EL SABOR DE LA CONDENA de Francisco Proaño A. (2010)

El sabor de la condena de Francisco Proaño A.*

El escritor argentino Andrés Rivera (que en realidad se llama Marcos Ribak), autor de una hermosa novela corta titulada El amigo de Baudelaire, declaró que “existen dos tipos de escritores: los que quieren ser escritores y los que quieren escribir”. Francisco Proaño Arandi nunca quiso solamente escribir. Pertenece al primer grupo, a los escritores por vocación y el oficio, a los que lo hacen siempre aunque no estén sentados ante una pantalla.

El sabor de la condena (Edit. El Conejo, 226 págs., 2009) es la quinta novela de Francisco Proaño. Buen título para quien también sabe poner nombres a sus obras, porque inventarse un nombre tiene extrañas reglas, ajenas a veces a la tarea.

Esta obra explora y nos introduce a otros mundos. El autor se mueve a través de algunos signos o referentes que sirven de soporte interno al texto. Proaño usa magistralmente de los símbolos y es un experto en recrear ambientes de misterios y ambigüedades. En otras palabras, la historia contada puede ser la que es o puede ser otra: lo que cuenta es la narración cifrada, aquello que se encuentra bajo el texto, los significados.

Los símbolos más relevantes son una máscara y un trompo silbador salidos de las selvas orientales. Las pistas del sentido de la novela pueden encontrarse en las reiterativas referencias a los cuerpos, a la carne, al sexo, como también a búsquedas, hallazgos y fugas. También en la insistencia, no solamente del otro, sino de lo otro, que conlleva a la necesidad de encontrar un orden, en suma una explicación, una exploración que no debería cesar hasta hallar el ser. Y la novela lo menciona en las páginas 27 y 39. Esta evidente sensación de búsqueda está impulsada por otro elemento: los sentimientos de culpa, antecedentes de obsesivas manías persecutorias por parte de Javier, el protagonista varón, mientras que en Male, la protagonista femenina, se pierde en la indagación del sentido de las cosas, en definitiva, de la vida, del amor, de la muerte. Otros lugares o referentes alrededor de los cuales gira la narración es la pista de baile Mayo del 68 que efectivamente existió, la existencia de los Huachairis, una hipotética tribu perdida en el Oriente, con sus correspondientes chamanes, y el departamento de Male.

Todo se enmarca en dos factores adicionales que explican más aún a la novela: una casa que se cae de vieja, y que termina en ruinas —siempre una casa en las obras de Proaño—, sobre cuyos cuartos derrumbados se improvisan cuchitriles para arrendarlos a menesterosos, y naturalmente la ciudad de Quito, infaltable, insistente, provocadora, y que no deja de perseguir al autor. En Las ciudades invisibles, Ítalo Calvino describa a una urbe que, en parte, es desprendida del cielo, y cuya otra mitad emergió desde los abismos y desde las quebradas. Esa ciudad puede ser Quito, llamado “el hondón ancestral” en la novela que comentamos.

Apasiona en esta obra el manejo del tiempo. Estamos sujetos a esa “cosa”, para decirlo de alguna manera, que lo medimos, que lo sentimos, que nos lleva. “Con frialdad, con la frialdad de los días que se van sucediendo”, escribe Bolaño en Los detectives salvajes. “Esa gota que cae (…) que se consume” dice Virginia Wolf en Las olas. Y Don Dedillo escribe este diálogo: “—Acabas de decir que no existían el pasado, el presente y el futuro”. Y vino esta respuesta: “—Sólo en nuestros verbos. Ese es el único lugar en el que lo encontramos”.

Cito estas referencias porque Proaño ha comprendido y sentido en toda su hondura y complejidad esta materia, volátil y, al mismo tiempo concentradora, que es el tiempo. Si en El otro lado de las cosas la novela sucede en dos meses, en El sabor de la condena sucede en tres días. Y sucede en un solo escenario, en un solo espacio: la alcoba de Male. El tratamiento del tiempo en esta es circular, envolvente y reiterativo. Proaño maneja el tiempo en la novela igual que el trompo silbador que da vueltas sobre sí mismo.

La obra cuenta que Male y Javier se reencuentran una noche en la pista de baile del Mayo del 68, después de lo cual Javier se traslada al departamento de Male. Javier lleva la máscara y el trompo silbador, recuerdos que él conservaba de su estadía de siete años en el territorio de los Huachairis.

Para ambos comienza entonces un viaje, ni diremos hacia sus pasados, aunque los sucesos pretéritos están mencionados, puesto que uno y otra tienen sus vidas, sino hacia sí mismos, vale decir hacia sus cavernas interiores. Ambos son seres se han marginado del mundo y de la misma realidad. Javier, obsesivo, se convierte en víctima de una persecución que sólo está dentro de su cabeza. Male, atraída por la muerte, ha buscado por años explicaciones. La manía persecutoria de Javier, que se sentía culpable de haber robado la máscara y el trompo silbador a los Huachairis, crea en su mente una sucesión paranoica de sospechas y otras historias fantásticas.

Javier y Male no encuentran otro camino que buscar y buscarse a través de los cuerpos, del sexo compartido, de los excesos. “…Porque de eso se trataba —escribe Proaño—: del cuerpo y, a través del cuerpo, del ser.” Male representa “el extravió total de los sentidos”. Male y Javier comparten no solamente el amor, sino una búsqueda desesperada de respuestas. En la búsqueda de sí mismos que comienza con el encuentro con el otro, con lo otro.

A lo largo de la obra, Quito es constantemente mencionada. Se siente a la ciudad. Como en otras de las obras del autor, nuestra geografía y nuestra naturaleza están presentes en los ríos y pueblos orientales, o en la zona de Maquipucuna en el noroccidente de Pichincha. A Ecuador, en el texto, se le denomina el “país de los tallos blancos” , “el país de la humedad” o “el país del tigre”. Se mencionan inclusive lugares situados al sur de Colombia, como la laguna de La Cocha y Puerto Asís en las riveras del Putumayo.

Se observa que en la novela se da un conjunto de dualismos simultáneos al de vida-muerte de los protagonistas: realidad y pesadilla, ciudad y selva, progreso y retorno a la naturaleza, civilización occidental y vida tribal, dioses y demonios. Inclusive hay una referencia directa a una tribu africana, los amba, en Uganda, que creen tener el poder de tomar posesión de las personas. Otro dualismo: ser uno y ser otro. Y , a más de resaltar estos contrapuntos, la novela condena toda conquista y las formas de aculturación, y el “progreso” de la civilización actual que, por otra parte —podríamos preguntarnos—, a qué porcentaje de los habitantes del mundo llega y a cuántos “aprovecha” de los más de seis mil millones de seres humanos.

Pero, sin duda, el sentido de la obra está simbolizado en la máscara y el trompo silbador. Máscara es lo que nos oculta, nos disfraza, y no debemos dejar a un lado que en el griego antiguo el término era asimilado a la persona, debido a las representación teatral de personajes. El trompo silbador no es otra cosa que el tiempo, pero el tiempo circular, envolvente. Un tiempo dentro del cual los protagonistas perdieron el sentido sumergidos en la infructuosa búsqueda de sí mismos, en la locura Javier y en la muerte Male. De allí el miedo de Javier de que le roben la máscara y el trompo. Con la máscara desaparecía su yo; con el trompo silbador desaparecía su tiempo, es decir su vida.

Proaño nos dice mucho más de lo que realmente nos cuenta. A más de su capacidad para mantener textos que no decaen, sin baches ni fugas innecesarias, a veces densos, desafiantes, bajo sus páginas, bajo cada uno de los capítulos hay planteamientos, reencuentros con nosotros mismos, fantasmas, humanas certezas, flaquezas y temores humanos, un sinfín de universos… “Porque si no se dice más de lo que se dice —escribe el inolvidable español Francisco Umbral— no se ha dicho nada (…). El idioma es el río que nos llena (…). Escritor no es el que reordena el mar a su manera, cosa imposible, sino el que sabe echarse a la corriente del idioma”.

Es muy claro este texto que aparece en las últimas páginas de El sabor de la condena: “Lo único que nos brinda una sensación de permanencia, de identidad, de ser siempre los mismos, es apenas, cada vez más precaria, la memoria. Porque en realidad no somos más que procesos, fases de un devenir, etapas siempre incompletas, en trance de concluir y renovarse. ¿Qué somos sino lo que dejamos, lo que vamos dejando? Excrecencias. Surtidores de excrecencias”.

La memoria es lo que nos salva, lo que nos hace humanos. La memoria y, por supuesto, el amor.

Quito, septiembre 2010

*Reproducida en la revista KIPUS (Universidad Andina Simón Bolívar, Quito) # 28, 2010.