Cap. 1

Porque ese fue el balcón, donde mi madre se olvidaba de mí, segura de que nada me ocurriría. No fue más que eso hasta que lo descubrí y comencé a frecuentar sobre la estrecha calle adoquinada: un mirador de cristales cosido a la fachada, protegido por gruesas varillas de metal y por maderos mal cepillados, con los vestigios de un verde decolorado. En las casas más grandes, contadas en el barrio, mantenidas empujando añoranzas o a fuerza de sentirse superiores, los balcones eran de hierro forjado, con el detalle, el arabesco o la voluta obtenidos a través del fuego y del golpe del artesano. Fue la época en que las viviendas tenían miradas y lenguajes hacia fuera, ventanas y terrazas como manos extendidas en los segundos y terceros pisos, para ver y ser vistos, o para saludar y decir “buenos días” o “buenas noches” al vecino, al que pasa por la calle; o solamente para preguntar, seguir el caminar de la gente, sonreír, conocer qué había sucedido ayer, confirmarse los unos a los otros, sin necesidad de explicaciones, que aún están vivos, que no han enfermado o muerto la noche anterior o a la madrugada. Y también permitir —complemento indispensable de los sobrevivientes de cada jornada—, dar entrada al aire limpio de los cielos andinos, que no era viciado y espeso como el de hoy, respirarlo muy de mañana, mien­tras se oían a lo lejos las campanas en las torres de las iglesias de la ciudad vieja —cincuenta y dos dicen que la ciudad posee como herencia de conquistadores cristianos y de la misericordia divina— y las voces de obreros y escolares madrugadores.

Con las semanas que transcurrían lentas, cuando el pasar del tiempo era diferente, hoy tan acucioso, intolerable y obsesivo, siempre detrás de nosotros, se convirtió ese balcón en el lugar donde me sentaba todas las mañanas y, hasta en algunas tardes de sol, sobre una alfombra vieja de colores imprecisos que se iba en flecos. Fue mi pequeño mundo colgado en el aire, mis primeras miradas hacia afuera y mi intromisión al mundo de los demás que se movían en inaccesibles y desconocidos espacios. Llevaba algún cuaderno en desuso, un lápiz y un tambor.

Desconozco si es posible escoger los recuerdos o existe algún extraño mecanismo que los clasifique, con alguna predisposición que ignoramos o un propósito que está más allá de nuestras sensaciones. Sólo sé que esos fueron mis iniciales enlaces con el mundo... Lo sucedido antes, los ojos sin mirada y los oídos sin sonidos de los primeros meses, los pechos de la madre, los balbuceos iniciales, los primeros pasos, débiles —caminan igual los que comienzan y los que terminan—, el llanto, la urgencia de comer y beber, todo aquello que no recordaremos jamás, no es vivir... Existir no es lo mismo que estar vivo.

Zurdo de nacimiento, con el lápiz trazaba sobre el papel rayas inclinadas, una por cada persona, leves marcas temblorosas e inciertas. Las había pequeñas, casi insignificantes, perdidas entre los trazos; otras alarga­das, alzándose sobre sí mismas, estiradas, descollando sobre las demás, dominadoras; otras abatidas bajo un peso invisible; unas que casi se arrastraban; algunas que parecían flotar, apenas pintadas. Otras presuntuosas, gruesas, como si exigieran el reconocimiento de su lugar; algunas que se alzaban sobre las demás, aplastándolas, sometiéndolas... Marcas pintadas deprisa, dibujadas con miedo, quizá reproduci­das con pena tempranera, anticipada.

Observaba a las aves. Golondrinas que se entrecruzaban sobre tejados y terrazas al subir y bajar desde lo alto, tan exactas y veloces, tan inacabables; pájaros ciudadanos, grises, con leves pintas cobrizas, más lentos y reposados, de vuelos cortos, deteniéndose en aleros y cornisas, parándose sobre los alambres tendidos de poste a poste, de casa a casa y, hasta descendiendo a dar algunos saltitos en la calle; ingrávidos colibríes que chupaban de las flores en los maceteros colocados en galerías, balaustradas y patios. Las aves eran en el papel pequeños círculos que poco a poco inundaban con sus plumas inexistentes mis espacios blancos, hasta tal punto que las personas se confundían entre la volatería de plumajes y alas.

Al cansarme de contar personas y registrarlas, o al no encontrar lugar para golondrinas, gorriones y mirlos, golpeaba el lápiz sobre el tambor, mientras mi vista dejaba la calle alargada, y se ponía a examinar, una a una, las casas vecinas, algunas con sus ventanas de pequeños vidrios rectangulares, y otras, más recientes, casi cuadradas y sin gracia, con ventanales grandes, tratando de adivinar los secretos escondidos tras los visillos, a repasar los techos iguales, de tejas viejas, ocres, remordidas por el tiempo, a veces bordadas de musgos, que poco a poco iban desapareciendo con las nuevas edificaciones, las curvaturas de las colinas vecinas y, al frente, los picachos negros y abruptos del monte viejo o rucu y del monte joven o guagua, llamados ambos Pichincha, que a veces amanecían cubiertos de nieve.

A lo lejos se miraba la redondez de la pequeña colina llamada Panecillo —Dedo Gordo por los colonizadores españoles; o Ñahuira, o “lunar” para los incas, sobre el cual dicen que se erigió, no se sabe con certeza, el Palacio del Sol o Intihuasi; o Yavirac —¿el Yavira del Cusco?— o collado del sol para remotos habitantes heliolátricos.

Imaginaba que todos pertenecían a las dos montañas grandes. Que un día la ciudad resbaló, y personas y casas rodaron hacia abajo, para quedarse allí para siempre. Al subir, la gente parecía tratar de regresar a los cerros. También las veía bajar. Pude deducir, desde mi observatorio, que ése era el destino de la ciudad y de los seres que la habitan: tratar de subir sólo para volver a bajar; escalar para después rodar; trepar para despeñarse a la vuelta de la esquina. Todo, porque la ciudad es así, un laberin­to de ascensos y descensos inacabables: “Casas viejas de zaguán que descienden con violencia de hipo en el lado de la quebrada, y que asciende con fatiga cardíaca en el lado de la ciudad. Casas viejas de alero de ala gacha para disimular la ingenuidad y la miseria de sus ventanas de reja, de sus ventanas de pecho, de sus ventanas de corredor”.

Ese ritmo de idas y venidas, de escalamientos y ocasos, de remontes y descolgamientos, los iba marcando con el repiquete de mi lápiz en la corteza del tambor estirada con finas tiras de cuero. Y ese compás, su cadencia repetida, no fue aún un lenguaje, un modo de hacerme entender. Fue una forma de medita­ción, de procesamiento interno de todo lo visto por mis ojos desde sus curiosas y abiertas pupilas con color de barro fresco, de tierra recién llovida. La interrogación o la sorpresa me detenían. Al dejar el lápiz, eran mis dedos los que tabaleaban, tan quedos, tan silenciosos, que casi ni yo mismo podía escucharlos: anticipos o premoniciones, rudimentarios ensayos, advertencias prematuras sobre la necesidad de detener a veces a la vida y así poder cerrar los párpados en busca de explicaciones y respuestas.

Clasifiqué a las casas —y de ese modo a sus habitantes— por las puertas de entrada. Algunas talladas y con figuras fundidas en bronce, siempre cerradas; otras, las más, con aldabones de hierro rústico, fabricados en forjas de pueblo o a golpe de martillo; puertas por lo general abiertas, que permitían que los niños de zapatos rotos entrasen y saliesen con libertad. Eran casas —yo las había visto cuando de la mano iba a la tienda a comprar víveres— con patios sin flores, cruzados de ropa tendida al sol y mujeres lavando o amamantando a sus hijos. Todas tenían soportales con piedras de río o con losetas venidas de las canteras y de los pedregales de las alturas. Sentados sobre sillas de madera, ancianos y ancianas de sombrero y pañolón recibían el sol de la tarde al filo del corredor junto a los pilares de eucalipto. Al dibujarlos, las rayas se quebraban.

No todos vivían en esas contadas casas que alcanzaba mi vista, como al principio supuse. Al mirar hacia la izquierda la calle terminaba en una esquina; a la derecha se extendía por muchas cuadras, hacia un arriba ignorado. Tal vez comencé a entender qué significa mi ciudad. Las casas no tenían jardines, como otras que estaban más abajo y que conocí cuando mi madre me llevaba al parque con los hermanos mayores algunos fines de semana. Jardines con árboles, cerramientos con enredaderas y puertas grandes para los automóviles.

 Más tarde, cuando estaba en la escuela, comenzaron a construir edificios altos, bancos, almacenes muy grandes o cosas por el estilo. Nunca me gustaron. Imaginé que allí vivían gigantes que salían a aplastar a los demás con sus inmensos pies. Fue la época en que se encontró petróleo en las selvas orientales y nos sentimos ricos. En los diarios se escribía que en menos de treinta años, cuando el siglo terminara, la pobreza habría desaparecido. Papá apenas leía los periódicos, los echaba con un gesto displicente y se ponía serio.

Un día, desde el parque vi pasar varios automóviles negros, muy grandes, rodeados de motos y de vehículos militares que hacían sonar sus sirenas.

—¿Quiénes son? —pregunté.

—Es el Presidente y su comitiva...

—Ah..., ¿y por qué hacen ruido y tienen los vidrios oscuros?

—Por seguridad, hijo. Tu papá puede contarte.

—¿Y ese gordo, de lentes oscuros y chofer negro?

—No sé, hijo, algún tipo importante, un banquero o algo así.

Pero papá, que siempre conversaba conmigo y me contaba historias de páramos y selvas, de bosques y lagos, o de aventureros que cruzaron montañas y selvas, siempre callaba ante ciertas preguntas; nada más sonreía y no decía nada. Como cuando se le preguntaba si había leído el periódico o visto las noticias en la televisión.

Aprendí a observar los vestidos. Algunos hombres iban con corbata, a tomar el bus, apurados, o en automóviles que parecían viejos. Los ternos eran parecidos, siempre grises, azules o cafés. Pocas señoras tenían los vestidos como los de mamá, con flores y colores. A papá, que casi siempre pasaba fuera de la ciudad, haciendo puentes, escuelas y caminos, no le gustaba ponerse corbata. A los señores del otro lado del parque se los veía más elegantes. También a las señoras. Y los niños tenían una ropa diferente. En mi barrio la mayoría de las mujeres llevaban atuendos grises manchados o de azules desvaídos. Me parecían que eran colores tristes. Me parecía también, y no podía entenderlo, que a aquéllas mis tías que nos visitaban las llamaban “mujeres” y a las otras les decían “señoras”. Había otros vestidos como el plomero o el electricista que iban a la casa. Eran los trabajadores de las fábricas. Iban pensativos y regresaban cansados. Veía a muchos indígenas con ponchos, sombreros blancos y alpargatas. A otros, descalzos, que cargaban bultos. Algunos se paraban junto a los postes de madera, como si esperasen algo, con las manos en los bolsillos. Yo miraba y seguía mirando, mientras golpeaba el tambor. Paraba y seguía dibujando mis líneas, cada vez más distintas entre sí. Solamente los círculos eran iguales, como los pájaros que se veían libres, dueños de sus propios espacios.

Había muchos niños y niñas. Todos los días iban a la escuela con una mochila al hombro. Los fines de semana se sentaban en fila para jugar en las gradas de una escalinata que conectaba mi calle con otra, corrían por la cuesta empinada o iban a los terrenos desocupados a jugar pelota. Reían mucho, al contrario de los adultos que eran serios. Los niños a veces lloraban, cuando alguien los pegaba, cuando se caían por jugar en la calle o perdían el dinero destinado para comprar pan o leche en las tiendas. Había escuchado que más arriba, donde la calle termina, había casuchas y cobertizos con muchos pobres, donde los niños vivían descalzos y no tenían qué comer. Los veía pasar. Me parecía que debían ser tristes, pero también reían. Yo no podía entenderlo. Empecé a sospechar que los mayores no sabían de los pequeños ni lo que ellos tienen adentro. Estaba seguro de que los grandes se morirían poco a poco y que quedaríamos solamente los niños en las casas y en las calles. Jamás dibujé a niños en mis viejos cuadernos.

Un día mi madre abrió la ventana y me preguntó:

—¿Estás hablando solo?

—Estoy hablando con mi amigo.

—¿Cómo se llama tu amigo, hijo?

—No tiene nombre, mamá.

Se sentaba junto a mí en el balcón. Él no tenía tambor ni lápiz. Nos gustaba conversar sobre lo que veíamos y decía que quería ir a la escuela para aprender a escribir y poder leer los letreros de las calles y muchos libros.

—Me gustan más las letras y las palabras que tus líneas y tus círculos.

Nacimos la misma fecha y vivía cerca. Prometimos que siempre estaríamos juntos. Desde entonces mi mamá me preguntaba sobre él, pero ignoraba que mi amigo existía. Él me había preguntado sobre las fotos amarillentas de la sala.

—¿Quiénes son esos?

—Mi mamá dijo que son los antepasados.

—¿Y dónde están?

—No lo sé —respondí—. Están muertos.

Se quedó callado y no volvió a hablar. Yo sabía de los muertos: pregunté por las cajas grises que a veces sacan de las casas y por qué los vecinos se visten de negro y lloran. Mamá creía que los muertos estaban en el cielo. Papá no decía nada. A veces no había una sola nube y mamá decía “la mañana está linda y no hace viento”. Abría todas las ventanas. Yo corría para ver el cielo azul y buscar dónde estaban los muertos, o los ángeles, porque mamá también hablaba de ellos. Nunca encontré a nadie, pero me hubiera gustado que un ángel o un muerto viniera a visitarnos. Yo decía “han barrido el cielo”, ella se reía y después le contaba a papá.

Cuando llovía mucho, la casa se iluminaba con los truenos que venían rebotando desde las montañas. “Son los rayos que estallan sobre la cordillera oriental”, decía papá. Me producían miedo porque me recordaban los rostros de las fotos viejas, pero la lluvia sí me gustaba. Me paraba detrás de las ventanas y con los dedos seguía los hilos de agua. Miraba los tejados y a la gente que corría por las calles tratando de saltar las torrentadas junto a las aceras que bajaban a veces con lodo y pequeñas piedras.

—Alguien golpea a la puerta, mamá.

—No, hijo, son los ruidos de la lluvia.

—Alguien quiere entrar.

—Es el aguacero.

No estaba seguro, salía de la sala y me paraba sobre las gradas, con la idea de que subiría. Pero nadie venía con la lluvia. Entonces mamá nos llamaba a todos para contarnos cuentos que nos adormecían. Mi hermana mayor hacía muchas preguntas y mi hermano quería que ella los repitiera. Ambos iban a la escuela o hacían sus tareas, mientras me pasaba en el balcón. Jugaban sólo entre ellos. Para esa época mamá esperaba a mi hermana menor y nos enseñaba cómo se hacen los niños y cómo nacen desde el cuerpo de la madre.

—Quiero que la hermanita salga de tu barriga para jugar con ella.

Cuando no estaba en el balcón pedía revistas y me tendía en el suelo a ver las fotografías. Dentro de casa era uno de mis pasatiempos favoritos. Pedía también periódicos viejos para simular leerlos. Mamá escuchaba música y escogía sus programas en la radio. Al fin, papá le regaló un equipo de sonido. Ella se sintió feliz y prohibió que lo tocáramos.

Antes de dormirme me daba un beso, mientras yo pensaba en las parejas que pasaban por la calle. No lo comprendía bien y tampoco pregunté. Iban hombres y mujeres tomados de la mano o abrazados. Algunos se besaban. Otros iban muy juntos dentro de los automóviles. Papá y mamá dormían juntos, también abrazados. Decían que era el amor, pero no podía entenderlo bien. A veces me metía en su cama cuando papá estaba ausente. Cerraba los ojos mientras ella tejía o leía algún libro, escuchando siempre música. Supongo que pensaba en el amor. Era cuando recordaba al mendigo que no podía mover las piernas y se impulsaba con los brazos para llegar a la avenida principal a pedir limosnas, o cuando se referían a los niños pobres y a las desigualdades, y papá decía que el país necesitaba una rebelión. Igual que con el amor, no entendía bien en qué consistían las revoluciones, mamá se asustaba un poco de esa palabra y yo no hubiera podido dibujarla con mi lápiz.

A veces, mientras todos dormían, me levantaba muy despacio e iba a pararme tras la ventana de mi balcón. Sentía frío pero me gustaba la ciudad desierta, en silencio, deshabitada de seres y de pájaros.

Apenas tenía tres años.