Palabras del doctor Ernesto Albán Gómez

(Primera edición. Diciembre 1997. Transcripción de la grabación).

  

Debo confesarles con absoluta sinceridad que soy en principio renuente a participar en un acto como éste en que un libro se presenta a consideración de los lectores. Tengo varias razones para mantener tal actitud, y una de ellas, especialmente si se trata de una obra de creación literaria, es que la lectura puede perder el encanto que produce cuando nos aproximamos a un libro sin  ninguna idea preconcebida, sin ningún compromiso por delante, sin estar obligados a hacer anotaciones y a distribuir señales, como si se tratara de una tarea escolar; inclusive sin tener que apurar la lectura para concluirla dentro de un plazo perentorio que se vence.

Quiero decir con esto que me considero yo mismo un lector, como cualquier otro, y nada más que un simple lector. No, por tanto, un académico dispuesto a realizar la autopsia del libro que cae en sus manos y menos un crítico frío, erudito e implacable.

Si un poema, una novela o un cuento son el fruto de un proceso apasionado y vital, realizado con amor y con lágrimas, pienso que el lector no debería ir provisto de una lupa, sino que debe acercarse con espíritu abierto, con la sensibilidad necesaria para descubrir a través de la lectura esos ingredientes misteriosos con los que se construye una obra, como para vislumbrar esos fantasmas escondidos y contagiarse de las mismas sensaciones, de los mismos escalofríos que, en su momento, estremecieron al autor. Y sospecho que un crítico en general está muy lejos de percibir tales matices y percibir tales emociones.

Pero hay también varias razones para que ese lector, que soy yo, cuya condición reivindico, haya dejado a un lado su reticencia y comparezca esta tarde ante ustedes para comentarles el libro de cuentos “También tus arcillas” de Modesto Ponce Maldonado. La primera razón es la amistad que mantengo con el autor prácticamente desde los años de colegio, y que como esas amistades, esas relaciones, no requiere para ser sólida y profunda el que nos encontremos todos los días. Cuando Modesto Ponce me habló de su obra no pude decir que me sorprendí, conociendo de sus lecturas y aficiones, de su sensibilidad y de sus sueños. Hasta me pareció evidente que alguien como él se hubiera dejado llevar por la tentación de escribir. Y aunque los cuentos que han sido recopilados en el libro se hayan escrito entre 1993 y 1995, estoy seguro de que ha venido llenando páginas, y corriguiéndolas, y rompiendo papeles, desde hace muchos años. Como un escritor secreto, como lo califica la nota editorial del propio libro, que ha mantenido escondida su vocación. El privilegio de tener amigos como Modesto y Rosita es entonces más que suficiente argumento para superar cualquier resistencia.

Pero debo decir además que admiro la decisión de Modesto de entregar su libro a los lectores y al comentario de la opinión pública. Y advirtamos que es su primer libro. Si para un joven que inicia una carrera literaria, lanzarse a publicar una obra primigenia es un desafío, ante el cual no pocos retroceden, cuando más no será para alguien que durante años, muchos años, ha permanecido entregado a actividades profesionales y empresariales fuera del círculo de los iniciados, a sabiendas que un libro a estas alturas ya no podrá ser juzgado con la benevolencia que se examina la obra de un principiante, sino quizá con mayor severidad, pues también el atrevimiento parece ser mayor.

Con esas dos ideas por delante —si se quiere, con esos dos prejuicios— leí los trece cuentos que integran el libro. Y los leí de corrido, en muy pocas horas. Y lo hice no perurjido por el cumplimiento de un plazo, sino, otra vez, como un lector que solo aspira a encontrar aquella sensación, difícil de describir, del placer de la lectura. Placer, por supuesto, ambivalente, complejo, a veces perturbador, a veces tranquilizante. Lo cual quiere decir en buen romance que me dejé llevar de la mano por el autor a través de sus páginas. Entonces recordé las palabras, no sé si calificarlas de consejo o de advertencia, de un gran narrador, Horacio Quiroga, que el cuentista debe tomar al lector muy fuertemente de la mano desde la primera línea del cuento, y no debe soltarlo hasta llegar a la palabra final; porque el lector de cuentos es voluble, volátil, se distrae a cada paso, se tropieza en las frases, se pierde en los puntos aparte, con lo cual se corre el riesgo de que el efecto del cuento se esfume en cualquier recodo de la narración. Concluida la lectura he tratado de poner en claro mis impresiones.

¿Por qué los cuentos de Modesto Ponce, más allá de las afirmaciones que constan en las solapas del libro, fueron tan fáciles de ser leídos y degustados? ¿En dónde radica el secreto de su atractivo? ¿Por qué me dieron de inmediato la impresión de ser eficaces, medidos, depurados? Debo recurrir en este punto, y para aclarar mejor mis impresiones, a otro maestro del cuento, a quien en esta materia creo a pie juntillas. Me refiero a Julio Cortázar, quien, para explicar el carácter peculiar del cuento, especialmente en comparación con la novela, afirma que un cuento, para realmente valer como tal, debe cumplir tres requisitos: significación, intensidad y tensión.

Veamos lo primero. Un cuentista, a diferencia de un novelista, como dispone de muy pocas páginas, debe escoger con absoluta precisión el acontecimiento, la anécdota, la historia que va a contar. De todo el conglomerado de acontecimientos que inicialmente pueden ser una materia narrativa, debe seleccionar, debe recortar un fragmento relativamente pequeño; pero ese fragmento debe ser significativo, es decir, debe ser capaz de salirse de sus propios límites de tiempo, espacio y personajes, y proyectarse a profundidades y distancias inicialmente inimaginables. Si el autor ha sido capaz de detectar y apoderarse de esa historia, y hacerla suya, y digerirla, y volverla a exponer con destino a los lectores, se habrá anotado su primer punto a favor. Y es necesario aclarar una cuestión. No toda historia, aunque parezca sorprendente o excepcional,               . A lo mejor a otro cuentista sí. Pero lo fundamental es que, desde un primer momento, el autor debe tener muy claro en su conciencia, cual es la historia de que dispone, la misma que debe ser desarrollada en todo su         , diez páginas a lo sumo, pero que es al mismo tiempo potencialmente explosiva. En ese espacio tendrá que ubicar a unos personajes, a los cuales va a desnudar frente a una situación determinada. Me parece que precisamente en haber sabido escoger temas significativos consiste el primer acierto del autor. Si considero además que las historias que son la base de los trece cuentos ilustran adecuadamente lo que debe entenderse por temas significativos. La tierna relación que un abuelo y su nieta tienen ante un faro abandonado. La historia de un hombre, prisionero dentro de un espejo. O de aquel otro que tiene un compromiso a las doce del día, como los tiene todos los días, cuando en realidad no ha sido invitado a ninguna parte. La de dos niños atrapados por unos seres sin rostro y arrojados luego al fondo de una laguna. El miedo de otro niño encerrado como una fiera en un cubil. Quiero decir con estos ejemplos, que para que un tema sea válido para un cuento, no importa que la anécdota sea más simple o más complicada, que los hechos puedan calificarse de excepcionales o hayan sido extraídos de la experiencia cotidiana, que la acción ocurra aquí y ahora, o nos transporte a un lugar no identificado y nos introduzca en acontecimientos que ocurrieron hace muchos años, o hace muchos siglos, que la narración se apoye un poco o mucho en una realidad histórica que hemos conocido, o sea totalmente imaginaria o fantástica. Lo fundamental es que los cuentos tengan una riqueza interior, que les permite trascender del autor al lector y producir en éste, no solo una identificación y una permanencia que va más allá de la lectura, sino que también se proyectan hacia su mundo interior y le despiertan sus propios fantasmas. Y esta identificación, esta permanencia, esta proyección, se producen, entiendo yo, porque los pobladores de ese universo —hombres, mujeres, niños, viejos—, encerrados todos ellos en un mundo único e inaccesible, fracasados o triunfantes a su modo, evanescentes algunos, otros apenas percibidos en un instante, por una palabra o por un pensamiento, cuyas emociones, cuyos temores, cuyos deseos, van tejiendo una red misteriosa en la que se encuentran prisioneros; en que el amor es un leit motiv que resuena a cada instante, todos esos personajes, no solo son el mismo autor, sino que también somos nosotros.

Pero no basta para que un cuento deje una huella en el lector que el tema sea significativo. O si se quiere, un buen tema, un tema excelente, podría ser desperdiciado por un autor inexperto o poco cuidadoso, porque, como dice Cortázar, este salto que proyecta el tema desde el autor hacia el lector, para ser eficaz, debe reunir determinadas exigencias. Es una ingenuidad pensar, sostiene, que el tema que le conmovió al autor conmoverá a su turno a los lectores. En literatura no bastan las buenas intenciones. Y es aquí donde aparece el oficio del escritor, que es lo que le permitirá trasladar ese tema con la intensidad que se requiere, utilizando los recursos técnicos y estilísticos que tiene a su mano. La secuencia del relato en que se omiten ciertos datos o se desfiguran otros, aunque sea en forma imperceptible. La estructura del tiempo de la narración. El punto de vista. La historia se contará en tercera o en primera persona, o combinará varios puntos de vista. La abundancia o la austeridad en el diálogo o en las descripciones. El lenguaje más o menos directo o más o menos figurado, o crítico, o más o menos elaborado, o más o menos sencillo, lo que le obligará además a utilizar solamente los recursos necesarios y eliminar los superfluos, o aquellos otros que a lo mejor le gustan mucho, pero que estorban, distraen o alejan al lector del objetivo fundamental del cuento, y a no gastar más palabras que las indispensables, que las necesarias.

Esta capacidad de darle intensidad a un relato se consigue gracias al oficio. Y la cuestión es muy pertinente para el caso que estamos comentando esta tarde. ¿Cuál es el oficio de Modesto Ponce que demuestra en este, su primer libro? Y afirmaré, de manera terminante, que Modesto demuestra tener mucho oficio. ¿Cómo lo consiguió, y lo maduró, y lo perfeccionó? A mí me cabe solo exponer una hipótesis: muchas, pero muchas lecturas, de los grandes maestros del cuento. Y debe tener algunos preferidos, aunque no me atrevo a sugerir ningún nombre. Y lecturas, y relecturas atentas, minuciosas, hasta apoderarse de los secretos de esos grandes autores. Y luego, un trabajo paciente, tenaz inclusive, ensayando, buscando, experimentando, rompiendo papeles y comenzando una y diez veces hasta encontrar la entrada justa de un cuento, el avance, el final, y dejando muchas veces dormir una idea para que madure en el inconsciente, y despertar un buen día con la solución exacta dentro de la cabeza. Así se va adquiriendo el oficio. Ese oficio que posiblemente un lector un tanto despistado no lo advierta, o no lo entiende como tal. Se descubre, sin embargo, apenas hacemos un elemental ejercicio de análisis de cualquiera de sus cuentos.

Hagámoslo brevemente con el que se titula “Los hombres sin rostro”, y en el que se articula sobre la historia de dos niños secuestrados y eliminados por las fuerzas policiales. Tema más arduo, porque precisamente el lector, cualquier lector, tendrá su propia opinión y versión de los acontecimientos. Por esta razón , la cuestión se volvía entonces más difícil. ¿Cómo tratar este tema? La primera decisión fue seguramente condensar la historia a un mínimo de páginas, seis o siete, y con tipografía generosa, mil doscientas palabras. Una voz, la del propio autor, inicia el relato en un tiempo posterior a los hechos y desde afuera de los mismos.  “Desde esos días y desde esa noche innombrable, oscura y cobarde, los niños no pasan por el cuartel de la policía”. Así comienza el cuento. Y, con la primera frase, estamos ya situados en el centro de la historia. Sabemos que hay un momento dramática crucial, esa noche, y se nos ha presentado a los protagonistas, los niños y la policía. Sin ninguna transición el autor nos lleva entonces a esa noche, y escuchamos las voces anónimas de los seres sin rostro que, en su diálogo, nos proporcionan la información de los hechos que el lector debe conocer. Y, asimismo, sin transición, penetramos de pronto en la conciencia de uno de los niños, en sus actos, en sus sensaciones, en sus angustias, en sus esperanzas, en las voces que escucha, en las voces que quisiera escuchar, en la pregunta final. El círculo ha sido definitivamente cerrado. Haberlo cerrado en el momento preciso consiste el oficio.

Cuando la significación del tema elegido y la intensidad del tratamiento van de la mano, el autor consigue aquel efecto de tensión sobre el lector del que habla Cortázar, o, si se quiere, ha conseguido crear el clima propio de un cuento, sin el cual ninguno puede considerarse realmente trascendente. Porque es el clima del cuento el que determina que el lector que se embarca en la lectura quede atrapado desde la primera línea y prosiga hasta el final, casi obsesivamente, sin detenerse, y salga de la lectura enriquecido en su sensibilidad, en su forma de apreciar la vida, en su comprensión de la gente o del mundo. Es que ése es el papel del arte, agregaría yo. Porque un cuento es una obra de arte, delicada, frágil, leve; y el cuentista es un artista que maneja un material casi inasible, compuesto de palabras, claroscuros y misterios. En mi opinión, en los cuentos de Modesto Ponce se percibe un clima, se vive un clima. Tal vez algo más en unos cuentos que en otros, pero en todos ellos se aprecia la conjunción de estos factores que constituyen la prueba de fuego para un narrador. Posiblemente en este punto quiero ceder la palabra a quienes a partir de ahora leerán el libro y tendrán la oportunidad de sentir esa impresión que yo la he sentido. 

Pero antes de concluir quisiera formularle a Modesto una petición. Que siga adelante. Que continúe escribiendo. Que no considere que ha terminado su tarea de escritor entregándonos esta primera obra, que no es por cierto la de un principiante, sino que tiene muchas cosas más que revelarnos a través de sus cuentos. Lo que no debe olvidar, como nosotros no olvidamos,  que en el buen cuento se guarda todavía aquella magia que desde los tiempos más remotos era capaz de convocar y mantener absortos a niños y viejos alrededor de una hoguera, cuando alguien pronunciaba las palabras del antiguo conjuro: había una vez.