Cap. 13

Mayo 27. Están en El Cortijo.


Son vacíos que  se dilatan, espacios mudos sin contornos que se suceden, interrupciones de la memoria, como si el pasado fugara y se fuera en fragmentos, más todavía, como si se negara a sí mismo, como si mi vida pasada fue soñada en algún lugar donde dormí por años, o desde algún sitio que pudo haber sido una cueva perdida en un valle rocoso que me conservó en estado de suspensión, o en la última habitación de un panel de piedra de mil cuartos, construido en laberinto sobre la pared de un acantilado, en el cual permanecí por tiempos no mensurables, y no hago más que pensarlo cuando estoy solo, echado en la cama, o mirando el muro desde la ventana, o siguiendo a los peces rojos en la pila del jardín del Sanatorio, jamás leo nada, ni siquiera una revista, tampoco escucho música, pero el médico le ha dicho a mi mujer, a Carmela, que me nota más tranquilo, que no doy problemas, ella misma me lo ha comentado, aunque presiente que hay algo más, que algo sucede, me conoce demasiado, porque por miedo, por miedo a mí mismo, a la vida, a todo, he mentido y me he mentido, ocultando, disimulando, falseando, las perspectivas de ascenso en el Ministerio, los buenos negocios que nos sacarían de apuros y miserias, los nuevos contactos, los amigos del ministro, que me nombrarían jefe del departamento, las oportunidades no hay que desaprovecharlas, no te preocupes Carmela, le decía, basta un empujón, una palabra, un movimiento de muñeca, un par de tragos en el coctel, y ya está, al otro lado, mujer, y que no te preocupes por las deudas, yo sé cómo manejo estas situaciones, le aseguraba, y al principio, ella me creía, en realidad me creyó durante mucho tiempo, hasta que al fin se cansó.

El médico actúa como suelen proceder ante lo irremediable, evaden, alivian, facilitan el olvido, la resignación, y hasta me llena las orejas con aquello de la conquista de la paz y la armonía interior, qué diablos, ni siquiera las monjas del instituto las mencionan, hacen lo que deben y punto, y lo hacen con amor, ni siquiera lo meten a Dios en la conversación ni se andan con rezos y zarandajas, ¡qué monjas maravillosas!, pero no me quejaré del médico, sus consejos sobre la relajación me llevaron en definitiva a la casa, a salir del Sanatorio y cruzar la calle, ¿se percatará él que en ocasiones simplemente no recuerdo, como pedazos que caen en un pozo ciego para no ser recuperados, ¿creerá que simulo?, como trozos de un tiempo esfumado, ni yo mismo sé si estoy evadiendo hechos y sucesos del pasado, pues a veces me enredo y dudo si ocurrieron o no, que qué me sucede me dice, como si indagara, no es tonto el médico, él sabe que hay algo que no puede explicarse, reacciones propias de mi enfermedad que debían manifestarse, síntomas que no aparecen, algo le escuché decir e inclusive Carmela ha sido informada, lo siento mucho, soy una pequeña espina metida en el historial de sus experiencias, pero no se lo voy a decir nada, de mi visita a la casa, nada, de mi nueva vida, nada, de todo lo que me cuenta Matilde, de los amigos que me esperan, nada, ni hablar, jamás lo haría, de que conoceré a Isabella, pues hace cinco días que entré a la casa por primera vez invitado por Matilde, mayo 22, lo tengo presente, ella me reiteró que me esperaban, aunque se mantuvo fría al comienzo, parecía forzada, lenta al hablar, cambió después, me tomó simpatía, como vieja empleada debe ser una mujer muy sola, con un solo universo, insoportable y monótono, ¿qué esconderán por dentro estos seres?, ¿qué guardarán para nadie?, y entonces insistió que regrese, que todos desean conocerme, aunque en esa ocasión solamente visité la planta baja, debo volver, pero durante estos días no logro trasladarme y estoy desesperado, he inventado un dolor fuerte de cabeza para permanecer en mi cuarto, he aparentado depresiones y estados nerviosos, dejé de comer para impresionarlos y obligarlos a tenerme en la habitación, que por favor quiero descansar, que me siento además débil, angustiado, que quiero estar con las persianas corridas, claro, mirando el grabado colgado de la pared de mi cuarto, así empezó todo, con la casa reproducida, repitiendo la palabras que el mismo médico me recomendó para relajarme, y al fin, gracias Dios mío, he logrado evadirme, ya estoy en la calle, subo a la acera, cruzo el nivel de las verjas, y heme aquí, frente a la puerta y ni siquiera necesito golpear, la han dejado abierta, entro y está Matilde subiendo al segundo piso, voltea la cabeza y me dice buenas tardes, venga, sin duda es mucho más amable, ¿le sucedió algo, estuvo enfermo?, aguardábamos por usted, tal vez tuvo ocupaciones o se ausentó, ¿sabe?, lo vi llegar desde la ventana, los señores vendrán el viernes, no hay nadie en casa, ni siquiera el señor Marquito, mala suerte, pero adelante, sígame señor Mario Ramón, quisiera que conozca ahora el segundo piso y las habitaciones, la buhardilla del señor Marquito también, llega usted a tiempo, suba y sígame, compruebo que es una grada bastante amplia, con gruesos pasamanos de madera y barandas torneadas, tiene un descanso antes de llegar a la planta alta, la corona una elegante araña de cristal y la alfombra roja de la escalera está sujeta por varillas metálicas doradas, mientras que de las altas paredes cuelgan gobelinos y grupos de pinturas y cuadros que reproducen rincones de ciudades europeas unos, partes de ciudades asiáticas u orientales otros, y, absorto, sigo subiendo, curioso e intimidado, pero no se preocupe, debe sentirse en su casa, insiste ella algo impaciente, al momento de detenerme en el hall superior, muy amplio, cuyo piso está hecho de gruesos tablones, cubierto con la misma alfombra roja de las escaleras, y veo un gran ventanal adelante que da a un patio central, y los corredores se abren a un lado y otro, ya entiendo, puertas y ventanas de los dormitorios miran hacia adentro y la mansión se alarga hacia atrás, a la izquierda, explica Matilde, se halla el dormitorio de la señora Momposita seguido de la habitación que fue del señor César Aníbal, donde nunca nadie entra, salvo yo una vez al mes, a hacer la limpieza, y a la derecha primero está la habitación de la señorita Isabella y luego el cuarto de huéspedes, antes dormían parientes que llegaban de visita, amistades extranjeras, las amigas de la señorita Isabella, ahora ya no, ese cuarto es solamente para la señorita Mariemilia, o para la señorita Anisha, se acabaron los huéspedes y los visitantes, únicamente el pobre señor Óscar viene, el pretendiente de la señorita Isabella escogido por la señora Encarnación, por supuesto nunca ha dormido en casa, la señorita Isabella lo detesta, figúrese usted, debe soportarlo durante una hora semanal en la salita, mientras toman una taza de té con galletas y bizcochos, es un desastre el señor Óscar, y, al lado opuesto del piso, mirando a la calle, tienen sus habitación los señores, pero antes me había indicado que la escalera sigue hacia arriba, hacia el desván, rodeando el espacio destinado al elevador que viene desde la primera planta, mire usted, señor Mario Ramón, no puede dudarse de que es una casa muy hermosa, aislada del exterior, no hay un solo ruido que pase de la calle, me aclara Matilde, pues todas las ventanas tienen vidrios dobles, igual que en el primer piso, no se oyera ni el más lastimero de los alaridos y apenas una explosión, y tome en cuenta que cada habitación dispone de un clóset amplio y de un cuarto de baño propio, son muy elegantes, de estilo, con esas viejas tinas sobre patas de metal fundido, los lavabos son de porcelana pintados de flores azules, rosas y verdes, me gustan mucho, dice, mas no quiero importunarlo, advierte de repente Matilde, estoy muy atareada en la cocina y prefiero que se tome su tiempo y mire libremente cada habitación, ya lo saben los señores, no se preocupe, la señorita Anisha les ha hablado de usted, ¿lo sabía?, así que lo dejo, y luego le ofreceré un chocolate caliente con algunos panecillos, además de que, sin los señores, me siento extraña y hasta un poco temerosa en sus dormitorios, especialmente en el de la señorita Isabella, son sus espacios y yo aprendí a mantener cierta prudencia, por eso me respetan, porque yo también lo hago, comprenda usted, toda una vida, soy casi como de familia, aunque el secreto está en la distancia, al fin y al cabo yo ni siquiera conocí a mis padres y los señores me han dado todo, estoy desde pequeña con ellos luego de que me consiguieron en un orfanatorio, me han inventado cien historias sobre mi origen menos la verdad, que seguramente me depositaron un día, recién nacida, en el torno de un convento, usted comprende que quiero decir, ¿no es así, señor Mario Ramón?

Desaparece Matilde, ha bajado y va a la cocina, cuando me rodea, paralizado por la aprehensión, un silencio de hielo, en una morada solitaria, desconocida, y yo, recién introducido, invitado a visitarla, sin conocer a sus dueños, impelido ahora a hollar la privacidad de cada uno, tengo miedo y casi no me atrevo a seguir adelante, siento la necesidad de bajar la escalera y llamar a la empleada, comunicarle que será otro día, que volveré, me arrimo a la pared en busca de protección, como cuando comencé a caminar por las calles pegado a los muros, como los perros con hambre, ¿por qué tengo que recodarlo este momento?, y me acerco, con pasos arrastrados, como si alguien fuese a despertarse o a sorprenderme, hacia las amplias ventanas que desde el hall miran al patio interior donde está el cuarto de Teodomiro, un corredor cubierto lo rodea, y aprecio una cruz de piedra en una esquina, una pequeña fuente brotando en el centro, el patio empedrado con formas redondeadas, y vértebras de animales en hileras simétricas, formando una estrella, las macetas rojas y azules alternándose, dos bancas de metal, cuidadosamente trabajadas, incrustadas en el piso, los bordillos de piedras aún más pequeñas junto al muro, ahora los distingo mejor, la primera vez que entré a la casa no pasé del umbral, pues Matilde estaba por salir a la calle, y algo animado comienzo por el cuarto de Momposita, qué apodo por favor, Matilde no me ha dicho su nombre, pero sí que su difunto marido se llamó Reinaldo, giro el manubrio y, al entrar, es como si una avalancha de objetos se me viniera encima, como si hubiera abierto un armario que estallara sobre mi cabeza, sillones, mesas, lámparas de pie, demasiadas alfombras, cortinajes dobles, pedestales, cuadros, infinidad de adornos, hieren a la vista, una enorme cama de metal dorado con incrustaciones de nácar, excesivamente alta, hasta tal punto que se requiere de dos escalones de madera para treparse en ella, será muy pequeña la Momposita pienso, coronada la inmensa cuja con un velo muy fino que se reparte en pliegues, pero lo impresionante es la abundancia que inunda toda la habitación, desde no menos de seis almohadones sobre el lecho y una sobrecama recargada de labores y bordados, con largos flecos en los costados, hasta un cielo raso recubierto con planchas de cartón prensado con figuras de  ángeles, querubines y tronos, y la cómoda de tamaño descomunal, sobre la cual, bajo un crucificado sangrante y descoyuntado, aparecen las figuras de varios santos y vírgenes en madera o yeso alrededor de un sagrario bañado en plata, descubro que no está la Virgen con el manto que me observa, un secreter por otro lado, flores disecadas, recuerdos de peregrinaciones, amuletos benditos, cajas que guardan reliquias, tapetes que reproducen basílicas e iglesias, una cruz con la corona de espinas y un pedazo de terciopelo, un copón y una patena, incontables fotografías del muerto, Reinaldo de niño, Reinaldo de estudiante, con el birrete de graduado, leyendo, sobre un caballo, casándose de frac con la Momposita, recibiendo la bendición del obispo, comulgando, Reinaldo en la calle, Reinaldo en traje deportivo, fumándose un puro, en el automóvil recién adquirido, en el campo saltando una cerca, de viaje, subiendo al avión, un Super Constelation, luego en un DC6, los reconozco, mi papacito me llevaba de la mano a ver los aviones en el aeropuerto, bajando de un barco, y hasta en las paredes, confundido con cortinajes y entre pinturas religiosas y casullas y tres bendiciones papales acumuladas desde sus antepasados, las dos últimas del papa Pío XII y de su predecesor Pío XI, se multiplican los Reinaldos hasta el último en una gran fotografía, ojeroso y demacrado, en la antesala de la muerte, y finalmente, no me queda duda, dentro de una caja de madera, guardada en una urna de plata dentro de una campana de cristal,  las cenizas de Reinaldo.

Salgo entonces de la habitación, hacer un inventario de su contenido sería asunto de titanes, me acerco a la habitación que fue de César Aníbal, me resisto a entrar, debe tener olor a rancio y a naftalina, Matilde me dijo que solamente están la cama, un velador y una mesa-escritorio con su silla, una mecedora, cubiertos todos por viejas colchas o sábanas amarillentas, y que las cortinas se han desvanecido, y, como no me atrevo a invadir la intimidad de Isabella, regreso y voy directamente al cuarto de huéspedes, donde llegan siempre Mariemilia y Anisha, lo abro y, antes de entrar, por décimas de segundos dudo del lugar donde me encuentro, en este tráfago de mi vida en los últimos meses, en estas muertes y renacimientos que se suceden, doy un paso atrás, compruebo donde me hallo, me decido a entrar, y esta vez cierro la puerta, me paro en la mitad de la habitación, sin darme cuenta que soy yo mismo y no el cuarto el que da vueltas, bajo un tumbado artificial, de un azul acerado metálico, hay dos camas sin más adornos que un espaldar formado por varillas redondeadas del mismo material que se prolongan casi hasta el techo, cubiertas ambas por dos colchas opalinas que descansan al fin sobre una alfombra espesa, de color azul, más un sinfín de cojines de todos los colores apilados en una esquina, y, al frente, pintado con preciosismo a todo lo largo, la reproducción fiel de un rincón selvático, con árboles de todo tipo, retorcidos unos, erectos otros, forrados de plantas parásitas o trepadoras, líquenes, pájaros y loros, una que otra serpiente, gatos escondidos entre los troncos, mezclados con una sinfonía de riquísima vegetación, donde abundan los bambúes y las cañas, las plantas de grandes hojas y los helechos, con  una tenue nubosidad, o tal vez un fina llovizna que se esparce, quien lo pintó debe ser un artista, mientras las dos paredes restantes de la habitación lucen tiras verticales de varios tonos de color habano, repletas de máscaras de todo tipo, parecen especialmente africanas y latinoamericanas, y la ventana está cubierta por una persiana horizontal, todo iluminado con luces indirectas, y cuando salgo, es otro olor el que me sigue, un olor evanescente, juguetón, que puede igualmente adherirse a los poros o fugar en otra dirección, un sabor entre salado y dulzón, impreciso, unido al inconfundible de los jabones y perfumes femeninos, algo me sigue deteniendo y no cruzo al otro lado para mirar el cuarto de Isabella y la habitación de sus padres, ay, Isabella, ¿deberé esperarte tal vez?, y decido subir la grada de caracol a mirar la buhardilla, el lugar de Marco, el hijo baldado de nacimiento, el señor Marquito de Matilde.

Sorprende la amplitud del desván, ya me lo explicó ella misma, en el cual, sobre la parte delantera de la casa está el universo de Marco, y atrás, bajo al otro desnivel de la cubierta, una inmensa bodega de vejeces y olvidos, el basurero lo llama el señor Cástulo, hay que guardarlo todo, nunca se sabe, repite la señora Encarnación, había contado Matilde, me impresiona el sitio de Marco que recibe la luz de dos ventanas que sobresalen del techo inclinado y dan hacia la calle, y que reproduce, paso a paso, la historia de un tullido que recibió todo de la vida, menos el movimiento de las piernas, desde el pequeño corral donde seguramente se arrastró hasta las sillas especiales en las cuales aprendía, a través de profesores particulares, desde las primeras letras hasta la historia universal, la geografía de los cinco continentes y el misterio de galaxias y constelaciones, el lenguaje y las matemáticas, sin duda el gran espacio marca las etapas de Marco, los peluches de su infancia y los trenes eléctricos de los diez años, una colección a escala de automóviles que cubren no menos de treinta años de los principales modelos colocados en estanterías de varios pisos hasta los afiches de cantantes y conjuntos musicales, una inmensa cantidad de discos de 78 y 33 r.p.m., muchos de ellos bailables, para ser escuchados por quien nació con las extremidades muertas, la radiola servida por varios parlantes repartidos por todo lado, es una RCA, el juego de luces que se manejan desde un control, y el cuarto, además de las ventanas dobles, está forrado de corcho y de otros materiales aislantes, hay un corredor circular marcado en el piso por donde se supone puede dar vueltas y vueltas en su silla de ruedas, imaginar que está en las carreras de coches y evadirse de alguna forma de la condena perpetua, y la cama, situada en una esquina, está a nivel del piso y se ha instalado un sistema de poleas movidas con un motor eléctrico para subir y bajar de la silla con poco esfuerzo, ya recuerdo que Matilde me dijo que está muy gordo, como lo vi en las fotografías de la sala con su rostro completamente redondo, ojos y boca muy pequeños, nariz de bola, una mezcla perfecta y echa a medida de sus padres, salvo el abundante pelo y el mechón que le cae sobre la frente, aunque para el caso del baño se ha optado por una tina también al nivel del piso, rodeada de esponjas y cauchos por los cuales se resbala Marco, de modo que, salvo en la silla, la vida debe recordarle que es una especie de reptil que tiene que arrastrarse siempre, en fin, no entiendo por qué pienso así y, al mismo tiempo retorno a escenas de mi vida, esto y aquello, como si volviera a repetirse el sueño de que soy pisado por varios pares de zapatos o el de atravesar el suelo lamiéndolo con mi lengua, basta, es suficiente, pobre Marco, pero por lo menos no tiene que preocuparse de nada, tiene en demasía, y al salir, no lo había observado antes, contra la pared, se encuentra un viejo escritorio con dos gruesas cerraduras, de aquellos que traían una puerta plegable de madera, una persiana en realidad, que se escondía en la parte de atrás al ser abierta, Matilde me lo había advertido, nadie, ni siquiera sus padres, han podido obtener que Marco abra ese escritorio y nadie conoce donde guarda las llaves ni qué esconde dentro del mueble.