Agua

Para mi hija Ana María, que no la conoció.

 

Desciendes por tu cauce. No puedes remontarte. No soñarías en el desborde ni esperarías un dique que te convierta en alberca o en fantasía de laguna. Tal vez ese día quisiste variar de curso, no someterte al desnivel, sinónimo de viaje o de jamás volver.

    O, quizás, tuviste la ilusión de que algo te desviara en ese momento. 

    Pero sólo tienes la libertad de seguir. De ser agua. Eres una esclava de ti misma. 

    Te alivias, no obstante, al saberte predestinada para todas las reflexiones: gota, río o mar, en ti se reproducen nubes, árboles y pájaros, lunas, rostros, animales sedientos. 

    En esa ocasión —cuando sucedió— eras torrente en el lecho de una zanja, deshielo venido de nevados y filtraciones de páramos. 

    ¿Por qué, podías haberte preguntado —agua—, pues yo no alcancé a imaginarlo, esa mañana de abril trajo algunos crespones que daban vueltas en el azul que en ti se retrata, y que contigo se deslizaron acoplados, simbiosis de lo que permanece sobre la tierra y de lo que habita, como colores o como vuelos, en el firmamento? 

    Tampoco supe si tú también tuviste un presentimiento y lo consultaste, como yo misma lo hice más tarde, a los vientos, a la yerba que crece en los bordes del canal, a las copas de eucaliptos y capulíes que logré mirar desde mi hondonada, a través de tu mismo cristal —agua—. 

    Sentí dolor al caer sobre las piedras del fondo, escozor al rozarme con las arenas viajeras impregnadas de algas, ramas y hojas llevadas por la correntada. Estabas como eres, como naciste —la primera gota fue un trozo de hielo que no pudo resistir—, y a poco mi cuerpo, de espasmo en espasmo, fue tomando tu temperatura. 

    Te comenté todo esto, y mucho más —agua—. ¿Te hice muchas preguntas? Al principio, no lo entendía. Mi memoria carecía de contornos. Estaba confundida debido al imprevisto. Las cosas y los recuerdos en retazos, las impresiones en suspenso venían y se iban por todo ese tiempo imposible de calcular que estuve allí, abrazada por ti —agua—. 

    Todo comenzó con un traspié, la caída, una roca que estuvo donde no debía, un golpe en la cabeza, la sensación de que transitabas sobre mí. Eras agua y sólo pasabas, barriéndome, mientras yo esperaba que algo sucediera, que algo cambiase y no me expliqué el porqué de ese estado de transitoriedad. Quizá lo sabías, pero no me dijiste nada a pesar de que estuvimos tanto tiempo juntas. Algo como: “No sé qué hacer para reflotarte; para sacarte de aquí y dejarte, dormida, bajo las ramas de un árbol, esperando que te calienten los rayos del sol, o quizás a alguien que te abrace y te abrigue”. O como: “No sé qué debo hacer para transformarme en gritos, en llamadas urgentes, para que todos vengan a sacarte del aprieto”. 

    No tenía angustia ni premura. Mis músculos, mis tendones, el compás de la sangre dejaron de pertenecerme. No padecía. Mi cuerpo se sentía acariciado, protegido. Al principio, es verdad que sintió frío, pero después frescura, ligereza de vuelos ascendentes, cierta plenitud desconocida que me iba poseyendo. 

    Ese día —el de los crespones— parecía como todos. Me crucé con el ganado cuando salí del patio de la hacienda montada en un caballo. De niña los soñaba de diversas tonalidades, pero con alas. Quise un caballo con alas. También con las voces de los mayorales, los mugidos y los pasos de las vacas, el polvo. Los gritos de los indígenas que guiaban a los animales eran los mismos. Las máquinas abriendo surcos, poniendo los suelos a punto, sembrando, para que tú fueras —agua—, los inundaras y les permitieras absorberte hasta sus entrañas. Ese es tu oficio: abrir venas en la tierra; hacer que la vida, de las semillas, brote; hacer que la vida, de los retoños, vuelva. Yo creo que también lo intentaste sobre mí, cuando me viste inmóvil, penetrándome por todos los poros, tratando de vivificarme. Pero mi cuerpo no respondió —agua—. No podía mover mis dedos ni mis piernas. Sólo abría y cerraba los ojos, y te sentía correr sobre mi cuerpo. Nada más. 

    “No te alejes demasiado —dijeron mis padres—; almorzaremos pronto.” 

    “Tenga cuidado, niña Margarita — gritó la vieja cocinera—, que ese caballo tiene flojos los tobillos.” 

    Al atardecer, el firmamento seguía despejado. Desde ese lugar no pude mirar cómo el sol, antes de perderse, enciende las nieves del volcán en la cordillera que siempre me pareció estar a un tiro de piedra. No podía mirar, porque los cauces los hacían profundos, debido a las curvas de nivel, y yo estaba al fondo. Cerré los ojos y debo haberme dormido. Al despertar vi las estrellas. No había luna. No me hizo falta. Nada me hacía falta. 

    Fue entonces cuando escuché —te conté, agua— porque antes lo había considerado un sueño, las mismas voces de la tarde, los gritos, el movimiento de los vehículos que entraban y salían, los ladridos de los perros que nos acompañaban cuando íbamos a pasear por los caminos de tierra, hacia el molino de piedra, hacia el bosque. Al comienzo no les di importancia, me parecieron los ruidos de siempre, los sonidos de la rutina. 

    La noche avanzaba y lo comprendí. Me buscaban. No debo estar lejos de casa, pensé. Debieron hacerlo toda la tarde y seguían rastreándome, llamándome, indagando por aquí y por acá, preguntando quién me había visto pasar, iba —dirían— en un caballo de hacienda, viste en esta forma y tiene el pelo largo sobre los hombros, dónde puede estar —también dirían—, dónde pudo haberse metido, un accidente se sabe pronto, no puede desaparecer, no tenía motivos. Qué motivos podía yo tener —agua—, figúrate, con apenas diecisiete años y mis ojos y mi sonrisa y mis brazos abiertos a la vida... 

    Al fin, escuché pisadas, cada vez más cercanas. Miré un rostro, quizás un indígena que daba vueltas por ahí tras unas huellas, una linterna que rastrea, busca y encuentra. Y, de inmediato, el grito, el comienzo del anuncio, de la noticia escondida que se revela. De nuevo las pisadas mucho más rápidas que se alejan. Y enseguida comenzaron a llegar, desde la antigua casa que había pertenecido a un obispo de fines del siglo XIX, alaridos, exclamaciones como “dónde”, “cómo”, “están seguros”, “no, no puede ser”; premuras, correrías, sobre todo gritos que se abalanzaban desde lejos. Cuando, ya sin gritar, me miraron, yo había cerrado los ojos. Tuve, ahora sí, miedo, y esperé. Esperé con ese miedo. Esperé rodeada de ese silencio asfixiado. 

    Algo comenzó a romperse cuando, de un salto, después de deslizarse por los flancos, con botas de caucho unos, descalzos otros, los campesinos a quienes nada sorprende y todo lo han visto, sin saber a quién obedecer en el cruce de instrucciones desesperadas, no sabían cómo y de dónde tomarme y levantarme. 

    “Está intacta la niña”, decían. 

    “No ha sufrido la niña.” 

    “Parece que está dormida.” 

    Mientras mi cuerpo era levantado, abrí apenas los ojos. Te abandonaba —agua—. Chorreando, apretada por manos acostumbradas a todos los trabajos, percibí que no habría retorno. Ingresé en una masa negra, sellada, que poco a poco me fue envolviendo. 

    Lo último que miré fue al caballo, con las patas hacia arriba. Viejo y de tobillos flojos, no pudo regresar a dar, con la cabalgadura vacía, la primera alerta. 


 1997-2007