ELLA MIRABA DESDE LOS ABETOS. Cuento

Ella miraba desde los abetos. Cuento

Había recorrido toda la exposición. Sucede cuando regresa y se queda ante el cuadro. Es cuando él la descubre, mirando el óleo que muestra la Ciudad Pequeña, donde aparecen la terraza, las macetas de colores y las ventanas azules de su casa. Ella, nuevamente, lo contempla interesada. Entonces el pintor se libera de conocidos y periodistas. Quiere observarla.

Desde hace diez años que se fue, él se negó a volver a la Ciudad Grande, a la urbe troglodita.

—No puedes faltar esta vez —le había dicho el director de la galería—. Son dos años de trabajo.

—Bien. Regresaré por ti a la ciudad caníbal —había prometido.

El rumor del público se acrecienta a causa del vino.

De repente, un niño cruza por el salón y corre hacia la entrada. Tendrá cinco años. Inquieto, juega en solitario un juego que sólo él sabe. Ella lo ve, abandona el cuadro y lo sigue con los ojos. Presencia cómo la madre alcanza al niño. Su gesto indica una advertencia cariñosa, le acaricia el pelo —acaso no debía haberlo llevado— y se pierden entre la gente tomados de la mano. Ella, que se había adelantado algunos pasos, contempló la escena con una de sus manos sobre el pecho. Vuelve al óleo. El pintor percibe como saca el pañuelo del bolso, frunce los labios y se enjuga las lágrimas, entrelaza los dedos y los pone sobre su vientre.

No será fácil olvidarla. Es quizá algo más alta que él, tiene el pelo muy negro y le cae sobre los hombros. Delgada, pero bien formada. Al fin, puede ver su rostro. Es inmensamente dulce. De cejas espesas, los ojos son oscuros y grandes. La piel cobriza. Imposible descifrar el misterio de su boca. Trata de imaginarla sonriente. Apenas se maquilla y el tono de sus labios es discreto. Una falda de suaves colores llega hasta las canillas y, abierto, un sacón ligero de color vino deja ver una blusa perla y un collar de plata y ónix. Usa botines oscuros. Tendría treinta y ocho años.

El pintor, habituado a soledades, había aprendido el lenguaje de los silencios a través del oficio. Pero sabía que eran insuficientes.

Existen otros idiomas —pensaba cuando luchaba con trazos provisorios—, recurrencias de la memoria, signos enlazados, vínculos inadvertidos. Ocurre cuando se resisten las esperas con el pincel inmóvil. Suceden también cuando resucitamos: una silueta fugaz, una figura detenida, llamadas silenciosas que nos convocan, un cuerpo insospechado, esas manos, esas lágrimas que nos tomaron desprevenidos. Hasta que en un instante, casi siempre imprevisto, el lienzo deja de estar muerto y comienza a respirar levemente. Hasta que en algún momento, igual de sorpresivo, sentimos que recomenzamos.

Es tarde y queda poca gente.

—Ha sido un éxito. Mañana volverás a casa —le dice el director.

El pintor casi no le escucha, pero asienta su mano en el brazo del amigo. La había visto salir, apresurada. Está sola.

—Un minuto, por favor— dice él, y va hacia la puerta. La ve alejarse. Ella se detiene y saca las llaves de su automóvil. No tarda en desaparecer.

A la mañana siguiente, el pintor abandona la Ciudad Grande. En un taxi va hacia la estación de buses. Abre un libro. Es difícil seguir la lectura. Ella se interpone.

Hace diez años, un derrumbe cortó la nueva vía en construcción a la Ciudad Pequeña. “Hay que mantener el viejo camino de tierra —dijeron— hasta el lugar del deslizamiento, nivelar la cima y construir un aparcamiento”. La Ciudad Pequeña quedó sin automóviles y un teleférico sirve a sus habitantes. La mayoría de la gente, amenazada por el progreso, se sintió feliz. Los descontentos emigraron a la Ciudad Grande. Otros llegaron para no salir jamás. Entre ellos, el pintor.

La Ciudad Pequeña es de piedra, tiene las tejas de arcilla o de pizarra, todas rojizas o grises. Sobresalen las torres de dos iglesias. Puertas y ventanas son de madera y, cuando no son blancas, alternan, en tonos pálidos, los azules, los verdes y los amarillos. No son necesarias las aceras; las calles —por donde circulan carruajes tirados por caballos y bicicletas— son empedradas, los letreros, pequeños, enmarcados en hierro o pintados en trozos de madera. En las plazas, con pilas de piedra en el centro, se ven cafés, restaurantes y hoteles tranquilos y limpios.

Al día siguiente de haber regresado, el pintor, que siempre madruga, se prolonga en la cama. Luego subirá a la colina a mirar su casa desde el bosque de abetos, tal como aparece en el cuadro. No pintará por el momento. En la Ciudad Grande la gente busca o espera. En la Ciudad Pequeña se tiene o se encuentra. Más tarde, sentado entre los árboles, el pintor vuelve a ella. La imagina con esa soledad interior que no es fácil de percibir. La imagina callada, como si se guardase demasiadas cosas, o dentro de ella alternaran constelaciones de sueños y espacios de excesivo silencio, con esas lágrimas empozadas...

En dos semanas el pintor ha vuelto al caballete.

Es sábado a mediodía. Han tocado el timbre. El pintor abre la puerta y ella, ahora sí sonriente, está allí.

Saludan y él la invita a pasar.

—Espero no molestar —dice ella—, compré uno de tus cuadros, quería visitar la Ciudad Pequeña y conocer tu estudio. No demoraré.

—No te preocupes, vivo solo y aquí el tiempo es diferente.

Lleva un pantalón y está vestida de blanco. Usa zapatos bajos, gafas de sol y un pañuelo sobre la cabeza.

Se detienen en el estudio. El pintor ha preparado café.

—Soy diseñadora y tengo mi oficina —dice ella—, pero en mis horas secretas dibujo plantas, hojas, ramas, “ilustraciones botánicas”, como yo las llamo.

—No tengo ningún óleo acabado. Todo lo que puedes ver son proyectos, travesuras, diseños en desorden en hojas de papel.

—Ya lo he visto todo en la exposición —dice ella.

Conversan por dos horas, frente a frente, tomando café.

Él, que se quedó con todas las palabras, antes de despedirse aprieta su brazo y le confiesa que conoce cuál cuadro compró.

—¿Cómo lo supiste? Me extrañó que no me preguntaras.

—Te contaré esta noche si comemos juntos. Hay un restaurante encantador en una de las plazas.

Escogieron, sin consultarse, una mesa aislada y se sentaron. Había un candil.

El pintor había cumplido los cincuenta y cinco, era delgado y llevaba el pelo largo, con canas dispersas. Tenía los dedos finos.

—Te vi en la exposición, mientras mirabas el cuadro —dijo él en tono despreocupado, esperando que ella, que volvió a fruncir los labios y entrelazar los dedos, no sospechara que la vio llorar.

La conversación fue larga, fresca. Parecían amigos de siempre, acompañados de una botella de vino. No hablaron de sus vidas.

—Así se ve la ciudad y mi casa desde el bosque de abetos.

—¿Podemos visitarlo?

—Cuando regreses.

Ella le había comentado de su intención de comprar un departamento en la Ciudad Pequeña o, mejor, una propiedad en sus alrededores.

—Con árboles y una cabaña en el centro.

—Podrás dibujar —dijo él.

Se despidieron esa misma noche en la puerta del hotel.

—Gracias por venir a la Ciudad Pequeña.

—Te llamaré cuando vuelva —dijo ella.

Escindido, desde ese día la mitad de su cuerpo pinta. La otra la espera. Para que le cuente, en el bosque de abetos, si está o no sola, si ama o es amada. Para que le cuente por qué lloró, con las manos tristes sobre el vientre, a causa del niño que corría.

Hasta que vuelva otra y otra vez y, quizás, algún día —locuras y ensoñaciones propias de la otra mitad—, ella se quede con él para siempre.

2007