¿Cuándo publicas tu novela?

“¿CUÁNDO PUBLICAS TU NOVELA?”

Modesto Ponce Maldonado

El escritor los odia y los ama. A quienes preguntan: “¿Cuándo publicas tu novela?” “¿De qué trata?” “¿Cuál es el título?” Los odia, porque no preguntan otra cosa. Pero, si lo harían, habría que explicar lo inexplicable. Los ama porque se preocupan de él, acorralado entre una novela terminada y la edición o paridera. Los adora porque tal vez se conviertan en lectores. Y porque escribir es un acto, solitario, sí, pero abrumadoramente participativo. Y por doble vía; más aún, multidireccional. A esa soledad se refirió Paul Auster, en patética imagen, al escribir sobre el “hombre en su habitación”, donde “el mundo acaba ante esa puerta-barricada, pues la habitación no es una representación de la soledad, sino su misma sustancia”. Pero, ¿qué se haría el escritor si atrás de los muros y de las puertas no existiese un universo, un “afuera”? ¿Qué se haría si no cohabitara en el mundo? Todos somos hijos de ese “afuera” que se cola como la peste en la obra de Camus y comienza a enredarse con los recuerdos, fantasmas y delirios del autor, inclusive los inconfesados o no reconocidos.

Por supuesto que la terminación de la novela revela algunas ventajas. El escritor, por ejemplo, se alegra de no haber sido lingüista, porque, salvo excepciones como las de Gustavo Alfredo Jácome que escribió la inolvidable Por qué se fueron las garzas, da la impresión que los académicos, por sus escrúpulos y dudas, jamás terminan. Ha aprendido también que no es necesario estudiar Letras, aunque le hubiera gustado. Se satisface también en descubrir que todo aquello que ha leído sobre técnica literaria —no más de unos pocos volúmenes—, se esfuma en el acto de escribir: definiciones, tipos del discurso, consideraciones sintácticas y semánticas, escuelas morfológicas, tendencias formalistas y estructuralistas, a veces con conceptos imposibles de retener, modalidades técnicas, los diversos géneros, el sentido de los personajes, la relación entre autor y lectores, las consideraciones sobre el estilo, el punto de vista y la forma de la novela... En fin.

Y mientras el escritor tiene sobre su mesa la novela terminada, impresa, anillada y con título —que después de mil dudas, un día entra por la ventana sin ser llamado o estaba a la mano, sin ser advertido, en el mismo texto— recorre con la mirada su biblioteca y regresa, al mirar los libros que ya no caben en las estanterías, a todas tus lecturas, a los libros leídos tardíamente, a los años ocupados en las exigencias de la vida cuando esos mismos libros se vieron relegados, a los que aún no lee, los que nunca abrirá porque esa vida, avara y reticente, no le permitirá. Repasa nombres y títulos, las pastas ajadas de más de cuarenta años, la angustia renovaba, sin remedio, que causa saber que se sigue comprando más rápidamente de lo que lee. No necesita volver a repetirse cada nombre, cada época, cada título. Los conoce de memoria. Sabe dónde están colocados. Hasta conoce cuántos libros prestó y nunca recuperó.

Recuerda entonces que alguna vez quiso escribir, que lo intentó varias veces, que nunca pudo pasar de unas pocas páginas, algunos poemas malos, pequeñas historias sin importancia, una fugaz publicación en una revista, porque tal vez a los veinte años hay muy poco que contar, aunque sabe —y ahora más que nunca— que siempre fue fiel a esa amante sin piel pero con todos los cuerpos, impalpable pero con todos los universos contenidos en palabras, a esa amante que lo poseyó y se adueñó de él y que se llama simplemente Literatura.

Salta luego el escritor treinta años, cuando un día cualquiera dijo “voy a escribir”, y se pasó dos años escribiendo retazos de una novela imposible, absurda, que jamás será terminada, cuando descubrió —sin saberlo, por cierto, porque en el acto creativo las explicaciones y los motivos se entienden después, nunca antes— que necesitaba la disciplina del cuento, las exigencias del relato corto, antes de entregarse a abarcar el universo “totalizador” y “polifónico” de una novela. Fue curioso: necesitar primero cierto dominio sobre los instantes, sobre el corte de las vidas (el pedazo y no el pastel), sobre la habitación cerrada de un cuento, para más tarde tratar de enfrentarse con el desarrollo de varias vidas, de mundos paralelos, de universos complejos. Aprender de lo “menos” (acaso porque allí está el secreto de la estructura y del estilo) para ir luego hacia lo “más” (quizá porque las cosas sea exactamente al revés de lo que parecen).

El escritor se sirve un café y saca del cajón el original de la novela solamente para mirarla. Es un sábado a la tarde, llueve y no va a salir. Sabe que escribir no es un trabajo; es un oficio. Las universidades no enseñan a escribir. Nadie puede enseñar a escribir. Opiniones, exigencias, borrones y más borradores. Nada más. Recorre, a saltos de mata, nombres y lecturas. Años de su vida ondulante, con odiosas e irreparables épocas perdidas en “otras cosas”, en las indispensables, en las calamidades, en las equivocaciones. Los viejos recuerdos, a partir de los dieciocho años, de Niebla, Contrapunto, El lobo estepario. El descubrimiento de los personajes en H. James y de la sensualidad en L. Durrel. Flaubert. Hemingway. Dostoyevsky. Los relatos de Chejof y Maupassant. La aventura interminable de Proust. La imposibilidad de captar el Ulises antes de cierta madurez. Y Woolf, Faulkner, Sastre, Kafka, Mann... , obras que de joven no sabía a ciencia cierta por qué le asombraban tanto y hasta temía enfrentarse con una novela larga.... Y los sesenta y setenta —los años que jamás regresarán— con todo el embrujo de las letras latinoamericanas. Y, en el Ecuador, la generaciones de los treinta y de los sesenta, los inconformes a perpetuidad con un mundo inaceptable.

El escritor cierra los ojos y por centésima vez se hace la pregunta: “¿Cómo escribí la novela? ¿Por qué escribí justamente esta novela?” Porque, en el acto de escribir, todo parece desaparecer. Se evapora lo que siempre le ha rodeado y otro mundo viene a reemplazarlo. Se suspende el tiempo para ensayar otros tiempos y otros ritmos que nada tienen que ver con la cronología cotidiana. "El tiempo es el único elemento necesario para la definición de una novela”, recuerda haber leído. El escritor, necio, quizá no acaba de entenderlo. Porque, para colmo, tampoco tiene idea por qué escribió así y no de otra forma; por qué la novela se construyó sin presupuestos previos ni planificación. El escritor no sabe por qué escribió “esa” novela. ¿La novela se escribió sola? No exactamente. El escritor la escribió, la corrigió y la reescribió. Sangró y sudó con ella. Hizo el amor con ella innumerables veces: exigía y también era exigido. Hasta el límite. Su problema (valga la insistencia) es que no sabe por qué lo hizo así y no de otra forma. Llegó al extremo de pensar que podía ocupar una pared blanca de su casa para pintar un “mapa” de la novela ya escrita, pero su mujer, con razón, se lo impidió. El escritor hace lo contrario del arquitecto que primero planifica y después construye. En suma: sabe que hizo el camino pero nunca se preguntó qué ruta debía tomar y dónde se detendría con el punto final. Sabe igualmente que todo leído debe estar allí, en alguna forma. Sabe que también todo lo vivido, todo su ser, en definitiva, está metido allí, pero tampoco es “él”, porque nunca le interesó contar su vida. Escribe Unamuno: “Lo verdaderamente novelesco es cómo se hace una novela... y la novela de la lectura de una novela”. Cada palabra escrita conduce a otra. Se reproducen y viven para siempre. Es como si la novela, con su mundo y sus personajes, le hubiera robado su universo “real”. Y tal forma, porque desde que escribe ya no es el mismo. Ha cambiado su visión del mundo, sus actitudes, su lenguaje, sus intereses y hasta sus amistades. Es otro. Sin embargo, Thomas Pynchon, de quien nadie sabe quién es y dónde vive, dice: “No sé de dónde había sacado la idea de que la vida personal del escritor no tiene nada que ver con la ficción, cuando lo cierto (...) es casi lo contrario”. El escritor, al fin, decide no seguir preguntándose, va por otra taza de café, lo pone un poco de aguardiente y busca las Suites para chelo de Bach. Mientras lo hace considera que hasta el propio Cervantes habló de otro autor de la segunda parte de El Quijote y hasta le puso un nombre. El subconsciente es el gran escribidor. Y el instinto, claro. ¡Y el trabajo!

El escritor, al fin, comienza a pensar en le edición, la última de las torturas. En una revista cultural se decía: “Hay un tonto en cada pueblo (...) es quien se dedica a cosas que parecen inútiles (...) el tonto del pueblo son los editores (...) se ocupan de lo que los dueños del país no se ocupan”. Mientras tanto, reelerá algunos libros, entre ellos Los monederos falsos de Gide, y seguirá escribiendo la segunda novela o el segundo libro de cuentos como si nada hubiese pasado.

(Quito, septiembre 2004)