Fernando Ortiz Crespo

-SURCO FECUNDO-

Modesto Ponce Maldonado

Puede haber sido el lenguaje de genes reaparecidos después de varias generaciones, o acaso misteriosas predisposiciones, o tal vez las llamadas de socorro entremezcladas con los cantos de pájaros amenazados, los que llevaron a Fernando Ortiz Crespo a apasionarse por la vida y a dejar la suya propia en La Mica, una de las lagunas más hermosas de la cordillera oriental, al pie del Antisana, a causa de un absurdo accidente del bote.

Desde muy pequeño, en la vieja casa familiar de la calle Junín, aguardaba en el balcón o junto al patio de piedra la llegada de las aves ciudadanas que se acercaban a las macetas de geranios, cuidaba de su alimento y las observaba detenidamente. Hace no mucho, en su propia casa de Cumbayá, invitados a un almuerzo, fuimos testigos de cómo descubrió en uno de los árboles un nido de colibríes poco protegido que le quitó el sueño durante varios días. Su vocación por la naturaleza y los animales fue tan profunda que, a los dos años de edad, cuando apenas hablaba, al escuchar a sus padres dudar sobre qué nombre le pondrían al segundo hijo, Fernando no dudo en proponer el de un hermoso venado de las zonas altas. El articulista Pepe Laso cuenta que en el colegio alimentaba ratoncitos con migas de pan, que en ocasiones los llevaba en el bolsillo, y que a su padre, Alfonso Ortiz Bilbao, siempre le preocupó cómo su primer hijo podría en el futuro “vivir de los pajaritos”. En otra ocasión cuidó de una tortuga dentro de la antigua casa familiar.

Parte de sus cenizas, como fue su profético deseo, fueron esparcidas en La Mica. No obstante, los cementerios y, en este caso, un lago helado de nuestras serranías, no pasan de ser, como escribió Calvino, sino “la casa de los que no están”: la única forma de sobrevivir es permanecer en la memoria de los que quedaron, gracias a lo que se fue y a lo que se construyó. Pocos, muy pocos, podrán repetir el legado de un hombre como Fernando.

Trayectoria

Quiteño, había cumplido 59 años en julio pasado, fue el biólogo más importante del país. Curiosamente, comenzó estudiando Ingeniería Civil en la Politécnica, pero su llamado interno pudo más. Ejerció significativa influencia en el desarrollo de su vocación el doctor Gustavo Orcés, notable naturalista, fundador del Museo de Ciencias Naturales de la Politécnica. Obtuvo sus grados de M.A. y Ph. D. en la Universidad de California, Berkeley, con la especialidad en ornitología y ecología. Fue profesor y director del Departamento de Biología de la Universidad Católica desde 1968 a 1982. Hasta 1984 fue Presidente del Directorio y Gerente del Instituto Nacional Galápagos (INGALA). Desde 1984 hasta 1984 ejerció la cátedra universitaria en la Universidad Sagrado Corazón, en San Juan de Puerto Rico, y preparó un programa de investigación biomédica para los “National Institutes of Health” (NIH) de Estados Unidos. Una vez de regresó al Ecuador, entre 1986 y 1992 trabajó cómo especialista en recursos naturales de la Misión USAID, y además como asesor en los programas de fortalecimiento Institucional del INIAP. En 1992 fue elegido secretario técnico-científico del Instituto Italo-Latinamericano (IILA) de Roma. “Fue una época inolvidable”, recuerda su mujer. Vivieron nada menos que en la hermosísima Plaza Navona. En Roma tuvo la oportunidad de estudiar a los naturalistas latinoamericanos. Desde 1995 fue director técnico científico del FUNDACYT, a cargo del programa Ecuador/BID de ciencia y tecnología. Mantenía contacto permanente con científicos de diversas nacionales y constantemente era consultado.

Publicaciones y otras actividades

Fue autor de más de cuarenta trabajos en revistas especializadas en zoología, medio ambiente e historia de la ciencia. Incursionó en el periodismo científico al escribir regularmente en la página editorial del Diario Hoy. Gracias a su iniciativa, se debe la creación del Museo Ecuatoriano de Ciencias Naturales, la Fundación Natura y la Reserva Pasochoa.

Entre las publicaciones se destacan Lista de las aves del Ecuador, en coautoría con P. Greenfiel y J.C. Matheus, e Introducción a las aves del Ecuador, con láminas de J.M. Carrión. Preparó un documentado trabajo sobre la quinina y dejó lista para publicarse su gran obra, Los colibríes-Historia natural de unas aves casi sobrenaturales. De su publicación está encargada Cecilia Vintimilla, con quien estuvo casado 33 años, y algunos de sus amigos más queridos.

Otras publicaciones se hallan repartidas en revistas de Estados Unidos, Londres, Caracas, Buenos Aires y Roma. Estamos seguros que serán recopiladas en su momento.

Fue miembro de la Sociedad Ecuatoriana de Biología, individuo correspondiente de la Academia de Historia y miembro de la Sección de Ciencias Naturales de la Casa de la Cultura Ecuatoriana.

El ser humano

Hablar de una vida sobre las alas de los pájaros es más que una frase. La trayectoria de Fernando Ortiz rescató, sobre todo, la validez de los sueños, en un medio donde ecologistas y naturalistas (o los que aspiran en una nación diferente, más justa y solidaria) son o románticos o seres raros que causan molestias, en un mundo global y mercantilizado donde el término “progreso” se ha desquiciado y las respuestas a los más hondos problemas sociales y económicos son de una simplicidad que asusta. La tragedia en los comienzos del milenio es la falta de utopías.

Fernando Ortiz Crespo luchó y murió por una utopía. Detrás de sus actividades hay, ante todo, una actitud, una filosofía ante los poblemos del mundo y de la sociedad. No dudó, por ejemplo, en denunciar los daños ecológicos en los proyectos de agua potable para la ciudad de Quito. No dudó tampoco en denunciar a los madereros y a las mentiras de la reforestación. En Esmeraldas ya no hay chanul. Para Ortiz Crespo era absurdo que un árbol que demora cuarenta años en crecer sea considerado seriamente para un plan de reforestación. Simplemente no debía ser cortado. Nos preocupamos por la falta de lluvias y sabemos que en cincuenta años no tendremos agua, pero no detenemos la destrucción de los bosques, como tampoco evitamos la desaparición de manglares. Cecilia piensa que “tal vez él se fue a tiempo; no hubiera podido soportar tanta destrucción”. Confesó también que “a veces pensaba irse a otro país para no ser testigo de lo que vendrá”.

Esa tristeza oculta por el destino del país, ese desconsuelo, saber que la nación no tiene salida —comenta también su gran amigo Fredy Newmann, que en cuanto supo del accidente fue a La Mica y lo vio muerto, ya en la orilla— estuvo compensado por una incontenible alegría, por su positivismo a toda prueba. Como amigo fue incondicional, generoso. “Llevaba la alegría de vivir y el amor a la vida dentro de sí; amaba a su trabajo, a la naturaleza, a su ciencia; no pensaba en el dinero” —comenta Cecilia. Ella no recuerda haberlo visto alguna vez de mal humor. Y esos amores eran compartidos por su tercer amor, el de la familia: su mujer, sus tres hijos, su nieto Mateo. Fernando Ortiz no confiaba en la clase dirigente ni en los políticos. Varias veces había dicho que “en este país se ara en el mar y se siembra en el viento”.

Quienes le conocieron y trataron no olvidarán su desbordante entusiasmo, su locuacidad. Se interesaba por todo, tenía afán por aprender e informarse, sabía de mecánica y electricidad, conocía la música de los jóvenes; se interesaba por todos y por todo. Estaba abierto a lo que sucedía a su alrededor. En sus momentos tranquilos pintaba, tal vez en busca de sosiego para su mente intranquila, para su ser inquieto. Pintaba especialmente pájaros y algunos se conservan en su casa de Cumbayá. Hace muchos años dibujó una colección de cincuenta láminas de aves para una publicación. Fue “sumamente ordenado” —dice Cecilia—, pero muy distraído”. En una excursión al Cotopaxi, dejó a su familia junto a la laguna de Limpiopungo hasta regresar, pero se olvidó de ellos y llegó a Quito sin recogerlos. Volvió por ellos cuando anochecía.

Las pasiones de Fernando fueron el colibrí y el cóndor. Por un lado, la fragilidad y la levedad de un pajarillo que apenas se lo ve, trabajador incansable y solitario; por otro, la belleza de la majestad y la fuerza con alas desplegadas Tal vez ambos simbolizan lo que él fue: ternura y sencillez, fortaleza y decisión.

En el recuerdo de los demás

Al cumplirse un mes de su muerte, vale recordar las palabras por quienes le quisieron. “Amanuense de Dios... que tomó nota de la creación y de cada criatura”, dice un sacerdote. “Apasionado por el conocimiento, investigador, inquieto, cuestionador”, opina un ex alumno. “Su memoria estará presente en la historia de la ciencia del país”, dice la condolencia de la UNESCO. “Es un personaje que debía vivir eternamente...que amaba el mundo con todas sus contradicciones”, dice una sobrina. “Un ser humano excepcional” es la opinión de una concejala. “Un hombre incapaz de doblarse” piensa un amigo de siempre. “Navegante incansable en busca de los misterios de la naturaleza”, opina una amiga. “Por amar tanto a la vida, le fue dado por el Dios de lo viviente escoger su manera de morir, vivir su muerte”, escribe un periodista. “Uno de los más grandes científicos del Ecuador contemporáneo”, escribe un editorialista. “Hombre de múltiples capacidades y de inagotables energías”, piensa otro científico. “Fue el primo de los quindes”, piensa un joven.

Con unos cuantos como Fernando Ortiz Crespo el país podría ser diferente.


(Quito, diciembre 2001)