Literatura y migración (Letras del Ecuador)

Modesto Ponce Maldonado

Después de leer La ignorancia, la novela de Milan Kundera que trata sobre el exilio, pensé que esa obra pudo haberse titulado El olvido. No trata de los que se fueron; trata de los que volvieron después de veinte años de ausencia. Y cuenta aquello que podrían encontrar, si alguna vez vuelven, muchos ecuatorianos que se fueron con la ilusión de decir en el futuro a quien aman un “ven tú también”, o con la promesa, inútil e incierta, del “volveré”, y que están indudablemente ignorantes —de allí el título de la obra de Kundera— de lo que les espera afuera o de lo que encontrarían a su regreso. No puede ser de otra manera: se marchan, no porque son libres, sino porque están desesperados y no tienen lugar ni asidero.

Para efectos de este comentario, se han escogido dos novelas como referentes literarios: El muelle de Alfredo Pareja Diezcanseco y La dama es una trampa de Galo Galarza, más tres relatos cortos de Eliécer Cárdenas, Raúl Péres Torres y Jorge Velasco Mackenzie. No me referiré a las obras escritas “desde fuera” sobre diversos temas y existen algunas como, por ejemplo, Papá murió hoy de Telmo Herrera, Pares o nones de Francisco Tobar, La luna nómada y El desterrado de Leonardo Valencia o De que nada se sabe de Alfredo Noriega, escritores que se fueron en circunstancias normales, ni tampoco a textos sobre vida del migrante en el exterior, entre los cuales se encuentra El vendedor de sueños (Alfaguara) de Ernesto Quiñónez, un joven de origen ecuatoriano que nació e hizo su vida en EE.UU. y que, inclusive, escribió originalmente en inglés.

Alfredo Pareja Diezcanseco escribió El muelle en 1933, su primera novela, prologada por Benjamín Carrión, como una respuesta del recordado escritor a la crisis que sobrevino al auge cacaotero y al dominio de reducidos grupos económicos que eran dueños y beneficiarios de la riqueza exportable, de los principales bancos y hasta de la impresión de los billetes —no hemos cambiado mucho en ochenta años—, crisis a la cual se añadió la llamada “gran depresión” de los EE.UU. en los treinta.

Y en 1996, Galo Galarza presenta La dama es una trampa, más que como obra narrativa, como un “relato testimonio”, en realidad un collage, o un encolado como al parecer debe decirse, de situaciones relacionadas con el exilio; esa “trampa abierta —como escribe al propio Galarza— ante los ojos exorbitados de la desesperación, o sea del subdesarrollo”, un calidoscopio lacerante, una catarata de infelicidades. “En la guerra sólo mueren los pobres, los mismos que se mueren de hambre en la paz”, se escribe en alguna página. Y, en otra se dice: “Para que quiere que regrese a un país que ni siquiera sabe si existe”.

Son reveladores los tres relatos cortos: Aeropuerto, del guayaquileño Velasco Mackenzie; Las lagunas son los ojos de la tierra del cañarejo Cárdenas; y USA que te usa de Pérez Torres. Y aún más reveladores porque fueron escritos desde las tres ciudades principales del país, desde donde la gente, día a día, se despide desde una ventanilla de avión de otros que también levantan brazos de adioses tras las mallas de alambres que cercan las terminales aéreas. Unos y otros, atenazados entre el “tal vez” y el “nunca más”.

Pareja se sitúa en la crisis. Galarza, sesenta años más tarde, suma a la crisis la duda sobre si la nación existe. Un arco extenso de tiempo, sí, pero un arco cuyos extremos se tocan y hace que nos preguntemos: ¿Cuánto hemos avanzado? La crisis de los veinte y tantos fue desatada por los dueños de la nación de ese entonces. ¿Quién o quiénes han desatado la crisis actual, en esta época neoliberal, globarizadora y dolarizada? ¿Quiénes deciden por el país? Basta un ejemplo: de los últimos seis presidentes de la República, hay cinco “apoderados”, agentes del verdadero Poder que está en otro sitio —quiero decir que no han gobernado, que no han sido “mandatarios” ni estadistas, uno de ellos además un gran reculador— y el sexto fue un charlatán patanesco. ¿Y qué de los partidos progresistas, de los socialismos? No existen ya… Todos sentimos una sensación de desplome, de pozo sin fondo, de desquiciamiento general. Y, lo que es peor, pocos, muy pocos dicen algo —ya ni siquiera se grita—, y entre ellos están los indígenas, algunos intelectuales. Las fuerzas de “opinión” —y uso un término que no me gusta— no opinan nada. Callan y esperan que el mundo se caiga. En realidad callamos todos, mientras somos burlados y aplastados.

¿Y por qué estos comentarios? Confieso que me es totalmente imposible hablar de Literatura y callar sobre la Vida. El desarrollo de la novela ha ido paralelo generalmente a la historia y al destino de las naciones y de los pueblos. Y aunque su evolución ha sido impresionante, especialmente a partir del siglo XX, con medios de expresión, uso de puntos de vista y técnicas renovadas, es indudable que este género sigue y seguirá tratando de explicar al hombre y al mundo. La novela permanecerá mientras el hombre exista. Bastaría un simple repaso de países y épocas, nombres y obras, estilos y formas, o la mención, en vía de ejemplo, de la literatura latinoamericana con su riqueza y exuberancia. “La dicha y el drama de la novela residen —se ha dicho— en el hecho de que la realidad es inagotable”.

¿Y nuestra novela?

José de la Cuadra —y estamos conmemorando los cien años de su nacimiento—, en un lúcido ensayo publicado en 1933, nos hablaba de que la narrativa ecuatoriana, “nació romántica y entrañablemente insincera”, de modo que no había “tenido tiempo bastante para exhibir la totalidad de los personajes que se le ofrecían espontáneamente”. Añade que poco a poco “los tipos propios del medio comenzaron a invadir el campo de la letrística”, de modo que “si bien abundan personajes ecuatorianos en busca de autor, los autores ecuatorianos no buscan ya el personaje extranjero… el descastamiento literario hácese más raro cada vez”. No podía ser de otra manera: allí estaba la generación de los treinta escribiendo su literatura social, la del indio y la del montubio, a la que se sumará la generación de los sesenta con la novelística del cambio y de la revolución. Pero, ¿qué diría de La Cuadra de estar vivo?, ¿qué sucedió con los noventa?

No es que se haya dejado de escribir: “el Ecuador escribe”, decía un eslogan, aunque se lea poco como se quejaba alguna vez Abdón Ubidia. Hay cuentistas. Hay poetas. Hay buenas novelas, pero no son muchas. Y quizá sería mejor decirlo de otra manera: se siente un excesivo silencio, espacios vacíos, la impresión de textos en espera, de personajes que aguardan; de lenguajes por descubrir y universos por levantar; de libros que, acaso, esten ya escritos en muchas mentes, pero no hallan el cauce, el derrotero, la forma de salir adelante.

¿Estamos, entonces, sin escribirnos?

Porque el tema de la migración en la literatura —y podía haber sido cualquier otro tema— me ha llevado a esta reflexiones. Y he pensado específicamente en la novela, pues sólo la novela crea o describe universos, desarrolla vidas, y porque, por lo menos por el momento —esta puede ser una afirmación discutible— tal vez sea la novela, por el poder que encierra, la que tenga que decir qué somos, dónde estamos, adónde vamos. Porque así como el historiador, el sociólogo, el antropólogo, el investigador y el ensayista cuentan o describen, con los datos de la realidad, de los hechos o de la ciencia, su versión de las cosas, el escritor, con la palabra, con la imaginación, con la ficción, cuenta la suya con su lenguaje y su tono propios. Pero unos y otros se encuentran en el mismo mundo, se cruzan por la calle, cargan los mismos pesos, soportan iguales incertidumbres y se hacen las mismas preguntas. Y es la novela la que puede convertirse en la relatora heterodoxa de la historia, como sostiene José Saramago, auto definido como “un ensayista que escribe novelas”; y es también por eso que se ha llegado a mencionar una “sociología de la novela”, porque aunque sea un acto de creación individual —Auster dice que la habitación donde crea el escritor su obra “no es la representación de la soledad, sino su misma sustancia”— nace o puede nacer también de las colectividades y vuelve a ellas como texto impreso, sin perjuicio, por cierto, de todas y cada una de las innumerables expresiones creativas. Quiero decir, en suma, que el peso de “lo nuestro” es demasiado fuerte y es difícil que un escritor pueda sustraerse —sería un contrasentido— de esta realidad. Menciono, como ejemplos, únicamente por tratarse de la últimas lecturas, Río de sombras de Jorge Velasco Mackenzie, una novela de y sobre Guayaquil publicada por Alfaguara, que presenta a la ciudad como una sombra, sin contarla, como hija del manglar y del agua, sólo referida por sus dioses y héroes perennizados en estatuas y monumentos; y Vientos de agosto de Carlos Arcos Cabrera, publicada por Planeta. Ambas deberían leerse. A Velasco Mackenzie, porque su invalorable caudal literario y el lenguaje que crea en la obra lo avalan; a Arcos Cabrera, porque en ésta, su segunda obra —él es sociólogo— ha pintado un universo que abarca casi todo el siglo pasado.

No sostengo de ningún modo que los escritores vivos, cuyas obras tienen espesor y dimensión, se han escabullido de esa realidad lacerante del último cuarto de siglo o están ciegos sobre lo que nos rodea. El problema es otro y nos compromete a todos, escribamos o no. El problema se encuentra en que casi no hay nación, que ya no somos, que no nos reflejamos en nada. Y tal vez hemos perdido el lenguaje, no porque no tenemos qué decir ni cómo decirlo, sino porque —pienso— no nos sentimos capaces de digerirlo todo, organizarlo de alguna manera, o no sabemos por donde empezar: hay demasiadas cosas y no acertamos en tomar la punta del ovillo o al toro por los cuernos. Vivimos aplastados, enmudecidos. Este es un buen punto para la discusión, para el debate. Y no encuentro —repito— otra manera de enfrentar la situación literariamente sino desde el universo de la novela. No solamente en cuanto la novela puede “contar” o “narrar”, sino por aquello que pueden provocar, incitar y sugerir. Una buena obra que dice únicamente lo que el texto narra en realidad dirá poco. Tiene que ir mucho más allá, volar con sus propias alas, obrar el milagro de que los lectores sientan que también las alas les empezaron a crecer. La novela no cambia al mundo, sólo lo interpreta, pero sí es capaz de cambiar en alguna manera a la gente…

Las obras escogidas

Si decimos, como en un comienzo, que con la migración comienza el olvido, no le hemos dicho todo. Tampoco si hablamos de la desesperanza, de la pobreza, del fracaso del país, del fracaso de los modelos, de nuestro propio fracaso generacional, del silencio, de la impotencia…

El verdadero drama del migrante está en la ruptura del amor. Es el amor que se quiebra en pedazos con la migración. El amor a lo suyo y a los suyos; el amor a una vida vivida; el amor a una ciudad, a un pueblo, a un paisaje, a un tipo de rostros, a un idioma, a una manera de decir las cosas, a una música, a un clima, a cierto tipo de comidas, a una forma de vida… Es inimaginable la profundidad, la dimensión de la ruptura, de la desolación. Pensemos nada más que en la migración interna, descrita en obras como El éxodo de Yangana del inolvidable y recién desaparecido Ángel Felicísimo Rojas, en A la costa de Luis A. Martínez o en Huairapamushcas de Jorge Ycaza, y recordemos lo que estas obras nos contaron.

Allí está Juan Hidrovo, el protagonista de El muelle de Pareja Diescanseco, yendo y viniendo en un barco mercante, o quedándose en New York, “la ciudad prometedora”, por meses, defendiéndose con las uñas, mientras su mujer, María del Socorro, hace lo propio de lavandera o muchacha de mano, hasta que es despedida y la única garantía de contar con una entrada en otro trabajo es abrirle la puerta a la noche al nuevo señor de la casa, un financista, un empresario. “Hidrovo tenía miedo y quería gritarlo” se escribe. Hasta que vuelve con unos pocos ahorros, encuentra un trabajo, María del Socorro quiere dormir únicamente con su marido y es el propio financista que, en venganza, hace despedir a Hidrovo y lo hunde.

Allí están las pinceladas de Galo Galarza, contándonos en apretados textos, punzantes e irónicos, lo que sucede allá y lo que queda aquí, la llamada “cama caliente”, cómo nos ven y nos tratan afuera, la explotación al “latino” en USA o al “sudaca” en Europa, las crisis de identidad, “el miedo al regreso, a lo desconocido o a lo conocidísimo”, la nostalgia, la soledad, sobre todo la soledad, mientras se pinta al hombre más rico del Ecuador, sin que sea necesario decir su nombre (hasta publicaron su biografía una vez muerto, pero nadie escribirá la historia de cómo en realidad hizo la plata), o se imagina al señor Presidente reuniendo al gabinete para anunciar las diez medidas que solucionarían la crisis.

Y también tenemos a los personajes de los relatos cortos. A la Alejandra de Velasco Mackenzie, lista para tomar el vuelo a Estados Unidos, a la cual únicamente le falta olvidarse ese momento del español y que los ojos se le vuelvan azules y el pelo rubio. Al “manuel”, cuyo nombre el autor Pérez Torres lo pone con minúscula, como una cosa que es, que obtiene un trabajo de diez horas ininterrumpidas de diez de la noche a ocho de la mañana frente a una máquina que no para. Al Miguel de Eliécer Cárdenas que se resiste a dejar su casa y familia, levantada junto a una laguna que se traga vidas con frecuencia —¿símbolo del país?— y, al fin, tiene que marcharse.

Los tres relatos lo dicen todo: los sueños del “sueño americano”: cómo no va a ser una ilusión si siendo el 6% del mundo consumen el 50%; cómo no va a ser un anhelo si para que todos vivamos como se vive en Miami necesitamos los recursos naturales de diez planetas tierras; cómo no va ser un sueño si 500 personas, todas usamericanas, tienen la misma renta anual que 3.800 millones de seres humanos. Igual que los sueños de la vida en España o en Italia, explotados, desprotegidos, humillados y mal vistos por su color o su forma de hablar. Todos y cada uno rompiendo y haciendo trizas el Amor (y ahora lo pongo con mayúscula)…

Otras manifestaciones

Vale la pena una expresa mención al documental cinematográfico Problemas personales, excelente producción de Lisandra Rivera y Manolo Sarmiento exhibida en el cine 81/2, una visión profundamente humana y muy bien realizada de los migrantes ecuatorianos en España, con los propios protagonistas de los hechos presentados. Uno de ellos quisiera todas las noches dormir abrazado, sólo abrazado, de una mujer…

Juan Martín Cueva produjo también Marineros, un documental fílmico sobre quienes se embarcan en busca de una nueva vida. Y, hace algunos años, lo hizo igualmente Mónica Vásquez con Mujeres. Conozco que Pablo Barriga ha escrito Relatos breves (Edit. El Conejo) y que Santiago Arguello Cuesta Arriba (C.C.E). Ambos tocan estos temas.

Viviana Cordero, hace algunos meses, en la obra de teatro Tres, con la actuación de Toti Rodríguez, presentó tres historias de migrantes (se trató de monólogos) que abandonan el país por diversos motivos: una secretaria ministerial involucrada en actos de corrupción, una empleada doméstica y un travesti. Una pieza que valió la pena verla.

La novela de Jaime Marchán Destino a Estambul, aunque trata de un periodista sin trabajo que se embarca en la bodega de un barco con destino a New York para terminar en Estambul, no toca el tema: es una obra en la cual el protagonista es víctima de una confabulación de traficantes de droga que le consiguen, para ocultar el tráfico ilegal, un empleo de inspector portuario del banano exportado desde Ecuador, posición que le permite hacer amistad con el cónsul ecuatoriano, un dipsómano, y con su esposa insatisfecha. La obra, de estilo ágil, tiene el fondo de esa ciudad única y un final feliz donde los malos van a prisión y el protagonista recupera a su amada turca.

Algunas píldoras a modo de conclusión.

Los migrantes no tienen derecho a la “seguridad jurídica” que reclaman los inversionistas ni a las “reglas claras” que exige el intercambio comercial. Los migrantes carecen del respeto y las garantías que piden los capitales que se mueven internacionalmente. Los migrantes no son bien recibidos y las trabas se multiplican, mientras en un mundo “globalizado” las mercaderías viajan sin problema. Los migrantes están sosteniendo la dolarización: después del petróleo es el rubro con mayores ingresos. Después de terminar “la casa”, buena parte de los ingresos va a los comerciantes; casi nada a la inversión: ahorro, educación, capacitación, microempresas. El Ecuador es un buen exportador de pobres. Muchos empresarios, para poder competir, están trasladando sus fábricas a Perú o a Colombia y despiden a los obreros, que son candidatos a nuevos migrantes. Otros las cierran porque los costos no les permiten continuar y se dedican a exportar de Corea o de China o planifican irse a vivir en Miami (hasta los pudientes quieren irse). Trabajadores peruanos (la migración al revés) están llegando hasta las provincias centrales para desplazar a los ecuatorianos: cobran menos pero con lo que obtienen compran más cosas en su país. Hasta las trabajadoras sexuales peruanas cobran menos en Machala. Campesinos colombianos que huyen de la violencia, del Plan Colombia y de las fumigaciones ingresan al Ecuador (otra forma de migración al revés), mientras que como burros cabizbajos y orejones, de frentes reducidísimas, nos unimos a la guerra civil colombiana, cuyo origen remoto está, no en la guerrilla ni en el narcotráfico que no existían, sino en el forzado desplazamiento de campesinos empujados por los cafetaleros y en la guerra entre liberales y conservadores. Pocos conocen que hay muchos niños muertos a causa de las fumigaciones en Colombia: son datos que se ocultan. Medítese en lo que acaba de conocerse de la guerra sucia en el Perú: 70.000 muertos de lado y lado. Las crisis las causan los de arriba, no los de abajo. No obstante, el canciller de una lujosa universidad privada que escribe en un diario quiteño recomendó a los pobres que emigren para que los que se queden puedan ser “libres y ricos”. La misma universidad que en los programas de su Escuela de Gobierno proclama que “la necesidad no genera derecho”. ¿Y la necesidad de vivir, de comer, de educarse, de trabajar, hasta de morir? ¿Qué dirán ante esta teoría los profesores de la Facultad de Jurisprudencia y de Filosofía del Derecho de la misma universidad?

Pero aquí, señoras y señores, no pasa nada…

Ante nuestro silencio, ante nuestra mudez, la novela también tiene la palabra…

(Quito, septiembre 2003)