Cap. 9

¿Importa, ahora, que su nombre —kitu— signifique “paloma torcaz” o “tórtola” en el quichua que perdura entre las pajas y el viento helado de los páramos, o junto a lejanos e inhóspitos lagos de cristal desprendidos de un firmamento fragmentado, y, sobre todo, en el lenguaje —maravillosamente concebido para inducir a lo inmaterial y a lo trascendente— de aquellos que mucho esperaron y que hoy caminan hacia un mundo diferente? Si su nombre se hubiera quichuizado la ciudad debía llamarse Quitu, pues el quichua ecuatoriano carece de la letra “o”. ¿O con kitu o kito quiso decirse “noble capital”, en un dialecto polinesio traído por navegantes que pudieron haber llegado con las corrientes marinas del Pacífico, antes de que lo hicieran los continentales? ¿O Kiti, del mismo quichua, que quiere decir “comarca o región”? ¿O que, en la grandiosa simplicidad de la antigua cosmovisión, Quitumbe quiera decir “ombligo del mundo” y, además, sea el nombre del mítico colonizador venido de la costa, hijo de Tumbes o Tumba? ¿O “tierra poblada” —qui-to— en lengua cayapa? ¿O quitotl —“país de los colibríes”—, según la pudieron haber llamado las tribus de la Amazonía? ¿O “hacer tierra” —qui-toa— en lengua colorada? ¿O de qui-to —“tierra de la mitad” o “aglomerarse la gente en la mitad”—, según los lenguajes tribales chachi y chafiki? ¿O proviene de quipu?: en 1590, en la Historia General del Perú se escribe que quizás el origen está en el misterioso lenguaje de los cordeles anudados que fueron puestos al fuego por los colonizadores como cosas del diablo. ¿O que bien pudo llamarse San Francisco a secas, a causa de la fundación española, en vez de su denominación oficial de San Francisco de Quito? Sin embargo, lo más probable es que éste haya sido —nada más y nada menos— que el “apelativo de algún señor local”, de un cacique preincaico, puesto que el mismo indio Garcilaso hace referencia al antroponónimo Quitu.

No faltaron quienes, buscando en sus memorias inciertas, sostuvieron que su nombre viene de un dialecto maya —kih y toh— o “sol derecho o vertical”. Ni tampoco quien, arrebatando el epígrafe que antes el mito y hoy la urgencia turística inventaron, dijo que sus habitantes prehistóricos, al comprobar el día del equinoccio, cuando el sol no producía sombra alguna, considera­ron que estaba, no en la “mitad del mundo” sino en la “mitad del tiempo”.

Si hasta el origen de su nombre se confunde en la bruma de los siglos, en las inventivas de sus apologistas o en las calenturas de investigadores e historiadores, ¿qué será de su historia?, ¿cómo remover y escarbar en su lejano pasado?

Aun la toponimia o las tradiciones orales, fieles y persistentes, son huidizas y vagas en el caso de la ciudad de las quebradas, y la arqueología y la paleontología son insuficientes o inexploradas. Se desconoce de dónde provinieron sus primeros habitantes: si de la costa, por haber trasmontado la cordillera, que es lo más probable, debido a la antigüedad de las culturas desarrolladas junto al mar y a los vestigios hallados en las cercanías de la actual Quito que datan de 8 000 a 10 000 a. C.; o del norte, de la región Caribe o de tierras mayas, quichés o chibchas; o del sur, de los aymaraes, quechuas o chimús; o de occidente, si navegaron en piraguas desde la Polinesia y llegaron arrastradas por las corrientes; y hasta se ha presumido que pudieron entrar al lugar por la jungla oriental, después de cruzar la cordillera, mil quinientos años antes de esta era, y formar el pueblo de los quitus, dominados después por los cayapas que vinieron de la costa, y éstos por los caras, que por igual vinieron desde el mar, hasta que el propio general indígena Rumiñahui, su valiente defensor, la destruyó e incendió tres mil años después, antes de abandonarla a merced de la ocupación española —el “tirano Rumiñahui” para el primer historiador ecuatoriano, “el traidor y sanguinario” para un cronista viajero, por haber exterminado a cuatro mil indígenas que se aliaron con el conquistador español—, y luego hurtó para esconder todos los tesoros en oro, plata y piedras preciosas de Atahualpa, otra leyenda fabulosa que ha engendrado delirios y alucinaciones, tesoros que aún son buscados infructuosamente. ¿Qué nos quedó entonces de su posible, o acaso imposible, pasado remoto, de su memoria aborigen?

Fue —es lo más seguro— un asentamiento rural y agrícola de moderadas proporciones. Quien imaginó grande a la pequeña nación no podía admitir que “seamos un pueblo mostrenco, brotado como hongo de albañal”. La actual ciudad antigua y sus alrededores “debieron haber estado poblados por edificios más bien de tierra y cangahua, cubiertos de paja, sostenidos en terraplenes y muros de contención, mirando hacia el recinto poblacional contenido entre las dos quebradas”. Los nuevos relatores de la historia dudan, inclusive, de que Quito haya sido antes ni siquiera un “tambo” o “aposento” de cierta importancia, un sitio de paso o un lugar con hoteluchos de una estrella.

Nuestro primer historiador, un jesuita que vivió exilado en Italia por 25 años en el siglo XVIII, al combinar “magistralmente fábulas, leyendas y mitos con testimonios históricos, para justificar la reconstrucción y su visión de la ciudad aborigen” —ensoñación y quimera—, imaginó un fabuloso Reino de Quito preincásico, el reino de los Shyris, cuna de la dinastía de los Duchiselas, fruto de las sucesivas mezclas y conquistas, reino que se distinguió por la unidad familiar a través de la parcela denominada ayllu, la organización, la solidaridad social y la justicia, el cual, alrededor del año 1300, dicen que cubría los territorios que van desde Pasto hasta Paita. El tiempo y las investigaciones posteriores han demostrado que “la posibilidad de que se haya inventado el cuento se convierte en probabilidad”. Escriben dos de los más notables investigadores históricos: “Todas las apariencias condenan a Juan de Velasco” y “la leyenda acerca de los Caras y Shyris no descansa en fundamento alguno aceptable por la crítica histórica”. Los diferentes dialectos prueban que no hubo el hipotético reino, que debía tener su lengua unificada. Como una curiosidad del folclore, la dinastía se mantiene hasta estos tiempos en la persona de un buen señor, arquitecto de profesión, llamado Luis Felipe Atahualpa Huaraca Duchisela Santa Cruz XXVIII.

Otros sostienen que se inventó el espejismo del Quito Shyri para declarar inexistente oficialmente al Quito incásico, cuya lápida es una etiqueta que reza: “Quito prehispánico”. Pero se inventó también el Quito incásico: “En su lugar un espejismo se levanta”. A esta ciudad, de la que nadie habla, la han denominado “ciudad olvidada”, “exhumada”, “ciudad no admitida”. Tal vez existió, o comenzó a levantarse en el breve tiempo que permanecieron los incas, y los vestigios que quedan, desarmados por los españoles a causa de la búsqueda de oro o por comunidades religiosas para construir iglesias y conventos, son nada más que restos, muros de piedra, zócalos o cimientos de posteriores edificaciones. Jamás se conocerá cómo fue la ciudad inca, o si alguna vez se encontraron de pie los palacios al Sol y a la Luna, el Palacio de las Vírgenes del Sol o Aclla Huasi en el actual convento de Santa Catalina hasta hoy se discute el posible lugar, los baños o casas de placer que se encontraban en el convento de El Tejar. Vivirá, aún exhumada, alimentada por la leyenda.

Imaginaron también —delirio y nostalgia— que el símbolo del reino podría haber sido —y sería hermoso que ahora lo sea del país, a cambio del tricolor grancolombiano, artificial y ajeno, o de la bandera de franjas blancas y celestes, que alguna vez se pensó podría ser la de la nación— un pabellón blanco con una pluma dorada o con la figura, dorada también, de la curiquinga joven, compañera del curuquingue, ave sagrada de rostro desnudo semejante al águila.

Aseguran, por otro lado, que la ciudad tenía, hace centurias y luego de la invasión incásica, una ciudad hermana de piedra y granito que, por noble y grande, era llamada del mismo modo —“ombligo del mundo”—, a la cual estaba unida por el Ingiñán —Capac-ñan para otros—, la calzada que se construyó desde el Cusco, sólo “comparable a los caminos del imperio romano”, que atravesaba el gran imperio levantado por Pachacútec —“el que transforma la tierra”— y Tupac Yupanqui. Que fue la predilecta del Inca. Que pudo ser el centro del imperio del dios Sol, cuando el gran Huayna Capac, hijo de Tupac Yupanqui, venido del sur, de las ciudades de piedra y del gran lago, escogió una quiteña como predilecta y, aunque se estableció originalmente en Tomebamba, prefirió después asentarse en Quito y levantar allí un Palacio Real frente al monte Yavirac, pero que al fin murió de enfermedad y vejez. Y que él, que nunca regresó al Cusco, alguna vez había dicho, según cuenta Cieza de León, que “el Cusco ha de ser por una parte cabeza y amparo de mi gran reino, por otra ha de ser Quito”. Que pudo ser este monarca el verdadero fundador de la ciudad, el “constructor de Quito”, buscada, encontrada y proclamada después como “la ciudad del Sol”, aunque para la tradición incásica, recogida siglos más tarde por el novelista peruano, Lima, única e imperial, era “la ciudad de los cuatro suyos”. Que su hijo, llamado Atahualpa o Atabalipa, que heredó justamente ese país de “las cuatro partes del mundo”, predestinado para gobernar a los hijos del Sol, que tuvo el proyecto de trasladar a Quito la sede del Tahuantinsuyo y edificar allí un nuevo Cusco, murió a manos de los conquistadores, víctima de la codicia de éstos y de la propia fe en sus deidades. Pero se ha especulado que el propio Atahualpa pretendía retornar a Tomebamba y construir allí su sede, prefiriéndola al Cusco y a Quito. Huayna Capac, que escogió a Quito, murió sin disponer de tiempo; y Atahualpa, que prefirió Tomebamba, también murió. No sería de sorprender que haya sido Tomebamba la que hubiera sido escogida al fin por el padre y el hijo. No en vano Huayna Capac construyó allí el Mullo-Cancha, las “casas del hacedor del sol y del trueno” y una estatua de oro con la figura de su mujer, Mama Ocllo, a más de las huacas o lugares de adoración y veneración que fueron reproducidas tal como estaban en el Cusco. Los cañaris, habitantes de esas zonas, presentaron poca resistencia a la conquista inca. Abonan por Quito los que encuentran similitudes de la “topografía sagrada del Cusco” con la existente en Quito, sobre todo por la localización de las colinas y la forma de concebir y dividir a la ciudad relacionada con la figura del puma empleado por los incas en el trazado de sus ciudades, aunque semejantes similitudes y coincidencias geográficas tienen por igual el Cusco y Tomebamba.

            Aún así, los incas no estuvieron sino setenta años en el sur del actual Ecuador y apenas cuarenta en Quito, que no pudo haber pasado de ser una fortaleza militar necesaria para mantener la conquista. El uso actual del idioma quichua se explicaría porque los españoles lo utilizaron para catequizar a los aborígenes, a más de la presencia de miles de mitimaes. Así, el Quito anterior a Atahualpa no fue sino un centro de igual importancia que Caranqui, Latacunga y Tomebamba. Los pueblos de Ecuador aborigen jamás alcanzaron “el nivel de organización sociopolítica y tecnológica de los incas”. El Cusco quizás existió cuatro mil años antes de la conquista española y fue la ciudad sagrada de un gran imperio desaparecido. Fue el Cusco, y no otra, el “ombligo del mundo”.

Quito o Kitu fue sobre todo un lugar, un sitio para estar, asentarse y vivir, un pedazo de sierra y hondonada cercanas a las nubes, una tierra siempre verde, adornada con fértiles prados, bosques, manantiales que brotaban de los Pichinchas —en cuyas cimas sobrevivieron de un diluvio total, mantiene otro mito, los “quitumbes o hombres quitus” que fundaron el primer “Quito de la mitad, el Quitu-Pajta o la Quito solar”, tratando de confirmar la tradición bíblica que también se refiere a la presencia de dos de los apóstoles de Cristo en tierras americanas—, frutos y flores, lagunas apacibles en los extremos de la hoya, dos valles cálidos cercanos, la compañía de siete centinelas de nieves perpetuas o aristas que se confunden con las nubes, el lugar de la eterna primavera: “No había en verdad un cielo más límpido y rebosante de luz, un verdor más dichoso de las plantas, una mayor variedad de notas de color en las frutas de los árboles y un esplendor más comunicativo del paisaje en ninguna parte del Tahuantinsuyo”.

Tal parece que el Quito preincásico, a más de un sitio placentero y cómodo para hacer la vida, fue un lugar con cierta importancia económica, un verdadero mercado, una zona de intercambio conocida como tianguez —en dialecto náhualt— que sería catu en quichua, cercano al cruce de vías de comunicación, inclusive hacia el oriente. Los valles deben haber sido insalubres y la hoya quiteña, a más de agradable, era segura y disponía de abundante agua. De allí, las cosas fueron evolucionando hacia el cacicazgo, curacazgo o señorío y hacia la organización de los ayllus. Importó más la ubicación estratégica que la consideración política, aunque el señorío, que coexistía con otros, pudo haberse extendido más allá de los límites de la actual provincia de Pichincha.

El pasado aborigen ha sido y es todavía inventado, como solamente soñados fueron los planes de Atahualpa de unificar el imperio construido por su padre Huayna Capac. Las guerras sangrientas con su hermano Huáscar y la llegada de los españoles, asesinos del Inca, terminaron con el embrujo de un destino dorado y vencedor, destruyeron y sepultaron para siempre al prepotente y poderoso imperio, uno de los mayores de la historia, donde todos trabajaban, nadie pasaba hambre y niños y ancianos eran respetados, imperio de grandes agricultores y constructores de caminos, que se extendía desde la parte septentrional de Argentina y el norte de Chile hasta el sur de Colombia. Clérigos embriagados por el poder y emborrachados por la verdad monoteísta, y conquistadores enloquecidos por el oro como Pizarro y Almagro, quienes, además de su parte, reclamaban sin piedad “el quinto real” para el monarca español, terminaron con el imperio de quienes fueron “universalistas, totalizadores del hombre, con el imperio de quienes, para la división de las tierras, daban preferencias a las necesidades del ayllu, de la comarca, del pueblo, en suma, sobre los derechos del Inca y aun del mismo Sol”.

“La teogonía había fracasado y la teocracia era un despojo sangriento. Para los incas era el sol, para los españoles el oro”. Ese teocratismo aborigen introdujo los elementos de “resignación a inactiva esperanza”, todavía vigentes, recogidos por los conquistadores y modificados por el teocentrismo católico romano. ¿Son estos pueblos un fracaso, un cagadero de los dioses?

Triplemente fundada han llamado a la ciudad —“fundaron lo fundado” escribió el poeta—, cuando solamente la fundaron los españoles. Atahualpa, que pudo haber sido el verdadero “fundador del Estado quiteño”, únicamente lo soñó. Esos sueños se desvanecieron incinerados en Cajamarca. Acaso la sabiduría de los grafitis sea más elocuente: “Quito fue fundada por el Sol, chukcha”, se escribió en una pared de la ciudad.

Quizás deberíamos habernos conformado con los cuentos que las bisabuelas nos legaron, sabiendo que no eran sino cuentos para ser relatados a los niños en las noches frías y estrelladas: que fue una chasca, aerolito o estrella fugaz que cayó del cielo para marcar el sitio de la ciudad; o una varilla que el Inca lanzó al espacio en busca de agua y que, después de atravesar los espacios, encontró al fértil Quito; o una enorme piedra lanzada por el Cotopaxi que se posó en la hoya, junto a los Pichinchas, antes de la llegada de los españoles…

La ciudad, desde entonces, se refugió en la quimera...

Sin futuro ni pasado, apenas predestinada, o ni siquiera eso, se varó al comenzar. No tuvo que mirar hacia atrás, porque nada había, porque nada dejó ni supo. Tampoco hacia adelante, porque sin orígenes, sin conciencia de un pasado, poco puede hacerse. La ciudad, sola, abandonada por la historia que no construyó, persistió en el mito, se sumergió “en las brumas de la fábula como ninguna otra nación antigua o moderna del Viejo Mundo”. Inclusive a mediados del siglo XIX Quito era “un antiguo pueblo feudal incrustado sobre las montañas de la Europa media”.

            Enloqueció en el mito...

            Quito prueba, como pocas ciudades, que los pueblos y los hombres viven y mueren en el sueño, en la fábula, en lo irreal maravilloso…

Aún se lee, como ejemplo, en los muros de la metropolitana catedral, fundido en bronce, en la misma Plaza Grande o Plaza Mayor, este texto que prueba el desquiciamiento: “Bien se podría gloriar Babilonia de sus muros; Nínive, de su grandeza; Atenas, de sus letras; Constantinopla, de su imperio; que Quito las vence a todas por llave de la cristiandad y conquistadora del mundo, pues a esta ciudad pertenece el descubrimiento del gran río de las Amazonas”. La perturbación se ha mantenido a través de los siglos. Se apropió la ciudad de la epopeya, no quiteña, sino española, del descubrimiento del río-mar en el año 1542, del río que jamás fue suyo, que nunca fue poseído por sus hijos, que significó el sacrificio y la muerte de centenares de indígenas devorados por la enfermedad y la ferocidad de las selvas vírgenes, y que solamente ha servido para enajenar al pueblo, enfermarlo de pesar por lo perdido, emborracharlo con el país de la canela. Desquiciamiento que le ha arrebatado la memoria de que fue subyugada y expoliada, hasta tal punto que oficialmente se bautizó como “Avenida de los Conquistadores” a los primeros tramos de la ruta que conduce a la región oriental.

Se tomó un brote de rebeldía del coloniaje español para convertirlo en el “primer grito de la independencia” y denominar a la urbe “Luz de América”, sin caer en cuenta de que desde ese “grito”, impotente y estéril, ocurrido en 1809, salido de las gargantas de la aristocracia colonial que querían sustituirse en los poderes monárquicos, se ahogó en el tiempo y en una larga espera, a raíz de los asesinatos de todos los complotados el 2 de agosto de 1810, pues fue solamente en 1822 la batalla final que selló la independencia. Y hasta se conoce que otros “gritos” se dieron en el colonizado continente, como el de Chuquisaca, en Perú, o en 1809, en Bolivia, en la ciudad de Sucre. Los afanes separatistas tenían “gato encerrado”: algunos próceres de la independencia, honrados por la historia, habían rematado al Estado grandes y numerosos fundos, por lo cual debían sumas exorbitantes al erario público. Es justo deducir que, una vez enmancipados del tutelaje español, esas deudas desaparecerían como por arte de magia. Así como se dieron presidentes de la Real Audiencia que compraban la función, el primer Presidente del Quito liberado, Juan Pío Montúfar, marqués de Selva Alegre, compró el cargo en 32 000 pesos. ¿No fue el propio arzobispo-historiador González Suárez quien denunció, mucho más tarde y en plena época republicana, todas las travesuras de aristócratas y clérigos?

Fue una hija más, mas no princesa; y, si princesa, nunca reina. Recreada como hermana menor del Cusco, amada por los últimos emperadores incas que apenas tuvieron contadas decenas de años sobre sus tierras, le faltó el tiempo —que se medía por siglos y no por años—, a pesar de estar situada junto a las canteras inagotables de los Pichinchas, de levantar colosales monumentos de piedra, ciudades enteras de granito como Sacsahuamán, Machu Picchu o Tiahuanaco, como Teotihuacán, Chiché Itzal, Tikal o Uxmal. El fabuloso Reino de Quito no fue reino ni la ciudad fue un centro imperial. Y quién sabe, si la historia del dominio incásico se prolongaba por trescientos años, que el fabuloso reino hubiera sido el Reino de Tomebamba...

En la época de la dominación española, durante casi tres siglos, no la coronaron ciudad Virreinal, como Bogotá o Lima; apenas una Audiencia y luego una Presidencia, cuyas jurisdicciones se alternaron las dos metrópolis. En un inicio Quito fue curato del Cusco, que era el único obispado. Una vez independientes, la nombraron capital del antiguo departamento grancolombiano del sur, pero la mitad sur tiraba hacia sus raíces, hacia Perú, mientras la mitad norte buscaba la coyuntura y la unión con el norte. El primer presidente de Ecuador fue venezolano y el primer presidente del Perú fue cuencano. Y todavía hasta hoy, sin pensar en lo que se dice, sigue llamándose “la muy noble y muy leal”, cuando los calificativos no fueron sino el premio de Carlos V por su fidelidad al rey de España.

La paranoia alcanzó el grado más alto al creerse situada en la “mitad del mundo”. Difícilmente podrán encontrarse lugares más alejados del resto del universo. Situada al otro lado del Atlántico, a miles de millas de las islas occidentales más cercanas por el lado del Pacífico, aislada también en soledad absoluta por exigencias de su geografía, pues para llegar a Quito, en los siglos XVII o XVIII, había que desembarcar en el Caribe, o navegar por el Marañón o voltear el estrecho de Magallanes. Y a este espantoso aislamiento se sumó la soledad impuesta por sus montañas. Un noticia o un viajero se demoraba en esas épocas un año para llegar a Quito. Sólo la travesía desde Guayaquil era una odisea de locos.

El afán de ser más, de ser la protagonista de gestas y de hechos heroicos, la llevó a ensoberbecerse de haber tenido la primera universidad y el primer hospital —en realidad fue el segundo—. Nunca quiso ser menos y, por no querer ser menos, tal vez jamás pudo ser ella misma. Se ha exagerado, sobre todo por afán de exclusividad. Ha sido nominada “Escorial de los Andes” y “Florencia de América”. Poetas y visitantes, insistentemente, por la altura en que está situada, la han hermanado con el cielo. “Después del cielo, Quito...”, comienza diciendo una saeta. “Novia del sol”, “mestiza de cielo y tierra”, “ciudad con ángel”, “ciudad, antesala del cielo, limpia de blasfemias”, “zaguán del paraíso”, “barrio, arrabal o puerta del cielo”, ciudad “a dos cuadras del cielo”, “mirador de los Andes”, “habitada por inmortales de piedra”, “llena eres de mil gracias, como el avemaría”, “ciudad maría campanario”, “parece un Belén”, “ciudad cuasi celeste”, “enamorada de los soles”.

Porque a la ciudad, en esas remotas épocas —y todavía hasta hoy—, no le queda más que eso: Dios, representado en las obras monumentales de sus iglesias y conventos, o el cielo que le acercaba más a ese Ser Supremo. Tan pegada al cielo que hasta se piensa que es la mejor zona del mundo, con sus plataformas y elevaciones naturales, para las investigaciones cosmogónicas. Ese Quito feudal del siglo XVII giraba en torno de la Iglesia, y “no sólo los canónigos sino cualquier otro clérigo usaba vestido de mucho costo y lujo, porque comúnmente los vestidos talares son de terciopelo, con flores o con alamares; usan anillos de mucho valor, hebillas de oro en los zapatos y el sombrero y, cuando salen, un negro les acompaña con paraguas riquísimos de encajes de oro y plata”. El Quito del siglo XVIII fue de una pobreza extrema —“una de las capitales más sucias de la cristiandad”— junto a una minoría principesca. En el siglo XIX se dijo que se “debía gastar menos en iglesias y más en caminos”, a pesar de que esas monumentales edificaciones, llenas de oro y plata, fueron levantadas nada más que con los sobrantes que dejaron la rapiña y el exterminio de los colonizadores que asesinaron, robaron y depredaron nuestras tierras. A las iglesias de ayer sustituyó ahora el gigantismo de ciertas obras públicas de dudosa efectividad social, el lujo exagerado de muchas edificaciones, el derroche criminal de los dineros del Estado en impresionantes elefantes blancos, la falta de proporción, la carencia del sentido de las prioridades y, en el fondo, la uña larga de políticos y comisionistas privados. ¿Cuánto, en realidad, hemos avanzado? La UNESCO declaró a “Quito Patrimonio de la Humanidad” en 1978: ese honor fue fruto de la sangre y del dolor de indios y mestizos. Y todos los adelantos de la modernidad no impiden que la mayoría de pobres vivan, en cierta forma, cien años atrás, y que los míseros, que no son pocos, vivan doscientos atrás, aunque tengan un foco que los alumbre, una llave de agua, alguna medicina si el dinero alcanza, un bus destartalado en la parada de la esquina y la esperanza de un televisor. En el fondo, seguimos siendo una sociedad feudal y esclavista, o un conjunto tribal, heterogéneo y disgregado, dominado por caciques y gamonales, fragmentado horizontal y verticalmente, con dos grandes ciudades centralistas, absorbentes y desproporcionadas, cuyos poderes se mantienen en continua disputa. ¿Piensa lo mismo el “maestro”, aquel profesor universitario de pensamientos profundos, silencioso e incansable lector que busca la soledad, cuando escribió que hay que largarse “de una vez y por todas lejos de esta ciudad que de patrimonio sólo tiene la abulia, la idiotez de ser demasiado postiza para llevárnosla en la maleta”?

 No le bastó la topografía y su engalanada y verde geografía, su cielo azul intenso, la corte de cerros y montañas que la cercan, la generosidad de su tierra; ni la herencia incaica ni la herencia española. Su historia india y mestiza. Quiso más. Siempre más. Ni tampoco le fueron suficientes los dos valles calientes, tan a la mano que casi pueden tocarse desde las lomas del este, generosos en granos, frutos, hortalizas y tubérculos. Ni la “monumentalidad de las construcciones religiosas más espectaculares de las indias”, edificadas por el espíritu indígena, ya que España no le concedió la gracia de ser Virreinato, y es impensable que la corona española le hubiese dado el mismo trato que a Bogotá o Lima: las comunidades religiosas pusieron el material y los planos, pusieron el dinero —¿parte del tesoro de Atahualpa?—, junto con el afán de dominio de la ambiciosa clerecía, pero el alma y la imperecibilidad de esas creaciones fueron obra nativa, impulsados por las enseñanzas del fraile Pedro Gosseal. Ni la anónima destreza de un ejército de artesanos indios y mestizos que picaron, una a una, las piedras de iglesias y conventos o les dieron forma con martillo y cincel en fachadas y portones; de los maestros mayores, muchos de los cuales habrán superado a los arquitectos venidos de afuera; de los que tallaron la madera, con gubias y formones, altares, púlpitos, puertas, columnas y capiteles, que luego serían vestidos, por otras manos, con delicadas láminas de pan de oro, que aún conservan la huella y el olor de manos y sudores incógnitos, todavía no descifrados por nadie, aunque se vean el Sol o la Luna incaicas o figuras indias en retablos, púlpitos, pinturas y tallados; de la genialidad de los Miguel de Santiago, de los Manuel Chili, de los Nicolás Gorívar, de los Caspicara, de los Pampite, de los Legarda, artífices de la Escuela Quiteña que nos dejó niñosdioses, santos martirizados, místicos extasiados y vírgenes voladoras, ya que prohibidos estaban de pintar lo profano. “No sabemos de dónde pudo venir al mestizo quiteño —Bernardo de Legarda— cuyo apellido esconde un enigma histórico, esa gracia femenina que sabe imprimir en el ritmo cuasi danzante de sus inmaculadas, ese gran escultor de bellas mujeres bajo el pretexto de patetizar el dogma de la concepción”. No le bastaron a la ciudad. Quería más. Siempre más.

Y al perder su autenticidad, desfiguró su identidad. La escamoteó. Al maquillar sus referentes propios y tratar de buscarlos en la epopeya y en artificios gloriosos, se desdibujó. Aún no aprende a buscarse casa adentro. A sentarse en sus patios de piedra para tomar el sol y pensar. A caminar por sus lomas y amar a sus calles. A esperar que sus gentes sean distintas y que la ciudad sea nuestra. Ciudad escamoteada. Despojada. Sobre todo desnaturalizada, doblemente desnaturalizada.

“Algún día, será preciso decapitar la epopeya que nos roe”. Sobre “nuestro feudalismo varias veces centenario, sueño en una ciudad quiteña redimida”. Palabra de poeta.