Novela viva (Rev. Eskeletra)

PRESENTACIÓN DE LAS TRES PRIMERAS OBRAS DE LA COLECCIÓN “NOVELA VIVA”

Modesto Ponce Maldonado

En cuanto Editorial Eskeletra me pidió que comentara la presentación de las tres primeras obras de la colección “Novela Viva”, espontáneamente las tomé de la estantería. Dos ediciones de Entre Marx y una mujer desnuda, de Jorge Enrique Adoum: la primera de Siglo Veintiuno editores (México) de 1976 y otra de Editorial El Conejo de la colección “Grandes novelas ecuatorianas” de l983. De esta misma serie, la edición número tres de Polvo y Ceniza de Eliécer Cárdenas. Finalmente, la primera de Sueño de Lobos de Abdón Ubidia de 1986. Volvió la sensación de tocar los libros guardados por años, acariciarlos y abrirlos, comprobar que han comenzado a envejecer; sentir sobre todo ese aire de nostalgia, esa saudade. Y junto a estas ediciones pasadas, las nuevas, que huelen distinto, bien presentadas y diseñadas, listas para reiniciar otros peregrinajes y comenzar a envejecer en las repisas de otros lectores. Añoranza, sí, entreverada con rebeldía, porque nosotros algún día terminaremos y los libros, y estas tres novelas por cierto, seguirán su camino, y no serán parte de bibliotecas convertidas en “escuadras de libros que marchan hacia el olvido...” , como temía Ernesto Terán en El cojo Navarrete,

Y después vino una segunda reacción, ya no espontánea, sino de temores y dudas. ¿Cómo presentar lo presentado?; ¿cómo contar lo contado?; ¿cómo referirme a lo tantas veces referido, por críticos, estudiosos y especialistas, sobre estas tres novelas claves de la literatura ecuatoriana de los últimos treinta años? Pensé entonces en aquello que repite el habla cotidiana acerca de llover sobre mojado. Incluyendo éstas, Entre Marx lleva 12 ediciones; Polvo y Ceniza 13 y Sueño de Lobos 8 .

A partir del ya lejano Ecuador Amargo de 1949, Adoum es autor de más de una veintena de obras, que incluyen sobre todo poemas, teatro, ensayos, traducciones, antologías. El poemario Dios trajo la sombra, parte de Los cuadernos de la tierra, fue Premio Casa de las Américas en 1959. Ha escrito dos novelas, ésta, que obtuvo el Premio Javier Villaurrutia, México, en 1976, con seis ediciones de Siglo Veintiuno editores, cuatro ediciones más de la Editorial El Conejo y una en Bogotá de La Oveja Negra, traducida también al francés en 1985, y que tiene uno de los títulos más inteligentes que he conocido; y Ciudad sin ángel, una inversión muy sugerente del “ciudad con ángel”, como llamó a Quito uno de los tantos extranjeros que la han elogiado. Los poetas juegan con las palabras y los significados y juegan a la vez con los dioses, más allá del resto de los mortales y aun de los otros escribidores. Últimamente Adoum publicó Memorias Imaginarias, un libro con cinco relatos, de los cuales tengo especial predilección por los dos últimos, Mademoiselle Bovary, y el que toma el título de una de las más bellas obras de Bach para orquesta de cámara: la suite número 2 en si menor. Su Ecuador, señas particulares, que lleva algunas ediciones de la misma Eskeletra, una especie de manual del perfecto ecuatoriano, debería ser texto obligado en colegios y universidades. Pero Jorge Enrique Adoum es, sobre todo, poeta, y de los mayores, incluyendo también a los que ya no están.

Un excelente trabajo sobre Entre Marx y una mujer desnuda ha realizado Laura Hidalgo en su obra Un lenguaje desnudo. Las múltiples lecturas a que invita comienzan, por lo menos fue mi experiencia, con un naufragio en la poesía del texto, pero tienen ahora una conductora precisa en Laura, que analiza los diversos niveles narrativos, el contrapunto entre la realidad de la ficción y la ficción que nos presenta esa misma realidad, el proceso poético de la novela, sus recursos técnicos, los personajes. Texto con personajes también la llama su autor. “Texto” quiere decir cómo el autor escribe, su estilo, su forma, cómo es y qué piensa, si se quiere. “Todo tiene su forma, si se busca. No es posible escapar a la forma”, dice Salman Rushdie en Los hijos de la medianoche. “Personajes”, en cambio, que “desperzonalizan” al escritor que da paso a sus creaciones, las cuales hacen en definitiva la novela. Tal vez en todas las novelas todo es forma más personajes más mundo representado. De allí nace la obra como lenguaje, como estructura, como universo. Antonio Sacoto la considera como “el intento más ambicioso de novela que se haya escrito en el Ecuador”, y Diego Araujo lo ha calificado como “lúcida y estremecedora (...) La clave de la construcción de esta novela y de la creación del personaje está en el desdoblamiento, la entrega o el resbalamiento” del yo del autor, del yo narrador hacia el personaje narrado, a través de los distintos niveles.

Sacoto habla también de dos “vertientes”: el “mundo como anillo sociológico del devenir literario” y la “tremenda angustia del escritor frente” a los temas. La crítica ha situado a la obra de Adoum entre las “novelas totales”, para usar un término muy vargasllosano, aunque la novela como “versión de la vida” de la que habla Henry James, como expresión “polifónica”, según Bajtin, o como un compuesto “complejo”, para usar una idea de Kundera pueden, en alguna forma, asimilarse. Wilfrido Corral tiene un ensayo sobre la “novela total” del siglo XX y cita a Entre Marx y una mujer desnuda.

En las 13 ediciones de Polvo y Ceniza, cuyas dos primeras publicaciones se hicieron en Cuenca en 1979 y 1983, se incluyen la de Oveja Negra de 1983 y la cubana de Editorial Huracán de 1985. Fue Premio Nacional Casa de la Cultura Ecuatoriana en 1978. Está traducida al inglés, francés y alemán. Eliécer Cárdenas, a partir de 1971, ha publicado Háblanos Bolívar, editada por el Círculo de Lectores (Colombia) en 1984, y que fue finalista en 1986 en el Premio Rómulo Gallegos; Las humanas certezas, de Planeta, Ecuador, en 1989; Diario de un idólatra, de Planeta-Ecuador en 1990; Que te perdone el viento, en 1993, premiada en la Bienal de Novela Ecuatoriana; Una silla para Dios, que fue premiada en el Concurso de Novela del diario El Universo en 1996. Tengo frescas aún las impresiones de las historias que se cruzan con 500 años de distancia con el fondo del complejo de Ingapirca en Diario de un idólatra, y la oposición de dos personajes grandes de nuestra historia, Alfaro y González Suárez en Que te perdone el viento. Ha escrito obras de teatro, una de las cuales, Morir en Vilcabamba, fue Premio “Aurelio Espinosa Pólit en 1991. Entre sus cuentos, resaltan Siempre se mira al cielo y La incompleta hermosura, entre los que tengo predilección por Cabecitas cortadas de jilguero y Las culpas ajenas. En 1983 fue jurado del Premio Casa de las Américas.

A diferencia de la mayoría de las novelas de las últimas décadas, que se sitúan dentro de lo urbano, Polvo y ceniza, como muchas de las obras de la generación de los 30, prefirió las zonas rurales, —y aquí cómo no evocar también la maravillosa El éxodo de Yangana de Rojas, ese “canto al hombre” como fue definida por Rodríguez Castelo—. Me queda todavía el sabor épico del texto de Cárdenas, con su lenguaje envolvente y arrollador, y la presencia del mítico bandido Naún Briones, convertido en ser de carne y hueso, “carne de cada uno de nosotros”, como decía la contratapa de la edición de 1983. Julio Pazos ha resaltado en ella los “contextos culturales ecuatorianos”. Sacoto, ya mencionado, relaciona esta obra con Huasipungo, publicada medio siglo antes, debido al contenido de denuncia que encierra al “conservar, sin adulterar, el mito y la leyenda de un héroe de pueblo”, y reconoce el dominio del lenguaje, el sentido poético del texto y la constante referencia al habla popular. Jorge Dávila Vásquez piensa que Polvo y Ceniza, inclusive desde su título, “es el testimonio insoslayable de un gran escritor de hoy”, en torno a un problema de siempre (...):”la conciencia de lo perecedero, de la fugacidad del hombre en su paso por el mundo”, y advierte que “una lectura atenta nos pone ante una constante del estilo (...) como si una desolada melodía recorriera el texto entero”. Miguel Donoso Pareja resalta la revalorización de un personaje, la pintura de sus angustias y luchas dentro de un mundo marginado y su identificación con el lector. Para Miguel Polvo y ceniza está escrita “por y para la memoria colectiva”.

Sueño de lobos, que en esta edición incluye un estudio de María Dolores Jaramillo de la Universidad Nacional de Colombia y algunos comentarios de la traducción al inglés, mereció el premio Nacional de Literatura en 1986 y fue declarado el mejor libro del año. Abdón Ubidia ha efectuado trabajos en el campo de la literatura oral. Pueden mencionarse El cuento popular (1977) y La poesía popular (1982).Dirigió la revista Palabra suelta. Su libro de cuentos Bajo el mismo extraño cielo (Bogotá, Círculo de Lectores, 1979, tuvo también el Premio Nacional de Literatura. Otras obras de relatos cortos son Divertinventos, Editorial Grijalvo, 1989, y El palacio de los espejos, Editorial El Conejo, 1996. Su novela corta Ciudad de invierno ha alcanzado 16 ediciones, novela urbana sobre esta nuestra ciudad que constituye un referente insustituible de la capital y que hace compañía de privilegio a otras autores que han narrado a nuestra ciudad como Palacio, Ycaza, Humberto Salvador y tantos otros. Son cuentos de antología, que los he releído más de una vez, La piedad, Tren nocturno, La guillete, La fuga, De la genética y sus logros. Referentes, un libro de ensayos del mismo Ubidia, publicado hace poco, me impresionó hondamente, en esta época, según dice la contratapa, de “veladuras dirigidas y misterios elegantes”.

Para Diego Araujo Sueño de lobos “es la gran novela de los años 80”, tanto por el vigor de sus personajes y un ambiente que lleva al lector a “aprehender los cambios en el gozne de los tiempos de dos formas de conciencia colectiva”. Ubidia, buen conocedor del alma humana, es un gran creador de personajes, y no importa que en esta novela esos personajes, aulladores solitarios en la noche, nunca cumplan sus delirios. El autor a la vez siente y sufre como pocos el asedio del entorno, de la mentira. El ecuatorianista Michael Handelsman encuentra en la novela de Ubidia uno de los textos más destacados de esa sucesión de desengaños y frustraciones iniciados en la década de los setenta. El autor, igual como en Ciudad de invierno, retoma a Quito en la obra y la vuelve a recorrer y a rastrear.

Volví entonces a tomar los libros. Porque, al fin y al cabo, vivimos de ellos como el bebedor vive de su botella y el banquero del dinero de los demás; los compramos y los preferimos; los amamos sobre todas las cosas. Y confieso que me sentí solamente lector, no crítico, que no lo soy. Confieso también que me sentí amigo, como en efecto soy, de estos tres autores: de Abdón, que compartió mis primeros textos de escritor tardío; de Eliécer, que tuvo la generosidad de presentar la primera edición de mis cuentos en Cuenca; de Jorge Enrique, que me ha alentado y me ha exigido que continúe. De los tres porque me he alimentado de sus obras y de sus visiones, pesadillas y pasiones. En algún momento puse los libros sobre mi mesa.... Marx, sí, me dije, porque cada uno somos en realidad todos y el barbudo, pese a todo, aún se mantiene vivo; mujer desnuda porque somos también únicos e indelegables y porque únicamente en el amor somos realmente nosotros mismos, y es el amor, en todas sus expresiones, lo que nos permite mantenernos vivos. Polvo y ceniza, tal vez porque el mismo autor escribió, en el último capítulo de la novela, “en lo imbécilmente solo que puede quedarse un hombre cuando quiere salvar el cuerpo del polvo y de la ceniza”, de la muerte en suma, una vez que la vida ha sido perdida o negada. Sueño de lobos, sí, porque, como escribe Saramago en Memorial del convento, “un hombre necesita hacer provisión de sueños”; lobos, porque soñamos y gritamos en la oscuridad y en soledad, porque las utopías, que son sueños ante el sol y el viento, están desapareciendo. García Márquez, en el discurso de aceptación del Nobel, dijo que “ los inventores de fábulas que todo lo creemos, nos sentimos con el derecho de creer que todavía no es demasiado tarde para emprender la creación de la utopía contraria”. Al plantearnos otros mundo, la literatura nos ayuda a comprender nuestra realidad. Y eso es bastante. Si nos analizamos bien somos más un conjunto de sueños que una suma de realidades.

Tuve la impresión, antes de regresar los libros a su lugar, que algo más hacía falta. Entre las angustias reflejadas en la novela de Adoum, se escribe “que el libro entero no sirve para nada como no sea —igual que la cópula— para sentir después una deliciosa y fugaz sensación de vacío”. Es verdad que los libros no cambiarán el mundo y que la única obligación del escritor es esa: escribir y nada más. Los escritores jamás verán un balance de situación como lo hacen los gerentes, ni suman los votos que los incautos depositan en las urnas, ni son creadores de riqueza, como se ufanan los grupos empresariales. Los escritores tampoco verán su imagen en primera página, como sucede con la del Bolillo o con la del siempre sonriente y satisfecho señor Presidente. Porque por el mismo acto de escribir, día a día, una línea tras otra, el verdadero creador nunca sigue la corriente. “Porque las palabras son para los otros —escribe Ubidia—. Para uno mismo no sirven. Para uno mismo está el silencio. Y los pensamientos sin voz”. Porque estos tres creadores han escrito aquí, donde nacimos y estamos anclados. Y a los tres les une la insatisfacción, como los une la necesidad de la utopía. “Pobre nación que se bastaba de sus atardeceres opulentos”, se lamenta Eliécer en Que te perdone el viento. Sábato, en Antes del fin, publicada hace no mucho, dice que “el escritor debe ser un testigo insobornable de su tiempo (...), un francotirador solitario”. Sábato está viejo y alguna mañana, igual como sucedió con Jorge Amado, nos enteraremos con inmensa pena que ha muerto, como se nos fue hace poco Nelson Estupiñán Bass.

Deseo resaltar que los tres escribieron pensando en “los de abajo”. Sin embargo, y sigo con Sábato, los de abajo ya no están ni siquiera allí; ahora están simplemente “afuera”, en “un mundo (globalizado) que vive de la perversidad”, en un mundo en que el 20% controla el 80% de las rentas del planeta y el desastre ambiental es inevitable, en un país dominado por depredadores, donde el 80% son pobres, los candidatos a presidentes no nos dicen nada, o nos dicen muy poco, hasta el punto que debemos votar quizás por Mafalda en las próximas elecciones. El rector de una lujosa universidad privada, en un diario capitalino recomendó a los pobres que emigren para los que se quedan puedan ser “libres y ricos”, condenó la solidaridad humana como propia del subdesarrollo y sostuvo que solamente los curas ignorantes creen que los ricos no entrarán al reino de los cielos. Felizmente pude digerir el atrancón: estaba leyendo en esos días Dios, entre otros inconvenientes, un libro de lúcidos ensayos de Xavier Rubert de Ventos que nos ayuda a comprender el mundo de hoy y su tendencia al pensamiento único, a una única verdad, a un sistema exclusivo, basado en el mercado y en la imposición del más fuerte, y que puede destruir los recursos y las economías de las naciones pobres, inclusive las particularidades culturales de los pueblos.

Pero volvamos a la literatura. Antonio Tabuchi, el autor de Sostiene Pereira, ha opinado que, a partir de los sesenta, el descubrimiento de la literatura latinoamericana, “fue una bocanada de oxigeno, una inyección de confianza”. Parte de esa literatura también es la nuestra. Pero también recordó que “la condición de artista, aunque por una parte sea una condición de los dioses, por otra supone una suerte de maldición que obliga a quien la posee a soportar el terrible peso de la infelicidad del mundo sobre los hombros”. Eso les ha ocurrido a Abdón, a Eliécer y a Jorge Enrique, como también a los que no dejan de escribir en Cuenca, en Guayaquil, en Quito, y que no los nombro para evitar omisiones. ¿Es ese peso, a veces insoportable —pregunto— que explica que en los últimos años se sienta una especie de vacío, no total por cierto, de novelas? ¿Es la desilución, la angustia, las que nos han arrebatado, no los temas, sino el lenguaje y tal vez la esperanza? Luis Aguilar, en su discurso de ingreso a la Academia de la Lengua, dijo que “no tenemos qué decir justamente porque hay demasiado que decir”. Entiendo que algunos escritores nuestros mantienen novelas en la sala de espera. Sabemos quienes se han llevado, y seguirán llevándose, el país al peso. ¿Se han llevado también nuestra alma, nuestras mentes, nuestras manos? Acaso no seamos en el fondo sino seres desesperados, no por haber perdido la memoria, sino la esperanza y hasta las ganas, hijos de un país que parece no existir, salvo la selección de fútbol ahora, lo que nos donó la generosa naturaleza y, muy en el fondo, la potencialidad de un pueblo paciente y generoso que se manifiesta, por ejemplo, en muchas organizaciones comunitarias. Acaso no seamos sino los hijos desconcertados de un país derrotado; de un país de desencantos, desencuentros y devastaciones, como pensaron Raúl Pérez, Fernando Tinajero y Alejandro Moreano a través de los títulos de sus novelas Allí están, valga otro ejemplo, los señores militares tratando de meternos un Libro Blanco y exigiendo más presupuesto. ¿Por qué no nos hablarán de un “libro negro”, que cuente la historia de más de sesenta años de espejismos, que descoyuntaron al país a causa de un problema territorial que nunca existió? En el año 1936, según se puede ver en la obra del doctor Arroyo del Río, sepultada en una caja fuerte por décadas, nuestros vecinos estaban en un 85% en la actual línea de frontera. Las versiones reales, que pueden escucharse de labios de diplomáticos ya retirados, son totalmente diversas a las oficiales. Solamente señalo que el Ecuador nunca fue precisamente inocente... Hace poco el actual ministro de Defensa declaró que ningún tratado es inamovible... Recuerdo un grafitti : “Ánimo Ecuador: vendrán días peores”.

En alguna de las páginas de Ciudad sin ángel, AnaCarla, el personaje de Adoum, dice: “...siempre hemos estado fuera de la historia (...) cuando más en la periferia (...) aquí no pasa nada...” Carlos Fuentes, en La nueva novela hispanoamericana, ese libro pequeño y sustancioso, señala que “inventar un lenguaje es decir todo lo que la historia ha callado”.

Mis felicitaciones a Editorial Eskeletra por esta nueva y estimulante iniciativa. Mi reconocimiento a Ramiro Arias y Azucena Rosero, buenos y queridos amigos. Trabajan por la literatura, por cada uno de nosotros, por el país. Gracias.

Quito, 30 de mayo de 2002