RIO DE SOMBRAS de Jorge Velasco Mackenzie

Rio de sombras de Jorge Velasco Mackenzie

La novela de una ciudad negada

Modesto Ponce Maldonado

Jorge Velasco Mackenzie (Guayaquil, 1949), buceador de lenguajes y estilos, artífice paciente y obsesivo de la palabra, nos ofrece esta novela (Alfaguara, 268 págs.), que se lee con satisfacción por el manejo del texto, pero con una sensación de vacío provocado, intencional, como si cada página se ofreciese íntegra y, a la vez, huyera de sí misma, escapara inclusive de lo que cuenta y de los personajes que crea, siempre hacia otros textos para, al fin, como un caracol, envolverse y perderse en ellos. Da la sensación que esas páginas se defienden de una realidad no aceptada y casi no nombrada, que combaten solas, que luchan, no sólo con su permanente construcción y desarrollo, sino inclusive contra los propios personajes-sombras y el entorno de una urbe casi inexistente, deliberadamente oculta. Así, por un lado está la presencia de una ciudad rechazada, que nos lleva, a través de símbolos o significados —y a través de lo no dicho también—, a una dimensión, a un universo, esa misma ciudad, que, sin ser mostrada ni contada, rodea a la obra y es sin duda sentida y percibida. Allí se mueven, como fantasmas, los personajes, empujados por el mismo sino de escondite y fuga, con sus propios mundos, sus exclusivos referentes y laberintos, para levantar las historias de sus existencias fragmentadas, inestables, marcadas por lo inexorable. No obstante, sobre esa relación tormentosa, ambigua, irremediable entre ciudad y personajes, se levanta la estructura y el desarrollo de un lenguaje que casi parece no importarle lo que cuenta o trata de decir, de un texto que se basta a sí mismo y que comienza y concluye para volver a recomenzar.

La ciudad

La ciudad —llamada “la ciudad de las tierras del Sur— casi no aparece como tal y es no reconocida y condenada: “Yo quiero morir en mi ciudad (...) que cada día levanta un piso más hacia el cielo, como un nuevo escalón hacia dios, una pared de vidrio para separar el aire que deben respirar los pobres del que respiran los ricos”. El personaje principal, Basilio, “después de bajar al muelle se encaminó hacia el corazón enfermo de la ciudad, ahora recorre una de sus arterias, atestada de anuncios y luces amarillas”. Se dice también: “Nadie es nunca la ciudad (...), ni siquiera las calles, ni los monumentos, la ciudad es el tiempo que tardamos en vivirla; el tiempo de las palabras que podemos inventarla”. O se lee: “¿Cómo alguien, conociendo que una vieja urbe va a morir, puede caminar libremente en ella? (...) Las ciudades son como la mente del hombre, un lugar donde uno siempre está perdido (...) Aquí se dice que el aire de la ciudad es malo como su río: mancha y traiciona; ahoga y envenena (...) Si va hacia el Sur, es pobre, busca los reinos de Juan X (...) si es al Norte, enriquece, estafa o roba; el Oeste, se envicia o se divierte jugando al fútbol; pero su sopla hacia el Este se fuga, huye a las altas montañas”. Si en El rincón de los justos Velasco Mackenzie escogió un barrio, llamado Matavilela en la novela, y un bar cuyo nombre da título a la obra, en Río de sombras el autor envuelve en brumas a la ciudad: “Él se quedó pensando si toda la historia de la ciudad era verdad”.

En gran medida, la novela y sus personajes se explican por el sentido que Velasco Mackencie da a su propia urbe. El personaje Basilio, “el hombre solitario, está viviendo en un puerto que fallece. ¿Falleció ya otras veces? ¿Cuándo la ciudad fue atacada por el fuego y la espada?”. Varias veces destruida por las armas de filibusteros y por incendios, la ciudad es explicada únicamente a base de sus símbolos, cuando constantemente se refiere la novela a monumentos, estatuas de próceres, lugares emblemáticos, referentes insustituibles de la ciudad, como ciertas edificaciones, barrios tradicionales como Las Peñas donde Basilio vivió de pequeño, parques como El Centenario que “siempre tendrá cien años, así pasen cien siglos”, o el Seminario con sus iguanas, “el Dios de la ciudad, sentado en su trono, mirando al río (que) sostiene en una mano, el pergamino del acta de fundación, y (...) en la otra la pluma de ave (... el dios de bronce (...), el gran caballo del libertador que no suelta su relincho de bronce (...) perdido en una vía que tiene el nombre del centro del mundo (...)”, el malecón y su reloj, el monumento a Bolívar y San Martín, el Palacio Municipal, “la estatua de mármol, levantada en aquel pequeño parque de la ciudad, la figura voluptuosa de la mujer desnuda y el fauno observándola desde atrás, sonriendo con su risa de sátiro”, el Cementerio donde están los “lujosos sepulcros, adornados con escudos familiares, bustos, estatuas de ángeles y dioses (...); allí yace el poder hecho polvo de huesos (...). Atrás, un cerro se adorna con cruces clavadas en la tierra (...) son las tumbas de los pobres más pobres, de aquellos que entraron primero a las puertas de la nueva vida, en ataúdes de cartón o madera pintada”, y, sobre todo, la referencia constante, intencionalmente reiterativa a los Guasmos, las tierras de don Juan X. Sarcos (o Marcos, todos los sabemos) que tal vez explique mucho sobre la ciudad, sin necesidad de mayores explicaciones. Porque la ciudad negada es, también, la no nombrada, no explicada, o explicada sin palabras a partir de símbolos, referencias, menciones de pasada. Allí aparecen inclusive los billetes con la efigie “del indio enfurecido” (Rumiñahui) o “la cara afilada del mariscal que sonríe siempre (Sucre), o el escudo nacional con su bandera tricolor, o el fútbol, o los barrios del Norte donde viven las gentes que se enriquecen y roban, o el Mercado del Sur “construido por los discípulos de Eiffel“, o la representación de la “justicia, esa vieja puta de allá detrás, la que usa casco militar y levanta la espada”, o los nombres de los próceres grabados en bajorrelieves. Sin duda, el autor nos está contando otra historia sin contarla, otra historia, como de otras ciudades nuestras, como de nuestro país común, si se quiere, que la literatura las tiene olvidadas. Esperamos que el autor la retome algún día, para que las ciudades no sean, “como la mente del hombre, un lugar donde uno siempre está perdido”.

La ciudad varias veces incendiada, se proyecta en Basilio, hijo de bombero, que la mira siempre como algo que puede acabarse, hasta tal punto que escribió de pequeño, en la escuela, la historia de una inmensa gota de agua o soñó que “una gran marea cubría con olas grandes el malecón, poco a poco, las plazas y todo el centro comercial”, acaso para inundar la ciudad y protegerla de los incendios, o tal vez para destruirla nuevamente. De ese modo, el río adquiere otra dimensión, pues es lo único que podrá salvarse, a pesar de ser un “río de sombras” y llevar “las cruces sobre el agua” de la inolvidable novela a la que, sin mencionarla, se refiere también el autor. Acaso el río se salve porque siempre está pasando. Las ciudades están allí: no pasan, sino crecen. Las sombras —y este término es usado en todos los sentidos posibles— invadirán la ciudad y la sombra de la muerte terminará igualmente con los personajes. No en vano se nombra a Onetti y se sugiere a Rulfo.

Los personajes

¿Pueden ser llamados personajes los despojos de esa ciudad no aceptada y sospechosa? Cada personaje no vive sino para morir, a la espera, si no está muerto en vida. Basilio, expatriado de su propio lugar, que recogía larvas dentro de los manglares en la isla Puná, es “un desaparecido que regresa a la última ciudad de la Tierra para morir”. No tiene más que unas monedas para una noche en la última de las pensiones, donde busca “una habitación para vivir sus últimas horas, esperar que venga la sombra y morir”, y un reloj que fue de su padre Federico y que ya no marca el tiempo, porque ya ningún tiempo es posible, listo para ser prendado en la casa de empeños, como tantas veces lo había hecho su padre. Busca a Morán, gran bebedor de aguardiente, el escribiente que se quedó ciego y a Albarrosa, la hijastra que le acompaña. Basilio deambula hasta y desde la casa de empeños. En el trayecto recuerda algunas cosas, como la muerte de su padre por suicidio, visita o reconoce lugares, sitios de comida, mercados, esquinas, edificios, comercios, en fin, el olor de una ciudad en movimiento. No obstante, todo es lejano, distante. Morán había viajado a la isla, a pedido de Lavinia, mujer del larvero Basilio, para que lo buscara, pero no lo encontró. ¿Cómo puede explicarse un ciego que busca a un hombre perdido? No obstante, dentro de la concepción de la obra, tiene mucha lógica. Las mujeres que aparecen, desde la Olvido de la pensión, se entregan y nada más. Se entrega ella a Basilio. En la misma pensión, se entrega Carmela. Las mujeres que Basilio encuentra en el manglar igualmente se ofrecen: Marina es, a la vez, madre e hija, Genoveva, Iris, Serena... La misma Lavinia se entrega a Morán cuando le pide buscar a su marido, del cual no sabía ni siquiera su apellido: “para mí, era un ser sin cuerpo y sin voz”, a quien quería matar. Y el mismo Morán ofrece a Basilio a su hijastra Albarrosa. Aparecen otros seres, conocidos o amigos de Basilio o Morán: Hugo, el duende de Lalot, Willy, el pez que fuma, el gordo K., Rosendo Sellán... Inclusive personajes que están o deben estar muertos como los nombrados Hugo y Lalot, o mujeres que regresan de la muerte... Para el lector existen dificultades, al parecer insalvables, no para identificarlos, para poder aprehender a los personajes, que no son asumidos como tampoco lo es la ciudad. Ciudad sombra. Personajes sombras. Personajes fantasmas. De todos modos, hay una presencia ineludible, inobjetable: es la muerte. La muerte como personaje dominante. Por eso todo es pasajero, asunto del momento, como si todo lo que sucede no sea sino el relámpago de un instante que desaparece al momento de producirse, como los clímax en el amor. Por eso Basilio piensa: “¿El amor? ¿Habrá un pedazo de paz para el amor?: Hotel Dos Corazones”. El mismo Basilio es narrado de un día para otro. ¿El último día? Todos los personajes están irremediablemente perdidos. ”Hasta cuando te mueres sigues perdido en la sombra de la gran ciudad”. “La muerte es lo que vemos despiertos, y lo que vemos dormidos es solamente sueño”.

Basilio y Morán son, sin duda, los personajes dominantes. Basilio siempre quiso escribir, pero no pudo y siempre fracasó. Morán fue escribiente y en su habitación había muchos libros, como El Quijote y el conocido diccionario ideológico de Casares. Morán también quiso escribir, no hay duda, hasta el punto que él mismo le dice a Basilio: “Yo también siempre quise escribir, pero no como usted, escribir para vivir, no para inventar. Espere, no me explico bien: ser dueño de una historia que si usted no la cuenta, se muere...” Pero Morán era ciego, pero siempre “hablaba de la luz”, y era Albarrosa quien “le dictaba”.

El texto

La novela está dividida en tres partes. La primera y la tercera las cuenta un narrador que no aparece y que jamás interviene. La segunda parte es narrada por Morán, el ciego, a quien acompaña Albarrosa. Río de sombras es, sobre todo, un texto, un texto que busca bastarse y explicarse a sí mismo. La obra se cierra en sí, pone distancias, en el sentido de que Guayaquil, donde suceden los hechos, está señalada con los referentes indispensables, nada más. La obra también se niega a desarrollar personajes, todos irremediablemente marcados, vencidos. Seres que ya casi nada tienen que hacer; únicamente esperar el fin.

Las claves del texto comienzan a ser presentadas por Velasco Mackenzie a partir de la página 14, cuando el narrador dice que contará la vida de Basilio “porque de ello depende mi propia vida”. Y, en la página 30, que relata cómo Basilio recupera su “Biblia negra”, lanzada a mitad de la calle, mientras grita: “¡La palabra, la palabra!” En el capítulo DOS, narrado por Morán, se escribe en la página 119: ¡“Lo que me pides es buscar a Basilio en mi memoria para que yo desaparezca!”, a lo cual la mujer con quien hablaba Morán le responde: “No es verdad (...) para que los dos vivan, el uno inventado al otro”. “¿Cómo podré salir de mi propia historia?”, pregunta Morán en la página 33. Y, más adelante, en la página 161, nuevamente el mismo personaje: “Al acercarme al rincón donde dormía, pude ver con espanto mi propia caligrafía llenando aquellos folios que nunca quise tocar, iluminados por un cono de luz amarilla que se filtraba por el techo oscuro del manglar. ¿Cuándo escribí sobre ellos? ¿Fui engendrado por mis propias palabras?” “La letra mata pero también revive” se escribe más adelante. Es el propio texto el que hace aparecer y desaparecer a los personajes. Y en el último párrafo de la novela: “Como si el papel ardiera en sus manos (se refiere a Basilio) lo deja caer, se arrodilla después en la arena y lee febrilmente otras páginas, retorna al principio, abre mucho los ojos, balbucea frases, sigue asombrado al reconocerse en esa caligrafía perfecta y enceguecida, despacio se incorpora y dice para el viento: ‘¿A quién le contaré todo esto si no me lo van a creer?’ ‘A nadie’, se responde él mismo, ‘pero no importa, se lo contaré a mis palabras”.

Sin embargo, el enigma no se resuelve: Basilio nunca pudo escribir, aunque lo intentó, y Morán es ciego. Tanto Basilio como Morán se sorprenden de encontrar los textos e inclusive de descubrirse en ellos. Las últimas palabras del capítulo UNO tienen la explicación: “Albarrosa le entregó un fajo de hojas escritas (a Morán). Él las acercó a sus pupilas muertas y comenzó a hablar, fingía estar leyendo y esa noche, más que nunca, esa escritura simulaba ser cierta”. Fue Albarrosa quien contó y escribió la historia que relata Río de sombras. Así, Albarrosa sería, inclusive, el único personaje “real” dentro de la ficción novelesca, mientras los demás serían personajes-sombras creados por la misma Albarrosa.. Hasta pudiera preguntarse si en realidad existieron —dentro de la novela por cierto— todos esos personajes; acaso solamente fueron dentro de la mente de Albarrosa. Más todavía, podría pensarse que Basilio y Morán nacen desde el fondo de varias páginas en blanco, esperan que la novela se escriba y, más tarde, leen el texto “desde adentro” y, al leerlo, se encuentran a sí mismos en la correntada del río de sombras, “sobre las sombras del río / río al ver la sombra / sobre el río que asombra / a la misma sombra / cayendo sobre el río”. La frecuente referencia a mujeres que paren también es significativa: están dando a luz a los personajes dentro del texto, como en el caso de Carmela y Marina. Y es Albarrosa, una mujer, la paridora de la novela.

Velasco Manckenzie, con total intención, se margina de su propia novela, como margina a la ciudad y a una posible construcción de vida de cada uno de los personajes. Mientras la novela fue concebida y escrita, en la soledad de una lucha que debió haber sido muy intensa y prolongada, el autor levantó un universo textual. A lo largo de la novela, ese texto puja por una existencia propia, excluyente, creándose siempre a sí mismo, mirándose en su propio espejo para multiplicarse.

Lucha desigual, sin duda, lucha de sudores y sangre, de noches prolongadas y vigilias, de amaneceres desafiantes, por una parte de un autor que se enamoró con todo su ser de la estructura, del texto, del universo de la palabra, y por otra de una ciudad y de los personajes que pugnaban por entrar, por ser contados, por dejar de ser sombras de sombras. De allí se deriva cierta modorra, un ambiente de tono repetitivo, pues se carece del patetismo que las situaciones vividas por los personajes “de carne y hueso”, como pueden ser llamados inclusive los seres de la ficción, pueden ofrecer. Un escritor debe crear a “gente viva” escribió Hemingway.

Por otra parte, en un mundo y seremos más explícito, en una nación que ha cambiado radicalmente, no en el último medio siglo, sino en apenas veinte años, ¿por qué, pregunto, nos negamos a contarnos? ¿O es que no nos atrevemos a hacerlo? ¿O simplemente no nos interesa por que tal vez no hay nada que merezca ser narrado? Quizás por este motivo, y considerando que el tiempo es el elemento vital, insustituible de la novela —tanto el tiempo-tiempo como el tiempo psicológico o emocional—, el autor lo mutila al máximo, apenas a las veinticuatro horas de la vida de Basilio, o apenas al tiempo en que el lector ocupa en leer el texto. Se ha sostenido que la novela puede ser también un reflejo de la realidad, de la vida, tal como lo ve el autor; una visión del mundo según los ojos del creador. Desde este punto de vista es válido, perfectamente válido, que Velasco Makencie se niegue a contar la ciudad, pero hubiera sido un experimento apasionante que, dentro de ese entorno de sombras, los personajes sean verdaderos personajes, más aún personas reales. El dramatismo de sus vidas habría cobrado —no es más ni menos que una opinión— profundas y sólidas dimensiones. “La técnica formal es sólo un instrumento de algo más profundo” (1). Y parte de esa profundidad se encuentra en los personajes “redondos”, en los personajes que llegan a conmover, y en la trama que los envuelve y relaciona. Sabido es que la persona del autor se esconde detrás de cada personaje o que éstos nacen de sus experiencias; en ese sentido, el autor usa “máscaras” para esconderse, y el mismo término “mascara” significa además “persona”. Esto confirma una vez más la intención del autor de esconderse y replegarse, y hasta podría decirse, jugando un poco con los conceptos, que Río de sombras es un libro porque alguien debe haberlo escrito y otro lo editó, y pensamos que esto posiblemente agrade a Jorge Velasco. Él así lo ha querido. Albarrosa es quien ha tomado la posición del autor y escribe por él. ¿Pero, quién es Albarrosa? Quizá pueda ser aplicarse en este caso la idea del “autor implícito”, es decir aquel “reconstruido por el lector a partir de la narración” y que, “a diferencia del narrador (...) no puede contarnos nada” (2). Hasta podríamos ir más allá al expresar que, inclusive el lector, después de sumergirse en el texto, del cual no puede negarse que atrapa y embruja, también sucumbe y, después de leída la última página, desaparece igualmente en el río de sombras.

1) Andrés Amoros, Introducción a la novela contemporánea.

2) Seymour Chatman (comentando a W. Booth), La comunicación narrativa.

(Quito, marzo de 2004)