Cap.34

(Ahora que no estás, Lina —piensa Tadeo—, caigo en cuenta que ni siquiera sabía que existía ese nombre de mujer —Lina—. Fue un giro inesperado, la vida que dio una vuelta, un tumbo a la soledad que carcome y quema en frío lentamente. Sucedió cuando se habían cumplido tres años desde que con Marina resolvimos irnos uno del otro, Lina. Ahora que no estás. Nunca más. He vuelto a lo de antes, a las calles, a la revista, a mi lugar de trabajo, a la fotografía, al bar, al restaurante. Voy al departamento, como todos los días, pero tú, Lina, ya no estás. Te extraño sin extrañarte, Lina, porque siempre supe que te irías, pero me multiplico hacia el pasado, me repito por fragmentos idos, en busca inclusive de otras transitoriedades, mucho más breves, que sucedieron quince, veinte años antes: aquel beso dado junto al barandal de un barco, antes de perderla al bajar al muelle, en una ciudad distinta donde estuve de paso; o también cuando toda ella, otra —pelo negro azabachado, pantalón blanco—, prometía, al ofrecerse una tarde impensada en un pequeño cuarto de hotel al doblar la esquina; o aquel largo caminar hacia ninguna parte, en otro lugar, en otro país, tomados de la mano, junto al río que dividía a la ciudad; e incluso regresar a María Teresa cuando mostraba sus brazos y piernas al limpiar la ventana de su casa; o, tal vez, pedir un imposible: dormir, soñar nuevamente en la que se soñó minutos antes, despierto, rebobinar la película y pasarla de nuevo. O, quizás, hubiera preferido ser otro, en otras época o lugares: eres tan reciente, tan repentina e insospechada. Y dueles, de todas maneras dueles, Lina. Y pensar que no advertí tu presencia desde un comienzo...).

         Porque meses antes, en un corredor de la universidad, alguien se acercó y Tadeo se encontró con dos ojos encendidos y una voz directa que le preguntó: “Por favor, ¿dónde se encuentra la biblioteca?” El pelo rubio, tostado, volcado en rizos más allá de los hombros, invadía el comienzo de la espalda, y, al descubierto, vio un cuello largo, sugerente. Su espontaneidad inquietaba al situarse excesivamente cerca: ¿impresión de un sutil desafío, desde ya con sabor a distancia? Su cuerpo, delgado y firme, contribuía a ese contrapunto de proximidades y espacios. Miraba como si estuviese pensado en algo que no quería revelar. De cejas arqueadas, podrían haber sido labradas a mano. Tadeo respondió a su pregunta. Le atrajo también la vitalidad de esa piel, clara, con un leve revestimiento dorado, y, al irse, la finura del talle y una ondulación musical en la forma de caminar.

         Solitario en los últimos años, todavía en las arenas movedizas que los divorcios dejan, acercándose a los cuarenta, con las primeras canas en el pelo oscuro y revuelto, con su tristeza que ahí estaba, acumulándose por todos lados, como el polvo que esperaba la limpieza de la Zoila, como el polvo de esa ceniza que se le amontonaba en el alma poco a poco, jugando siempre con los dedos de su mano izquierda, con un lápiz, un clip, con la cuchara con que removió el café, ya no más con al aro de matrimonio que está al fondo de un cajón, Tadeo esta vez la miró alejarse… nada más.

         (“Viví en una ciudad pequeña, donde todos se conocían”, me contabas. ¿Lo recuerdas? Por eso levantaste a tu alrededor esa esfera, para crear tu mundo, para que nadie supiese qué había dentro de él. Descubrí que de niña no tenías con quién conversar, señalabas las cosas que querías con los dedos. Sentada bajo los árboles seguías a los pájaros con la mirada. A veces te llevaban junto a un ancho río).

         Porque aún no bastó la leve insinuación de esa cintura ni la llamada silenciosa de la mirada que al sentirse descubierta se esquivaba. No. Aún no. Un mes después la vio en la cafetería, tomada de la mano de un joven, estudiante como ella, con los ojos tristes y los labios entreabiertos. Tendría no más de veinticuatro años y era canadiense. Era una más, entre tantas estudiantes, que vienen por poco tiempo, toman un posgrado o cursos intensivos de subdesarrollo, abandonos y desesperanzas, conocen cómo se vive aquí, cómo se muere o se está muriendo, y pronto nos abandonan; o se enamoran —¿sabrán por qué?— de las desolaciones metidas entre las montañas, de ese entorno social convulso, contradictorio y sin destino, del encanto que atraviesa alturas y de mares que bañan playas desiertas de fina arena.

         (También dijiste que habías soñado con venir. Alguien te había hablado de estas tierras. Un año, sólo un año de volcanes, selvas, aires enrarecidos, gentes y pueblos diferentes, un extendido paréntesis antes de seguir tu vida).

         Así que a Tadeo le llegó algo de esa aflicción dudosa y sorprendida, cuando el joven la dejó en la cafetería y ella se quedó sola, mirando sus manos, interrogándose. Entonces ella se levantó, saludó con los ojos y se alejó. Él se quedó con esa tristeza descubierta y la leve sensación, reiterativa, de su piel clara y tostada.

         (Fue cuando me pareció intuir, o adivinar, la presencia de tu miedo, no confeso, sino escondido, agazapado, sujeto —así lo disimulabas— por todas las cuerdas de tu vitalidad, de tus ansias de vivir, de tomarlo todo...)

         Ella, que estudiaba sociología, la ciencia de los imposibles, no asistía a las clases de Tadeo, pero un día entró al aula y se sentó al fondo del salón. Una semana más tarde, ella se le acercó nuevamente. Habló de buscar las mejores ediciones fotográficas sobre Ecuador. Terminaron tomando juntos un café. No se explicaba cómo la gente de este quinto mundo de los infiernos todavía podía creer en algo. Tadeo trató de explicar lo inexplicable y luego empezó a perderse en su propio discurso, al descubrir en ella un lenguaje diferente que hablaba por sus ojos, sus labios y sus manos, cuando dejó de seguir sus propias frases y no supo qué dijo y qué no dijo.

         En las semanas siguientes la vio que iba a sus clases a veces y se sentaba al fondo. Mientras tomaba sus notas —¿simulabas tomar notas? —, el pelo le cubría la mitad de la cara. Alzaba el brazo izquierdo, metiendo sus dedos en el cabello para echárselo atrás, aunque luego volvía a caer, provocando una interminable repetición del rito.

         (Comencé a sospechar la existencia de un idioma sin palabras, o que hablabas —mujer paradoja— para quien pudiera entenderte, a través de tus espacios de silencio y desde el centro de tu esfera. Empecé a comprender que me tentaba la aventura de acercarme a tus dominios, el desafío de encontrar llaves y combinaciones para abrir tus puertas. Temía, no sé qué temía, al seguir y perseguir tus huellas).

         Una noche, Tadeo esperaba en su departamento a varios estudiantes. Fue también ella. Se sentó en el suelo, con las piernas cruzadas, frente a él. Vestía como siempre, con un jean y en esa ocasión llevaba un sacón multicolor, de gruesa lana, de esos que los indígenas tejen y que quienes los usan parece que lo hacen con amor. Repitió el rito del pelo. Por segundos, Tadeo miró nuevamente sus manos de dedos alargados y finos, pero vio, sobre todo, el destello de una dulzura imponderable en los ojos, de una dulzura que lo miraba, mientras otra sonrisa, nueva, diferente, le decía: “He venido”.

         (Sentí el impulso de compartir tu miedo, tus silencios, con los míos, declarados y reconocidos, insistentes y pegajosos. Pero, ¡cómo! Te imaginaba encerrada en tu aislamiento de cristal, del cual a veces salías sin que nadie lo supiera. Allí guardabas tus recuerdos: mariposas azules, alas quietas, partes de cielo tomadas al paso).

         Conversaron estimulados por varias botellas de cerveza fría. Escucharon a Tadeo, que esa noche de bulla y desorden habló más de la cuenta. No recordó las explicaciones, quizás ellos tampoco creían en las respuestas, o fueron olvidándose aun de las interrogaciones, inmersos todos en el mundo perdido en el que vivían, cuando faltaba apenas año y medio para que acabara el milenio con doce campanadas del carajo.

         Ella casi no habló. Tadeo se fijó que recorría con los ojos el departamento y lo examinaba con detalle. También hizo una llamada por teléfono. Inquieto, a veces él la miraba furtivamente.

         (¿Qué querías que hiciera? ¡Sólo podía adivinarte! Me sentía un intruso, que te encontraba en tus más pequeñas sensaciones, en todo lo que hacías. ¡Qué podía hacer!, si al verte de espaldas sabía cómo estaban tus ojos, por esa forma tuya de ladear la cabeza. Me obligabas a bajar la mirada, para no seguir leyéndote, aprendiéndote, para no llegar más adelante, al fondo. Creía no tener derecho; temía no tener derecho nunca).

         A la medianoche todos se despidieron menos ella, que seguía sentada en el suelo frente al sillón, desde el cual Tadeo no había parado de hablar.

         —Vivo en una pensión familiar. Es muy tarde. Dormiré en esta banca.

         Tadeo no supo qué hacer ni qué decir. Abrió los brazos, quiso sonreír, y sólo se sintió estúpido, como un niño perdido. Ella recibió una bolsa de dormir y, con una mirada rápida y otra sonrisa, lo envió a su cuarto. Tadeo cerró la puerta. Jamás lo hacía. En la penumbra, entre el desasosiego y la sorpresa, empezó a sentir la respuesta de su cuerpo —inevitabilidades que a veces son y otras no—; reconoció sus lugares, se recorrió. Había algo más que la fugacidad, que la simple respuesta, aun que el tramposo deseo. Durmió sin espantos, sin fantasmas, sólo con una impresión que a la vez podía ser vacío o llamado. A la mañana siguiente, después de tomar un vaso de leche, un trozo de pan y algo de fruta, preguntó al momento de salir, al besarle en la mejilla:

         —¿Puedo llamarte “Tadeo”?

         Y mientras bajaba las escaleras, desde su piso de solitario, él se gritó a sí mismo: “¡Dios mío, el nombre, no sé cómo se llama!” Cuando le preguntó, tratando de seguirla por las escaleras, ella sonrió e hizo una seña antes de desaparecer.

         Cuando Nana supo sobre estas historias, y después lo supo todo, sonreía sin decir palabra. Tadeo, por su parte, no podía volver a los veinte años al buscar de una opinión. Nana parecía decirle: “sigue loco, pero no pierdas la cabeza”.

         No la vio durante algunos días, hasta que ella, por teléfono, le anunció que iría “sólo un momento”. Había dicho también que se llamaba Lina. Llegó muy linda al departamento, a las nueve de la noche de ese viernes, encantadora, con una ligera capa de maquillaje. Parecía preparada para una fiesta, vestida de negro, con una falda y un saquito también negro, con botones dorados, y una blusa verdemontaña. Fue una noche clara y apacible de agosto, las lluvias terminaron, el clima era cálido, hasta para las serranías, y el firmamento se dejaba ver con las estrellas suspendidas. Tadeo nunca había visto esas piernas largas, firmes, torneadas, siempre con un jean encima. Entonces percibió en su rostro una mezcla de ansiedad y miedo. Como una confesión que, en ella, era difícil que se repitiese, le contó que saldría con el mismo joven que la tomó de la mano. Tadeo lo adivinó todo: ella luchaba entre el deseo y el abandono; entre un amor pasajero que tomaría para sí, sólo para guardarlo, o el olvido.

         —A veces no puedo comprender ciertas cosas.

         —No permitas que nadie te haga daño —respondió Tadeo.

         (Carecía de la facultad para retenerte, pero imaginaba trastocarlo todo, o esperar un prodigio, o tender hilos invisibles que te impedirían alejarte. Dudaba —insoportable dualidad— en limitarme a participar de tu vida en esa forma, casi como una sucursal clandestina de tus deseos y ardores, e inventar el modo de aprisionarte, de tenerte cerca, al alcance, de incrustarte dentro de mí).

         Ella se fue. Tadeo sabía que volvería. Se acostó, tomó un libro y se dispuso a esperarla.

         Al regresar, entró despacio y se sentó en su cama, a un extremo. Resplandecía. Estuvo breves minutos antes de tomar su bolsa de dormir, sin hablar, dejando que Tadeo la adivinara: ella aún mantenía el pulso acelerado y la piel ardiente. Él sintió cómo su propio cuerpo se estremecía, cómo desde el silencio de ella le llegaban, en oleadas repetidas, los mensajes de sus sentidos, completos, descifrados, sobre todo lo que ella dio y recibió esa noche, entrelazada, desnuda, confundida en un pequeño cuarto con otro cuerpo, atada por su centro, tomada de otras manos, bebiéndose otros alientos, confundiéndose, mezclándose, unida con quien en la cafetería la dejó con la sorpresa herida en la boca y una melancólica mirada repleta de preguntas.

         Desde esa noche a Tadeo se le quedó, recorriéndolo, el sabor de sabores lejanos, el extraño y misterioso deseo de ajenos deseos. Su propio sexo sintió el ritmo de otros sexos, el ritmo del cuerpo de ella; y fue ella misma que se prendió en él para inaugurar en sus años una avidez sin destinatario.

         (Entonces sentí que no sólo quería meterme en tu alma, romper tu misterio, atravesarte sin tocarte —¡extraña forma de posesión!— Ansiaba seguir, ir más lejos, llegar —¡como si alguna vez se pudiese “llegar” en casos como éste!—: no únicamente el rastro, la percepción detrás de tus reservas y reticencias, y de la esfera que tornó inútiles las palabras. Tu cuerpo fue la vía para llegar a ti. Llegó entonces el momento en que quise apropiarme de él, tomarlo, penetrarlo, entreverándolo con el mío. ¿Comprendes? ¿Cómo evitarlo, Lina?)

         El día siguiente fue un sábado extendido y callado. Nada se dijeron. Tadeo con sus cosas y ella en su propia música que él no entendía. Avanzada la tarde ella se fue.

         (“Haces lo que te da la gana”, te decía. A veces buscabas mis palabras y mis historias; otras querías que me largara a cualquier lugar y te dejara sola, o preferías verme de lejos. Yo adoraba tu talento, tu independencia, ese orgullo escondido. Solíamos dejarnos notas. Un día dibujaste un árbol. Lo guardé dentro de las páginas de un libro. Ambos sabíamos de nuestros pavores hacinados. Yo, aprisionado por tu cuerpo, miedo de mirarte demasiado; tú, miedo también, porque supe de tu ser de mujer).

         Tadeo sabía que posiblemente no la volvería a ver. Nunca más. Que ella viajaría hacia sus lugares, desde donde vino a estos espacios un día.

         Poco después, sin que ella se lo pidiera, él le entregó la llave de su departamento. Lina podía estudiar, escuchar música y organizar en algo el caos del solitario. Entraron por las ventanas ráfagas de aire fresco: Tadeo aprendía nuevamente a respirar. La Zoila no decía nada, pero se notaba más alegre. Pocas veces Lina se quedó por la noche, en la sala, dentro del saco de dormir. Desaparecía los fines de semana para que él saliera de sus aprietos y solicitara sus propios auxilios, sobre los cuales él mismo le contaba con los nombres que les había puesto: Ritanegra, Margaloca, Sandranieve... Pero el departamento de Tadeo comenzaba a tener un nombre invisible escrito en las paredes y no solamente sombras innombrables. A Lina le fascinaba tenderse en el suelo, mirar los tragaluces o los payasos colgados de las vigas de madera, usar cajones y estanterías, dormirse en la poltrona de la sala, frente a la chimenea, echarse boca abajo con los codos sobre la alfombra, encerrarse en el baño para interminables duchazos.

         Caían las semanas, una a una. En pocos meses más, Lina partiría, sin posibilidad de retorno: su vida entera la aguardaba, allá, demasiado lejos. Esa tarde de domingo, cargada de horas vacías, tarde vencida y de lluvias oblicuas —¿podría esperarse algún prodigio?—, Tadeo entró al departamento. Venía del cine. Se encontró con dos maletas de color marrón, una mochila, y, sobre ellas, aquel saco de lana tejido por los indígenas. Había fuego en la chimenea. Sabía que Lina, desnuda, dispuesta, le esperaba en su cama, mirando ese momento hacia la puerta, con sus ojos de laguna azul y su sonrisa, esa sonrisa perennizada... “Olía como los árboles”.

         (Cuando te fuiste, meses después, te dije: “Sé tú misma, cuídate”. Sólo para no gritar: “¡No te vayas!” Sólo por no decirte: “La esfera desaparecerá algún día y quedará tu magia —tu magia que fue mía— al descubierto”. ¿Qué harás con ella? ¿Quién la tendrá a su lado? Y ahora no sé si todas mis palabras fueron dichas: algunas quizá las inventé o imaginé; o las tenga mezcladas dentro de mí; o te siga hablando todavía, Lina. “¿Por qué será la piel tan importante?”).