo secundario en relación al valor de la novela. El novelista no es un historiador ni un profeta: es un explorador de la existencia”. El hecho histórico es relativo, porque depende de la interpretación y el concepto de “verdad”, y, por lo menos para mi manera de ver, es ambiguo y escurridizo. Y “la literatura —vuelvo a Piglia— se construye sobre las ruinas de la realidad”. La novela es la visión del autor sobre el mundo y la vida. El escritor es, en alguna forma, un esquizofrénico temporal que descompone y rompe al mundo para volverlo a armar. Dentro de la ficción literaria, los hechos o personajes históricos están al servicio de la visión que ofrece el autor. Naturalmente, hay límites, la necesidad de cierta coherencia y, sobre todo, verosimilitud. La literatura, por otro lado, carece de límites, salvo los estéticos por cierto. El arte no tiene ética y no depende de normas ni de dogmas. Cuenta únicamente si está o no estéticamente bien. Y cuando está bien, el mensaje llega, la obra conmueve. El rumano Mircea Eliade, en la novela “La noche de san Juan”, escribe: “El arte no se puede regenerar sino por un retorno total a la realidad, en especial a la realidad histórica”. Y aún más, al opinar que el Destino es “la parte del Tiempo” en que la “Historia imprime su voluntad contra la nuestra”, insiste que debemos huir de este Tiempo y crear otro al que llama el “tiempo concentrado”, en otras palabras, el tiempo de una novela o de un cuento, tan diferente a nuestro tiempo ordinario.

De todos modos, debo reconocer que de los cincuenta capítulos de El Palacio del Diablo dos son decididamente ensayos, y otro puede asimilarse a una crónica. Todo lo demás es parte de las licencias literarias, de los recursos de que debe valerse el escritor y de los fragmentos de la realidad, que son machismos, insertados en la novela. Tendré que aceptar la opinión de Tabuchi: “Todo escritor es, por principio, un ladrón”. Y, en este punto, cito a Calvino cuando se refirió a los elementos de la imaginación literaria: “La observación directa del mundo real, la transfiguración fantasmal y onírica, el mundo figurativo transmitido por la cultura en sus diversos niveles, y un proceso de abstracción, condensación e interiorización de la experiencia sensible...”

Al revisar el tercero y último borrador de la novela, me asusté: ¿estamos realmente así?, ¿adónde vamos? La novela, que también es dedicada a los niños de las calles de Quito, carece de niños, nadie los concibe, y los que han nacido mueren pronto. ¿Qué mundo es el que hemos creado? La única explicación razonable está en que la novela se convirtió en una crítica implacable del poder. No hay otra: la historia es, en parte, la batalla del ser humano contra el poder. Y meterse con el poder, que es codearse con la parte negra y criminal de la sociedad, convirtió también en diabólica a la novela y, por tanto, a la ciudad. El Quito de hoy es El Palacio del Diablo. Descubrí que había escrito estas palabras: “La única esperanza —nacida de la experiencia histórica— será la sabiduría popular, ese don de la gente sencilla que ha permitido que la nación no caiga en extremismos, y que ha sabido asimilar las transformaciones de los adelantados y los cambios impulsados por las colectividades en su interminable búsqueda del futuro....” Y también escribí: “No se trata de que cambien los individuos para que cambie la sociedad. Hay que cambiar primero a la sociedad...” Porque lo que no huele a diablo o a crimen, lo que no apesta a poder, tiene necesariamente otro aroma, otro aroma que se llama respeto, solidaridad, justicia, en fin, para decirlo con una sola palabra: amor. Y también la novela habla, y mucho, sobre esto. Aún más, creo que es una novela muy tierna.

Tampoco tuve al comienzo la intención de utilizar infinidad de citas ajenas. Llegaron solas y fueron inevitables: son un homenaje personal a quienes me formaron a través de las lecturas desde muy joven. Mi homenaje también a los que escribieron sobre Quito. Al final de la obra hay un listado en orden alfabético de los autores cuyas citas he usado a lo largo del texto, por supuesto siempre entre comillas.

Resulta curioso que existan en la novela coincidencias sobre hechos vividos hace pocas semanas en esta ciudad (que hicieron que renaciera nuestra esperanza), e inclusive con la muerte del Papa Wojtyla: la crítica que hace el libro sobre todas las expresiones de poder, sobre la clase dirigente, y la crisis de los medios de comunicación que nos presentan un mundo, una religión y una nación inexistentes, mentirosos, falsos, dirigidos y prefabricados, contaminadas por el virus de la imagen, por el cáncer de la imagen... Una prueba más, en palabras de Saramago, de que “el novelista es el relator heterodoxo de la historia”.

El sello PAN-ÓPTIKA editores es personal del autor. Desconozco el futuro que le espera. Tal vez, por el momento, lo ofrezca a otros escritores que hayan decidido encargarse personalmente de la edición y distribución de sus obras. Realizar una verdadera tarea editorial en nuestro medio es trabajo de soñadores. Debe existir una verdadera Editora Nacional, seria, independiente, abierta, eficiente, que sepa sobre todo distribuir bien los libros. ¿Qué hacen, por ejemplo, nuestras embajadas con nuestros libros? Esta es una tarea urgente de quienes estamos relacionados con la cultura. También hay que “refundarla” o “reconquistarla”. La acepción “forajidos” se aplicaba antiguamente a quienes viven desterrados. En el caso nuestro, desterrados en la propia tierra. Ojalá podamos, entonces, recuperar lo que nos pertenece.

Mis agradecimientos a la Fundación Guayasamín en la persona de mi buen amigo Pablo Guayasamín, que no sólo me permitió, con desinterés y caballerosidad, reproducir el Quito Negro del maestro, sino también ocupar el salón principal de esta casa.

Mis reconocimientos a MANEXPO en las personas de mis queridos amigos Francisco Luna y Juan Dávila que confiaron en la novela y permitieron su edición en un país que ve a los libros como objetos raros, reconocimientos que extiendo con especial afecto a Sandra Dirani que impulsó el proyecto desde su origen y le puso alas. Parte del producto de la venta de este libro será destinado a la Comunidad Educativa Villa Alegre, una fundación privada vinculada a MANEXPO cuyo objetivo es la educación de la niñez.

Mi gratitud a Paulina Rodríguez, que se encargó de la revisión de los textos; a Daniel Salvador, que elaboró el diseño de una portada excelente; a Editorial Ecuador que imprimió el libro con calidad y profesionalismo; a María Fernanda Burneo que desarrolló con cariño el logotipo de PAN-ÓPTIKA editores; con gran afecto a Carmen Pachano que, con su dulce presencia, ha tenido la gentileza de presentar este acto y, muy especialmente, a mi sobrina María Dolores Cordovez que colaboró con mi mujer y conmigo en la organización de este acto y que hoy se encargará de facilitar la obra a quienes la deseen. Mis agradecimientos a la organización FERRERO y a vinos UNDURRAGA, siempre listos a apoyar la cultura


Quito, junio 2005