Cap. 39

Nunca, Lina. Antes nunca intenté tocarte —piensa Tadeo—. Y, ahora, al encontrarte desnuda en mi cama, cómo empezar, por dónde, con qué palabras, con qué silencios, Lina; qué hacer contigo desnuda dentro de mis sábanas, cuando todas las posibilidades se ofrecen, con tus maletas y la mochila en la sala, tu ropa y el saco de lana sobre la silla donde coloco la mía, y tú, tú que has venido a quedarte por todo el tiempo que te resta. Por semanas, por meses. ¿Cuántas noches, Lina, cuántas? Dime, ¿cuántas?

Porque nada dije; solamente te miré. Tomaste una ducha. Sabía de tu toalla, la de color durazno, que nunca dejaste en el sitio. Fueron tus interiores que veía por primera vez, las zapatillas que no usas, tu caminar siempre descalza o en medias, las blusas por cualquier lado, la pulsera, el anillo de plata comprado en la feria indígena de Otavalo que debía estar en algún sitio y nunca aparecía, el secador de pelo conectado a la pared, tu desorden... Y, al día siguiente, que fue sábado, empujaste mis ternos y pantalones, no muchos, y pusiste tus armadores, me redujiste a la mitad y llenaste mis cajones y un par de estanterías, como redujiste también desde esa noche el espacio de mi cama, colocaste tus dos maletas vacías debajo, pero dejaste lugar a la libertad que necesitaríamos, cuando respetaste mi estudio y dijiste que estudiarías en la mesa del comedor, escuchando a bajo volumen tu música, que sin gustarme me gustaba, que nunca había oído ni volveré a oír.

            Después de quitarme los zapatos, me eché vestido sobre las dos cobijas de lana con grandes cuadrados de colores fuertes, negro y amarillo, rojo y azul, y te besé en el cuello y te dije que te amaba, que te había amado desde el primer día. Fui a la ducha. Regresé. Habías apagado la luz. Entré a la cama. Lentamente, en la noche iluminada —iluminada de ti—, sin mirar cómo eran nuestros cuerpos juntos —el tuyo—, sin hablarnos, comenzamos a abrazarnos, sin besarnos, aliento contra aliento, mirada contra mirada, sin más caricias que esos abrazos cruzados por cuatro extremidades y dos cuerpos —en la noche luminosa—, cuando empezamos a sudar y a latir, hasta que lo mío recorrió con su cresta tus lugares y fue después a esconderse entre tus muslos. Hasta que supimos que estábamos listos. Giré hacia la izquierda y subí a tu cuerpo; te desplazaste a tu derecha y te hundiste debajo del mío. Duro e irremediable. Implacable. Abierta y húmeda. Abrasiva. Ávidos tú y yo. En segundos superamos el único escollo: la coincidencia de boca y ariete, de entrante y entrador. No empujé —hombre al fin—, sino que empecé a deslizarme hacia adentro lentamente —nunca te había tocado, Lina—, hasta que tú —mujer para siempre—, invirtiendo la lógica masculina, fuiste oleada de pies a cabeza, y desde la puerta por donde el recorrido comenzaba, aceptándome, y envolviéndome también, con toda tú allí, me abrazaste por dentro, y asido, cada vez más tomado, envolviéndome, me metiste dentro de ti. Nos ahogábamos y nada dijimos. Cuando quise horadarte más y más, lo que unido estaba estalló en dos relámpagos que nos cruzaron de parte a parte, mientras tú —casi siempre lo tenías después— cruzaste tus piernas sobre mí y me besaste largamente en la boca, inclusive antes de aprender a besarnos —por primera vez, Lina, lo recuerdo—, en una búsqueda angustiosa y enigmática de labios, lenguas, sudores y olores nuevos.

            Al día siguiente, ese sábado, con las cortinas corridas, en la penumbra, cuando es difícil inclusive leer, me abrazaste, besándome en las mejillas, y te levantaste como estabas, desnuda. Desnuda y en silencio; siempre en silencio. Fuiste a la ducha, a la interminable ducha —cuántas veces, Lina, terminabas toda el agua y yo, sin decirte, y también porque me gustaba, y me gusta, me bañaba en frío, que es como bañarse con las madrugadas de la ciudad—. Yo, tardío, todavía deslumbrado, supe que no debía importunarte y fui a preparar café para mí y té para ti en dos pozos de cerámica. Entré al baño cuando te cubrías con la toalla. Me besaste de nuevo hundiendo tu rodilla entre mis piernas, mirándome con tus ojos tiernos —verdeazulados eran, Lina, son verdeazulados—; mientras, viéndome con mi salto de cama azul hasta la pantorrillas, dos medias gruesas en los pies y unas zapatillas viejas, empezaste a reír con las dos manos en el estómago, me empujaste a la ducha y, tal como estaba, abriste las dos llaves de agua sobre mí. “Di algo, Lina”, te dije mientras me secaba, al colocarme mis lentes que había dejado sobre el velador. Fue cuando recordé que de niña mirabas solitaria el río y a los pájaros que revoloteaban los árboles, y que tu necesidad de hablar quizá se la llevó el agua hace mucho. “Tengo miedo —me dijiste—. He leído que el volcán puede explotar y la ciudad se llenará de ceniza. Tengo miedo de que la ceniza me ahogue... Hazme otra vez el amor, Tadeo, hazme largo y profundo el amor”.

            Esa segunda ocasión me concentré en tus ojos, los vi primero brillar y después ponerse como si cedieran y llamaran, hasta ser convocado a la consumación. Entones fue entrar en ti, sabiendo de antemano que serían mis mareas las que esa vez dirigirían al deseo, poseerte bajo ese sol limitado y filtrado, oír un gemido alargado, descubrir que tus piernas y tu boca nada hicieron esa vez con mis piernas y mi boca, como si ofrecieras el rito único al antiguo dios sol, perpendicular sobre nosotros ese momento, como quizá otros lo hicieron cientos de años antes, sobre esa misma colina, en habitaciones de barro y paja, y como lo hacían en ese momento miles de parejas en la ciudad cruzada por la línea ecuatorial.

Ni siquiera al mediodía el sol y la ciudad invadieron nuestra primera noche continuada. Cuando, al fin, corrí a la tarde la persiana del tragaluz, te tenía al frente —cuántas veces desnuda, Lina, desnuda—. Desnuda, sí, viéndote que me mirabas, volteada hacia mí, con el brazo sobre la cabeza, sosteniendo el pelo —hebras rubias, tostadas, volcadas en rizos más allá de los hombros, tal como te vi la primera vez en el corredor de la universidad, Lina, ¿recuerdas?—; o dándote repentinamente la vuelta, cuando miraba tu espalda, tu cintura y tus nalgas, para tomar del velador la taza de un segundo té o recoger algo que estaba tirado en el piso, buscando después el lugar exacto de la cama para que los rayos del sol te cubran de arriba para abajo y decirme así, sin palabras —sin palabras, Lina—, mírame, conóceme, recórreme, húrgame. Tenía que continuar, seguir adelante, leerte, interpretar tu lenguaje, tocándote levemente, con mis yemas, con mis palmas que, de tan ligeras, percibían aun tus invisibles vellosidades, las respuestas de tu piel —y no sólo eras, Lina, ¿eres?, piel, sino cuerpo, ¿cómo decirlo?, toda tú, Lina—... “La ternura es el miedo que nos inspira la edad adulta”.

Comimos, sobre la misma cama, algo que había dejado la Zoila. Te había explicado con todos los detalles, inclusive con recortes de prensa, que no había peligro con el volcán, que está lejos y que el cráter mira hacia el occidente, que es la propiedad de mi padre, situada al otro lado de la cordillera, la que podría ser afectada y él mismo tiene sus maletas listas en caso de emergencia, que existen dos enormes farallones que lo separan de la ciudad, que ha perdido su fuerza en los últimos siglos, que lo más probable es que tengamos explosiones esporádicas y que nada nos pasará; que será sólo ceniza y, en el peor de los casos, la lluvia arrastrará lodo hacia algunos barrios del norte, que no hay peligro de sismos fuertes. A la noche escogiste un jean viejo y una camisa roja, pusiste algunos discos y, durante una hora, bailaste sola, mientras yo me había sentado en el suelo, con una botella de cerveza en las manos, apoyándome en uno de los viejos sillones.

Las pocas veces que coincidió con la Zoila, cuando Lina regresaba pronto de la universidad, trataba de acompañarla, de ayudarla en las últimas tareas. Noté que Lina no podía resistir verla con todo su dolor encima, cruzada de amargura, destruida. La Zoila alargaba sus tareas, con el afán de prolongar el regreso a su casa. Alguna vez las encontré juntas, con el departamento volteado, haciendo limpieza general. Yo, en cambio, acostumbrado a que nada se mueva de su lugar, intentaba una protesta inútil —todas las protestas inútiles, Lina— y me iba a mi estudio donde, salvo el polvo que semanalmente era absorbido por una fiel Electrolux de hace diez años, allí sí, nadie jamás ha tocado ni tocará nada.

            Lina llegó a conocer mi departamento de memoria. Escuchó la historia de muchas de las fotografías. Supo así del gran Henry Cartier-Bresson, de Robert Capa que tomó fotos de guerra, de Josef Kondelka que buscó rostros de niños africanos, del japonés Hiroji Kubola y, sobre todo, del brasileño Sebastião Salgado, a quien yo admiraba mucho. Sobre las de mujeres me exigía que invente cualquier historia, de cómo fueron y cómo me habría enamorado de ellas, de haberlas conocido, y de cómo les habría hecho el amor. Eso la hacía reír y la excitaba, especialmente cuando habíamos bebido algo. Conoció una fotografía de Marina y me pidió que le contara algo sobre ella. En la misma forma, con fotografías, conoció a mis padres, a Diana, a Nana. Evitó siempre referirse a otros encuentros míos pasados, como evité también los suyos, especialmente con el chico de la universidad con quien estuvo la noche en que, vestida con un terno negro y con una blusita verde, regresó tarde, con el cuerpo transfigurado, mientras yo la esperaba leyendo en la cama.

Tenía temor a los payasos, colgados en las vigas oscuras y rústicas del techo de la sala, y de algunos objetos extraños que yo había acumulado con el tiempo, como un reloj de pared, que perteneció a una tía abuela y que, de mano en mano, llegó a las mías, que a veces funcionaba y a veces no, que daba las horas a su antojo, y que a Lina le aterrorizaba hasta que dejé de darle cuerda, y un póster de fondo negro con imágenes de niños del tercer mundo, africanos y latinoamericanos, todos con las caras tristes, las miradas desmesuradas y los vientres hinchados. Con los afiches de filmes en blanco y negro, colocados sobre las paredes, era diferente. Ella encontró otros en un baúl y los revolvía y los sustituía cada semana, o aparecía con los videos que había alquilado, con copias de filmes como El chico de Chaplin, Umberto D o Ladrón de Bicicletas de De Sicca, El séptimo sello o Persona de Bergman, Viridiana de Buñuel, El Conformista de Bertolucci, Hiroshima mon amour de Alain Resnais, Blade Runner de Riddley Scott, La noche americana de Francis Truffaut, Taxi Driver de Scorsese, La doble vida de Veronique de Kieslowski. Leía reportajes, recortaba o tomaba de Internet las informaciones que requería para sus exámenes de sociología, y ojeaba por horas los libros de fotografía, deteniéndose siempre en los grandes ríos y especialmente en las reproducciones de elefantes. Descubrí que le fascinaban. Meses después, la víspera de su partida, guardará uno a uno todos los que yo le había regalado, en madera, mármol, tagua, porcelana y arcilla.

            El domingo salimos a caminar. Bajamos a pie hacia el centro de la ciudad, después de pasar por la iglesia de San Juan. Lina no había visto nunca como son por dentro las casas quiteñas, con sus patios de piedra, las pilastras de madera sosteniendo los corredores superiores, los desagües de latón que descienden de los tejados. Se detuvo embelesada ante las yuyeras que ofrecían racimos de yerbas para todos los males, incluyendo los de olvidos, ausencias y desentendimientos. Jamás había entrado a esas tenduchas de barrio, con una alacena llena de dulces a la entrada y un gato dormido sobre ella, ni había visto las cantinas, dispersas en esta ciudad de bebedores, donde nada, desde el nacimiento hasta la muerte, puede hacerse sin licor, con pequeñas mesas de colores azules o verdes ya difuminados, rodeadas de bancos de madera fabricados por los presos de la cárcel pública, en las cuales nunca faltan varias botellas de cerveza, a veces acompañadas de un trago fuerte, o de un par de botellas de Coca Cola que suele mezclarse con aguardiente o ron. Es difícil encontrar vacía una cantina. La gente bebe en Quito para olvidar y bebe aún más para no recordar.

            Encontrábamos delicioso recorrer la ciudad vieja. Lina ya había visitado iglesias, conventos y museos. Tomados de la mano nos internábamos en los mercados populares que, por inveterada costumbre, se habían tomado ciertas calles y aceras, para organizar allí, entre tendales y covachas, la venta de todo cuanto podía necesitarse. Inclusive la “gente bien”, que vivía en el norte, por ahorro o por curiosidad, iba también a comprar en el centro. Había que ir sin collares, pulseras o relojes, y así lo hacía Lina, llevando el dinero justo en el bolsillo, sin cartera al brazo tampoco, porque de seguro regresaba con el corte de una navaja. Los mercados de alimentos le producían una doble sensación, que no podía venir sino de la mezcla de olores de hortalizas, legumbres y frutas, con los que produce el desorden, la falta de higiene y la basura acumulada desde la víspera. La noche de los viernes normalmente Lina no dejaba de salir con sus amigas y amigos, iba a las discotecas del norte, a las fiestas de jóvenes organizadas por los universitarios. Nunca volvió excesivamente tarde.

            Y yo, Lina, no podía dormir hasta escuchar el taxi y sentir que habías abierto la puerta. Apagaba entonces la luz, como si tú no supieras que la había mantenido encendida, y al entrar notaba tu entrevero, el choque de dos necesidades que se contraponían y tú, con seguridad, mi confusión, la impotencia, la angustia de los celos que se agravaban cuando venías a la cama y me pedías que te acaricie los muslos y lo tuyo hasta dejarte exhausta y dormida y yo, impenitente, buscaba después también tus dedos y tus manos hasta mi agotamiento, cuando toda tú ya estabas en otra parte, con el brazo entre las piernas, el sexo en calma y el golpeteo de los parlantes de la discoteca aún en los oídos, de modo que tu intervención resultaba mecánica y forzada —y siempre habrá que disculparse mutuamente en ocasiones como ésta— y mi urgencia inaplazable. Fueron parte, como en tantas otras situaciones, de “las inevitabilidades abyectas del amor”.

            Las sombras de la Carmelina y de sus tres hijos muertos rondaban por el departamento. Lina no soportaba que los mencionara desde el día en que, tendida en la cama, se puso a llorar al ver a la Zoila desfallecer. El sexo compartido, en estos casos, adquiere otras dimensiones. Es más trágico, más profundo. La rebeldía contra la muerte lo enciende aún más. No es raro el caso de embarazos producidos después de fallecimientos y duelos familiares. Cada vez que sabíamos que la Zoila había llorado, hacíamos el amor casi con furia; nos despojábamos con violencia de la ropa, provocándonos uno al otro, buscando los límites, prolongando placeres y agonías, apostando las resistencias, atacándonos, golpeándonos levemente, sufriéndonos y doliéndonos en los propios cuerpos —experiencias de tierno sadomasoquismo—, experimentando juntos, por rabia y placer unidos, las variantes del Kama Sutra, ante la imposibilidad de practicar las casi incontables posibilidades calculadas por una computadora, como una venganza contra la inevitable extinción, contra el no retorno, para terminar, en cualquier lugar del departamento, antes de la extenuación final, con nuestras propias muertes pasajeras. Después, nos mirábamos asustados, extraños, casi culpables, y sólo queríamos dormir y sumergirnos en el vacío. 

Ambos seguíamos con nuestras rutinas: Lina a la universidad y yo al semanario o a los compromisos de fotógrafo. Cuando yo debía ir a clases, tratábamos de coincidir y volvíamos juntos. Pedí a Lina que no fuera a mis conferencias, pero fue en vano. Tenía que sentarse atrás, simular tomar notas, mientras dibujaba pájaros y árboles o me escribía una carta, con la mano acomodándose el pelo una y otra hacia atrás —una y otra vez Lina—. Yo sentía en momentos que perdía la coherencia. Cuando regresábamos separados y la encontraba en casa, casi siempre estuvo en lugares diferentes y en posiciones distintas, estudiando o leyendo: sobre los sillones de la sala, o boca abajo y con las piernas al aire. Sentada en el suelo, arrimada contra una banca. Tendida de lado en la cama. En las sillas del comedor, con las rodillas recogidas. Acostumbrada a los inviernos de su país, resistía los fríos quiteños, pero a veces la encontraba con el sacón de lana. Nunca quiso un poncho; tenía la sensación de que le quitaba expresión o movilidad a su cuerpo, que lo limitaba. Con las semanas que corrían, seguí aprendiendo el lenguaje de su cuerpo. La más leve señal, el más imperceptible movimiento, me daban indicios de sus pensamientos y deseos. Cuando miraba sus ojos o sus labios, las dudas, si alguna vez se dieron, se tornaban en certezas. La leía —te leía, Lina—, pero seguía volteando las páginas, inexorablemente, y los días, que se sucedían, se acercaban al fin... Al fin y al cabo eras Leo, el signo representado por el león y regido por el sol; eras el centro, Lina, el centro; y te gustaba serlo, y así te quise.

El día en que explotó la montaña por sus cráteres, en octubre de 1999, un inmenso hongo de quince kilómetros de altura se levantó tras las colinas, con el fondo de un firmamento intensamente azul, en un remolino grisáceo de gases, ceniza y vapor. Fue una explosión seca y rápida. Salimos a la calle y lo vimos casi sobre nuestras cabezas. Todo el día llovió ceniza. Llovió ceniza en los valles y las corrientes cruzadas la trasladaron hacia la selva y hacia el mar. No sucedió nada. Los capitalinos, que esperaban lo peor, se extasiaron ante el inesperado espectáculo, inédito, irrepetible, supieron todos que tendrían algo más que contar a sus hijos y a sus nietos. En las semanas siguientes cientos de vendedores ambulantes ofrecían postales, pósters y calendarios del dos mil, en todas las esquinas. Las noticias internacionales repetían el suceso y las llamadas de quienes tenían familiares en el exterior se multiplicaron. Era la sorpresa, la curiosidad y un miedo escondido al volcán que varias veces, hace trescientos años, había sepultado a la ciudad bajo un diluvio de ceniza, después de lo cual un eclesiástico escribió: “un aguacero espeso de ascuas y cenizas, que se hacía más espantoso con la lluvia de piedras que, como a locos, nos estaba tirando Dios por nuestras culpas”. Lina se aterrorizó. Me abrazó, hundió su cabeza en mi hombro y empezó a temblar.

¿Qué miedos, qué temores escondidos guardas, Lina? ¿Qué espantos ocultas? ¿Qué desasosiegos te llevaste sin compartirlos? Recuerdo ahora que solías asustarte por cualquier cosa: un rayo que rasga el aire, un portazo, el chirrido de una ventana mal cerrada, inclusive un encuentro imprevisto cuando creías que estaba en el estudio y me topabas de improviso al ir a la cocina; un corte de luz, tan frecuente en este país de sobresaltos. Cuando te llevé a conocer el convento de San Diego, construido desde 1569, junto al viejo cementerio que antes recibía a todos los muertos de la ciudad, lo recorriste fascinada, supiste como el segundo piso fue destruido por un terremoto y nunca pudo ser restaurado, sino por una estructura simple de paredes de madera asentadas sobre las gruesas paredes de tierra y piedra del primer piso, pero te resististe a franquear esa pesada puerta de piedra que se halla junto al altar mayor de la iglesia y que da a una especie de sótano donde enterraban a las monjas y a los frutos de pecados y abortos.

La ceniza cayó durante dos días, fina, ingrávida. Preferimos no salir de casa. El miedo al volcán y a los demonios encerrados en el fondo de la tierra se multiplicaron, como también lo habían hecho la muerte, nuestros deseos, la codicia del otro, las apetencias. El volcán, entonces, volvió a dormirse, no se sabe si por meses o por años. A los quince días, limpias las calles, las terrazas y los techos, todo volvió a la cotidianidad.

A comienzos del año 2000, tú ya no estabas. Te habías ido. Han transcurrido casi ocho meses huecos. ¿Y ahora, qué quieres que haga? ¿Qué hacer ahora que te sigues yendo, sin detenerte? “De pronto, rápida, casi una sombra, se me quedan bailando en los ojos las hebras de una cabellera de miel tostada”. Hasta que todo se disuelva y no volvamos a saber el uno del otro. Hasta que te hayas evaporado, Lina, y tú, mujer y transitoriedad, la que hablaba con su cuerpo un lenguaje de silencios, te pierdas para siempre.