Por qué escribo

POR QUÉ ESCRIBO

Un pertinaz se confiesa

Modesto Ponce Maldonado *

No hay contrición posible. Un escritor solamente debe arrepentirse de no ser auténtico, libre e insatisfecho. Su obligación es escribir en la mejor forma posible.

No haré una referencia a libros leídos en la juventud ni a los que llegaron luego. Debido a las trampas de la vida, son menos de los que hubiera deseado conocer. Desde pequeño busqué la palabra, los periódicos los abría sin entenderlos, los letreros me gustaban. Fueron mis primeros ejercicios de lectura. Fui asediado por las palabras.

Más tarde los papeles se invirtieron, y el llamado se convirtió en búsqueda. Cada libro me atraía físicamente, me invitaba a hojearlo, a tocarlo como a una mano de mujer, o como a los cuerpos que esconden universos bajo la piel, en espera de acercamientos.

Por fortuna y por instinto, jamás separé los libros de la vida y del mundo. Las obras fantasiosas me molestaban, como me estorban los filmes ligeros. De ese modo, aunque se lea en soledad, cada lectura no fue una fórmula de escape. Al contrario, brotaba una avalancha de preguntas y interrogaciones. Pero, ¿ a quién preguntar?, ¿en dónde indagar? Comprendí que había un mundo del que nadie hablaba. Del que nadie podía hablar. Porque era el mundo de la vida, no de lo que ocurre, en la simple sucesión de hechos, sino de esa misma vida pero desde adentro. Adolescente, me convencí que en esos libros estaban las explicaciones sobre la vida, la sociedad, los misterios humanos, la muerte, el dolor, la religión, el amor, la ternura, la sexualidad, la amistad, el poder, las injusticias, las guerras, en fin… Mi novela El Palacio del Diablo fue dedicada también a los niños de las calles de Quito. Mi mente fue una escarbadora, un topo que rastrea. Una catarata de interrogantes, de porqués que no terminarían. Puedo afirmar que la literatura me hizo y me sigue formando. Después de cada libro que he escrito soy otro. No me refiero a los conocimientos almacenados. Me refiero a la capacidad de “entender”. Al impulso de hallar la dimensión y el sentido de las cosas. En este tiempo ya no pensamos. Reaccionamos nada más, como marionetas, repetimos frases o conceptos sin contenido. Ahora como nunca la lectura es una fórmula de salvación.

Mentiroso el mundo de hoy. La comunicación nos han convertido en mirones de imágenes que duran segundos, o en receptores de noticias que hoy son y mañana no. Mediatizados, vivimos realmente incomunicados con lo que significa vivir. La literatura, en cambio, es exactamente lo contrario. Una sola frase vale más que mil imágenes. Por medio de la palabra, del instrumento que nos hace realmente humanos, se recupera aquello de lo que hoy carecemos: de tiempo. El sistema actual ha eliminado el tiempo vertical, lo profundo, para obligarnos a vivir de instantes pasajeros, de sucesos que se funden en instantes. Lo demás absorben nuestras preocupaciones diarias. La literatura también elimina el tiempo, pero en otro sentido, ya que lo expande, lo altera, lo detiene o lo explica. Lo transforma en materia vital, en hondura y perennidad, mientras el otro tiempo, el tiempo que marca el reloj, se acaba en cada segundo, para convertirse en nada, y únicamente acercarnos durante meses y años a la muerte, a veces sin haber conocido para que vivimos. Fernando Pessoa escribió: “El hombre es un animal que se despierta, sin saber dónde, ni para qué”.

Comencé, pues, a leer para tratar de explicarme aún lo inexplicable, y así viví durante muchos años: mirando, observando, procesando dentro de mí. Desde unas decenas de páginas a los 22 años, jamás volví a escribir una línea sino treinta y cinco años más tarde. La literatura fue, pues, una amante clandestina, o quizá muchas amantes de las cuales nunca conocí los rostros, los nombre y los cuerpos.

Comencé a escribir para respirar, para creer en algo. Después de un libro de cuentos, dos novelas y una tercera en preparación, pienso ahora que siempre estuve escribiendo. Una especie de software instalado, no sólo en el cerebro, sino todo sobre en el subconsciente y en las estructuras instintivas y emotivas, hicieron el resto y un día me ordenaron escribir. Se escribe con todo. Los escritores somos también nuestros propios amanuenses.

El programa comenzó a funcionar al fin, pero el sistema no podía enseñarme lo más importante: el oficio. No hay universidad para eso. Se aprende escribiendo y leyendo. Así que pasé tres o más años, llenando páginas en desorden, concibiendo personajes incompletos, como si primero tomase fotografías para luego inventar historias, en realidad sin saber adónde iba. Luego se perfilaron poco a poco los cuentos de También tus arcillas, entre otros que no se publicarán. Esos cuentos fueron mi escuela, mi título para llegar a las novelas más tarde, por la simple razón de que los relatos cortos son exigentes, implacables. Aprendí que se escribe al reescribir, al revisar. A más de los chequeos constantes ante la pantalla, imprimo tres o cuatro veces la obra y la reviso, como lo hacía en la escuela, con lápiz y borrador. Si algo sé, lo debo a esos cuentos. Escribir no es un trabajo, ni una profesión. Es un oficio. Más importa cómo se cuenta que lo que se cuenta. Este es el eslabón estético que une al autor con el lector.

Pero, ¿por qué se escribe en realidad, en lugar de ejercer una profesión, ser un técnico, o poner un negocio? ¿Por qué se escribe si, a veces, hay que hurtarle horas a las otras horas inevitables que nos permiten subsistir? En el Ecuador no hay un solo escritor que pueda vivir de sus obras, a más de la “invisibilidad” de que habla el escritor Carlos Arcos, al referirse a la indiferencia hacia nuestra literatura y la inclinación por lo de afuera, por simple facilismo y, aun peor, porque no aprendemos aún a querernos. La disgregación y el poco amor hacia lo nuestro son los principales males del país.

Excluyendo a los literatos light o de marketing (la literatura hecha telenovela), el escritor es una especie de francotirador que escribe desde la insatisfacción y el desengaño. Un individuo —que a veces parece raro y otras aparenta ser como todos— que dispara sus palabras y arma sus historias y sus personajes, ya porque no le agrada el mundo e inventa otras historias, ya porque quiere dar una visión personal, no “oficial”, de la vida y de la sociedad. “La mentira no está en las palabras, está en las cosas” escribió Ítalo Calvino. Hay algo más: el escritor sabe que el ser humano está hecho de sueños. Es nuestra materia prima. Puede ser hermoso vivir, pero también es hermoso soñar la vida y hasta inventarla al “mentir” a través de la literatura. “Cómo negar la mitad en sombra de la vida, si están allí los sueños”, dice Francisco Umbral en Mortal y Rosa. Porque esas ficciones y esas mentiras pueden ser, en suma, casi las únicas verdades. Ciertas experiencias o procesos personales no las hubiera podido transmitir sino a través de la palabra escrita. Escribir es para mí también una forma ética de comportarse. “El lenguaje no es equivalente a la verdad; es nuestro modo de existir en el mundo” piensa Paul Auster. Se escribe también para engañar a la muerte.

(Quito, agosto 2008)

* Modesto Ponce Maldonado (Quito, 1938), calificado como “autor silencioso”, comenzó en la madurez. En 1998 publicó los cuentos También tus Arcillas, reeditado en 1999, considerado entre los mejores libros ecuatorianos del año por los diarios HOY y EL TELÉGRAFO. “Cuentos cocidos a fuego lento”, opinó la crítica.

En 2005 apareció la novela El Palacio del Diablo, ganadora del Premio Gallegos Lara del Municipio de Quito, y declarada en 2006, por la Corporación QUITSA-TO, como la mejor del año. Para la crítica, fue una de las mejores novelas de los últimos veinticinco años en el Ecuador, capaz de “sacar la cara” por el país en Latinoamérica.

En este año 2008 presentó la novela La Casa del Desván, que había sido escogida entre las diez finalistas del Premio Planeta-Casa de América 2008, de entre 557 obras de Iberoamérica.

Actualmente prepara otra novela y avanza en un libro de cuentos.