Diario Hoy, 10 de junio, 2005

Rodrigo Villacís Molina

Vivimos en el Ecuador esperando, desde hace años, una novela capaz de "sacar la cara" por nosotros en el concierto de la literatura latinoamericana, que cuenta en este género con obras extraordinarias cuyos títulos ni siquiera es necesario enumerar porque nadie los ignora. Sin embargo, en los años treinta produjimos novelas verdaderamente valiosas, pero luego es como si la inspiración nos hubiese sido esquiva, y en todo este tiempo lo que hemos leído, con sus más y sus menos, no responde a las expectativas del país. ¿Cuándo aparece la gran novela ecuatoriana? ha sido la reiterada pregunta que hemos venido planteándonos. Se han hecho intentos interesantes, eso sí, es innegable, novelas breves o algo extensas que han merecido el reconocimiento de la crítica; pero que siempre han dejado la sensación de que pudieron ser mejores, de que al autor le faltó vuelo, una mirada más ambiciosa o más profunda, un esfuerzo más sostenido; o, de otro lado, ojo, la capacidad de satisfacer al lector que quiere disfrutar del libro y no llegar hasta el fin solo  pordisciplina.

Por eso quiero celebrar ahora la aparición de El palacio del diablo, la obra de Modesto Ponce (Quito, 1938) presentada antes de ayer, y que puede ser la mejor novela desde las antiguas a las que aludí al principio. Es al mismo tiempo sólida y amena; tiene sustancia y se deja leer sin desmayo; está bien escrita y a través de sus páginas "ocurren cosas". Pero el autor nos cuenta no solo las peripecias de sus personajes, sino también otras historias relacionadas con el país -pero sobre todo con esta ciudad, que es el eje de su discurso narrativo-, con el poder, tanto político como económico, que suelen confundirse, con la vida cotidiana de la urbe, con la chismografía de los pueblos pequeños que son "infiernos grandes", y describe con propiedad la asombrosa geografía que nos aloja. O sea que inventa, relata, bucea en su memoria, reflexiona e inclusive revela de manera camuflada secretos de sus propios ancestros; se manifiesta irreverente con la Iglesia, duro con la casta militar y se burla de una burguesía hipócrita, torpe y engreída. No, no se anda por las ramas, ni es el escritor que simplemente se sienta a inventar, confiado solo en su imaginación; él tiene demasiado que decir, sin necesidad de inventarlo, porque lo ha vivido, lo ha oído y lo ha investigado, y esa carga le ha obligado a limpiarse el pecho. Por eso, sus personajes, a veces sombras chinescas, le ceden generalmente el escenario a la no ficción, que le da trascendencia a la obra: universo comprimido en 430 páginas.

El palacio del diablo, cuyo título ha sido tomado del nombre de un antiguo prostíbulo de La Ronda, es un texto caudaloso, arrollador, trabajado a lo largo de cinco años con una tremenda tenacidad y, sin duda, por alguien bien dotado para el oficio, como ya lo demostró con su libro de cuentos También tus arcillas (1997). Es muy arriesgado decir que esta es la novela que esperábamos; pero yo corro el riesgo.