Esta vez con zapatillas de cuero

Para Silvia María Mera P.  

 

El espejo y la cópula son abominables,

porque multiplican el número de los hombres.

Jorge Luis Borges, Ficciones.

 

Juegan tus simulacros y mis fantasías.

Iván Carvajal, En tus labios la celada.

 

Estoy listo y con la bata burdeos, bien dispuesto diría, todo comenzó, como otras veces, con una llamada a mi oficina y su voz ronca que me dijo "hoy es viernes y no saldremos, ¿vendrás  pronto mi amor?", ya la conozco, la conozco tanto, que esta tarde de nubes bajas y encrespadas anticipó medias luces para la medianoche promisoria y, más tarde, en casa y en la mesa, dos candelabros de plata con ceras rojas, ¡es adorable!, preámbulos de los tumultos propios de una velada larga y lúbrica, una botella de vino, con el entusiasmo olvidó el coctel previo, el tema musical de Emmanuelle a medio volumen, le fascina, el contestador atenderá las indiscreciones, y esa mirada, la postura de su cuerpo, sobre todo su cuerpo, sus manos blancas y nerviosas que acomodan los platos, las pequeñas bandejas con hongos, trozos de pescado, mariscos frescos, quesos maduros, ensaladas rociadas con aceite y vinagre, sus detalles nunca faltan y, para terminar, un espeso café con whisky, de modo que yo pueda imaginar cosas, si no las imaginé e inventé desde la oficina, mirándonos con picardía, conscientes ambos de que el deseo instalado en nosotros se mueve en oleadas profundas, administrado a dosis lentas, aprendidas en estos años de vivir juntos, después de todo tenemos un lenguaje propio, ¡no faltaba más!, que me ha permitido que fabricara en mi mente los juegos y los ritos que vendrán, mientras aguarda, ansiosa, las nuevas propuestas, a la expectativa, esperando saber quién será más tarde, quién seré, cómo nos llamaremos, a dónde viajaremos, dónde serán nuestras citas, cómo ocurrirán los desdoblamientos en la penumbra, por qué caminos irán nuestras transmutaciones, los mudamientos y las inversiones, juntos nos convertiremos en transitorios proteos, simuladores, sin salir siquiera de nuestro dormitorio, para hacer el amor sobre una playa desierta, quizás escondiéndonos de una pareja de turistas que busca otro rincón junto a la arena, en un arrabal cualquiera, junto al fuego de una casa de madera en la montaña, en un motel de paso donde se paga el arrebato, sobre una banca de cuero donde alguien que salió por un momento nos ha dejado veinte minutos solos, en un burdel donde otras mujeres se disputan sin reparos ni éxito el derecho a tenerme y otros, con igual suerte, por cierto, la ventura de disfrutarla, llega un momento en que lo acepta todo, siempre con la bata burdeos, ¿qué tiene de especial?, sobre mi cuerpo recién bañado, cuando me sirvo, ya en la habitación, el primero en las rocas mientras ella, que había encendido la chimenea, ¡es única!, se demoró por preparar bocadillos picantes o salados, y está, por fin, bajo la ducha, echándose una dosis exagerada de jabón perfumado, secándose con una larga toalla turquesa, dejando caer el pelo rubio sobre las espaldas, entretanto en nuestro cuarto el ambiente es cálido y sinuoso, las cortinas están cerradas, iluminado por cirios de diverso colorido que dan al entorno una tonalidad dispersa, brumosa, apta para todos los engaños, y también están los espejos de cuerpo entero, parte de sus encantamientos y de mis locuras, para que sean ellos los que reflejen, en una suerte de cornucopia, proliferas, las llamitas convertidas ahora en mariposas incandescentes, y repitan la cama, la alfombra, imágenes y movimientos, multiplicándolos, propagándolos, por imperceptibles que fueren, nos dupliquen, a mí, a ella que aún sigue en el baño, ocupada en sus preparativos, mientras yo tengo la lengua floja, desbordada, irreverente, lista para contarle una historia nueva que será relatada dentro de poco, en cuanto, igual que yo, haya bebido algo, hasta tal punto que, desde ahora, me siento enardecido, y me excito todavía más pensando que responderá y asumirá el personaje sin ensayos previos y me aceptará bajo la máscara sin mayores preludios, es tan fácil y maravilloso cuando nos amamos, y, a la vez, se encuentra escogiendo dos interiores de seda negros y reducidos, después de probarse los rojos en la privacidad del baño, a pesar, o quizá por eso, de que apenas superarían las zonas que pretenderán cubrir unos minutos después y, en la espera, me acerco al espejo a verme las ojeras, a comprobar, con ese aire de ciego optimismo que me caracteriza, las tenues arrugas que ya empezaron a aparecer, el pelo prematuramente blanco, y veo que la figura reproducida se acerca y, con el whisky en la mano, hace lo que yo hago, me imita, y la veo, como yo, delgado y alto, con los ojos brillantes, aguardándola, no se muestra porque el conjunto rosa tampoco la convence, y yo debo seguir, cada vez más cerca de la imagen proyectada, y ella que dice "en un segundo estaré contigo, amor", aún no se convence de salir, estará descalza cuando lo haga, quizá con una faldita a cuadros, de esas que apenas sobrepasan, y una camiseta blanca, ceñida, apretada, obviamente sin sostén, ¡tantas obviedades irremediables!, que lo había dejado caer impaciente sobre el piso para quedarse con la braga bordada, al pensar que quizá sea ése el atuendo perfecto para empezar a representar no sabe a quién, sin sospechar en modo alguno, qué motivo podía tener, debido a que sus dudas persisten y no acaba de decidirse, que yo siento como un vértigo cuando la imagen del espejo avanza hacia mí, no puedo parar al reflejo que prosigue, cuando de improviso creo ver, aun después de frotarme los párpados, que me sonríe, que mueve sus brazos, atribuyéndose poses autónomas, los extiende y luego me toma de los hombros, mientras yo, entre el asombro y el descalabro, busco algún asidero para frenarlo y termino colocando las manos en su pecho, mientras sus dedos se hincan en mis hombros y, al mismo tiempo, mis músculos flaquean, no sé por qué, y no pueden sostenerlo y, de repente, sus rodillas y parte de la cabeza están ya afuera, al sospechar que es un sueño indigesto, yo pregunto si el licor está en buenas condiciones y que dónde lo compró, pero parece no escuchar, aunque está en esos instantes al fin decidida y asombrada además de la simpleza del ropaje, con la certeza del acierto, de la novedad, fresca, hermosa, alta, delgada, con sus labios carnosos y sus ojos de verde nostalgia, lista, y yo, que apenas la oigo luchando con mi propia reproducción que, sin dejar de sonreír, abandona el plano que le corresponde, la lisura de la luna, y va, también, atrayéndome, al cambiar su posición con la mía, al modificar el estado de simple reflejo, repercutiéndonos mutuamente en el forcejeo, confundiendo el original con la copia, desviando la escena que fue en sus orígenes tan trivial, por otra parte, rompiendo el calco, en un juego donde no se sabe quién es el plagiador y quién el plagiado, quién es el que proyecta y permanece y quién representa la fugacidad, el mero rebote, introduciéndome a mí en la pantalla que, hasta hace pocos instantes, era utilizada para mirar mis canas, mi figura firme, con las pupilas azules y el bigotito bien cuidado, despojado de la diaria vestidura ante la cercanía de la desnudez total, conservando, eso sí, la bata burdeos y la cadenita de oro con la cruz alrededor del cuello, nunca podría dejarla, regalo del aniversario de boda, ¡tan oportuna!, pero de tal manera impelido que quedo convertido en la imagen del otro, no ya de mí mismo, en este trajín de autenticidades, en este trasiego, porque estoy instalado al otro lado, trabucado, y, al momento que cierra la puerta del baño y aparece, lleva unas zapatillas de cuero, nunca las había usado, está maravillosa, decidió no venir descalza, ¡qué grata sorpresa!, renunció a los interiores y lleva un jean celeste con el primer botón abierto y una blusa negra, ligera y descuidada, es encantadora, para solo insinuar, pero sin esconder los propósitos, las propuestas y las disposiciones, y las predisposiciones también, sin fingimientos, y el cabello que contribuyó a la tardanza, no ya suelto en pliegues suaves hasta la mitad de la espalda, sino alborotado, en deliberado desorden, nunca antes lo hizo con tanta gracia, sujeto con una diadema de tela en colores vivos, ahora sí, lista no a esperar de mi imaginación sino a provocarla, y yo, a una, trato de salir pero retrocedo más, hay algo que me tira hacia atrás, y ni siquiera me percato, por no dejar de mirarla, de que el otro me ha dado las espaldas, va a encontrarla y, mientras lo hace, mi regresión persiste y el simulacro del cambio, el espectro de la transposición, deja de ser lo que parecía alucinación pasajera o ficción, para convertirse en verdadero mudamiento, más todavía, en desdoblamiento, y me hundo en la lámina, en la superficie pulida y azogada, al ver además cómo los brazos de ella ciñen ese otro cuerpo que es el mío y la boca que besa esa boca que también es la mía, dos, tres veces, y, a la postre, lo suelta, pasa frente al espejo sin siquiera mirarme, sin percatarse de mi presencia aprisionada, para entonces ir hacia la mesita moviendo las caderas a beber su primer Ballantines en las rocas, tomar el vaso, colocar adentro dos hielos, con ese ademán encantador de botarlos desde la distancia, llenarlo hasta la mitad, extenderse en el sillón, colocar una de sus piernas sobre el brazo del mueble y hacer una seña, pero sin dirigirse a mí sino a él, al instante en que empiezo a llamarlo "él", al otro, al que me encerró, que ahora, frente a frente, cercándola casi, se sirve de la botella, busca, apretándola, un espacio en el sillón y se sientan juntos, la toma del pelo y la besa al comenzar a acariciarla bajo la blusa, y yo sigo retrocediendo, hundiéndome, confundido en un mar sólido que me devora, y compruebo aterrorizado, al alcanzar a divisar el reflejo de mi espectro, que la sensación de haber perdido densidad es real, que estoy contrayéndome, mientras me llegan en pequeñas oleadas los resplandores de las velas, el murmullo de dos voces que se proponen, como yo también lo hubiera hecho, aun lo inconfesable, las risas, ese olor conocido que empieza a inundar el dormitorio, después dos sombras, porque ya no alcanzo a distinguirlos, que bailan apretadas ante mí con la música de Emmanuelle que sigue repitiéndose, y percibo que soy un fantasma difuso, informe, y luego, en ese proceso disolvente, recuerdo con desesperación a los reductores de cabezas al convertirme en una mancha, y veo que él ha desatado su bata y la toma de la cintura con el afán de acercarla aún más, este momento ambos de pie, y, dejando el licor en la mesita, ha empezado a desabotonar el jean con la mano izquierda, mientras ella ríe y se pregunta por qué esta noche él no le cuenta nada nuevo, aunque todo es intenso, cómo no lo sabré yo, tan diferente que quiere verse, así, como está, alborozada, y contemplarse renovada, feliz, después de tantos años, de tantas noches, con otra historia sin historia, quizá con la suya propia, con la de él, su marido, lo llamo así, sin objeciones, a quien abandona por segundos, quiere recomenzar al colocarse delante de mí, y se abre el pantalón, contemplo así la última estrella, se acomoda la blusa antes de cerrarlo, mantiene fuera el primer botón, toma el lápiz de labios y repasa la pintura, recoge un kleenex para secarse la frente e igualar el maquillaje, me mira, piensa que no soy más que una mancha, echa sobre mí un chorro de vaho con su boca, ¡me llega toda su humedad!, la limpia sin explicarse de dónde pudo haber salido, antes de echar el kleenex al tarro de los papeles y preguntar a su marido dónde está la cadenita de oro con la cruz que no la ve esta noche colgada de su cuello.                                                            

                                                   

(1995)