Presentación

Sobre La casa del desván, de Modesto PoncePor Omar Ospina García

Junio 18, 2008


La Casa del Desván, esa que prefigura Modesto Ponce en la novela homónima que hoy nos convoca, es algo así como la protagonista esencial de esta novela. El desván es, precisamente, ese lugar de la casa que, como la mente del protagonista, es el Cuarto de San Alejo, la bodega, el zarzo, como decíamos de chicos en Colombia al lugar donde íbamos a escudriñar los viejos arcones, baúles, armarios, cajones, alacenas y recuerdos que almacenaban los abuelos. Y en donde encontrábamos, de tarde en tarde, alguna polvorienta pista de un pasado ya muerto pero siempre vigente en los comportamientos familiares. Como en La casa del desván, de Modesto Ponce.

La casa del desván es una novela en doble vía, como es casi todo en la vida de los seres humanos. No hay viaje sin retorno, excepto la muerte que es el viaje por antonomasia, precisamente porque es el único que no tiene regreso, a pesar de espiritistas, cazafantamas, reencarnacionistas o, simplemente, crédulos. Pero es una doble vía que, estructuralmente, se construye tanto de adelante hacia atrás, en la mente de un protagonista que dispone por entero de la suya y la acomoda a las exigencias de su distorsionada realidad, como de atrás hacia delante por parte de su familia, esposa y tres hijos, que es como transcurre la vida cuando no intervienen las distorsiones de la mente y las cosas ocurren como suelen ocurrir en la vida real: empezando por el principio y terminando por el final, dicho así tautológicamente.

La casa del desván es, en el buen sentido, una novela Psicológica. Es decir, una novela que no sólo se origina desde los escombros de una mente perturbada sino que transcurre en la mitad de su recorrido de 160 páginas, dentro de los vericuetos, laberintos y espejos que esa mente va construyendo, edificando y bruñendo hoja por hoja. Es decir, día a día de ese período que va del 29 de abril al 26 de junio de un año cualquiera. Pero, ¿marca ese 29 de abril el verdadero comienzo de la debacle de la mente de Mario Ramón? No vendría ya gestándose, quizá desde sus orígenes familiares de burócrata mediocre y con más resentimientos que ambiciones, el deterioro de esa mente pequeña, inculta y resentida con la vida? Y, ¿termina el 26 de junio con el ingreso definitivo de Mario Ramón al Hospital Psiquiátrico San Lázaro para iniciar allí la segunda parte de su existencia? ¿No seguirá por algunos años más deteriorándose el cerebro de ese hombre en una lenta e indiferente desconexión de la que ni siquiera él mismo será consciente, hasta morir, algún día de algún año que la novela no ofrece ni presiente, en medio de la nada, de la página en blanco de una mente borrada y sin trazas de vida?

No lo sabemos. Y quizá ni siquiera valga la pena intentar saberlo o intuirlo. Modesto Ponce nos narra el corto período del derrumbamiento de una vida, y nos ilumina un poco sobre los antecedentes personales y familiares de Mario Ramón a fin de que podamos explicarnos en parte los porqués del derrumbe, las causas de la hecatombe mental del protagonista. Esas pistas precarias son suficientes para entender que las frustraciones de una vida elemental y vacía no podían sino levantar los muros de una futura cárcel, anodina y estropeada, en la cual yacerían los resentimientos, las parcas ambiciones, los sueños indigentes de bienestar y prosperidad que esa mente apenas podía tratar de elaborar desde la fantasía de una visión borrosa, desde la penumbra de una litografía, desde la realidad de un suicidio ajeno que le diera a su existencia el pretexto necesario para elaborar un tejido de fantasías pedestres, allí donde no habitaba sino la nada de la propia y dolorosa certidumbre de mediocridad.

Es paradójico y triste reconocer en La casa del desván que un hecho externo y doloroso aunque casual y pedestre –el suicidio de un hombre maduro por causa del amor de una joven– es lo que despierta en una mente anodina y rasa un vestigio de vitalidad, de ansias de vivir aun de manera prestada, porque jamás en su vida real tuvo una vida propia sino apenas un remedo ensombrecido por los laberintos de una burocracia tan despreciativa como mediana. Mario Ramón halló, al final de su mediocre existencia real, el motivo, no por ajeno menos apetecible, para construir desde la insania la vida que jamás pudo vivir en la realidad.

Pero La casa del desván no es solamente la novela de la destrucción individual de un ser humano, sino la del deterioro social de una familia que poco a poco, y a causa de la debacle mental del padre, se va destruyendo hasta el alejamiento de los hijos, la repulsa y el desprecio de la esposa, desprecio que no mejora algún gesto o alguna palabra benevolente cuando ya no hay vuelta atrás y la piedad trata de hacer tardíamente lo que no quiso o no pudo hacer a su tiempo el amor. Porque de esa familia de cinco miembros, todos descoyuntados entre sí, apenas queda la hija como una presencia viva y generosa contrapuesta a la sombra de insolidaridad que proyectan los demás. Al final y destruida ya una vida que se fue apagando de a poco en los laberintos de la locura, queda una familia disgregada, unida apenas por las endebles costuras del resentimiento y de la caridad. Y por la insuficiente luz del amor de una hija temerosa de amar a la sombra de ese padre perdido para siempre pero al que jamás pudo tampoco llegar a conocer en vida. Porque quizá los más insondables abismos de la existencia, radican en la mente…

Se me antoja que es La casa del desván, de Modesto Ponce Maldonado, la metáfora quizá voluntaria y consciente pero también posiblemente involuntaria e inconsciente, mas no por eso gratuita, de un país que se debate en una carrera igualmente de doble vía. Por un lado, una realidad que quiere reconstruirse desde los escombros dejados por una parte de la sociedad que se ha autodestruido pero no quiere admitirlo ni remediarlo ni dejar que se intente enderezar el rumbo de la historia, y por eso quiere partir desde el final trágico de la injusticia y la exclusión hacia el comienzo denigrante de la esclavitud y la dependencia; y, por otra parte, la de otro sector de esa sociedad que quiere arrancar desde los escombros encontrados hacia la recuperación del sentido de la vida y de la historia, pero no sabe amalgamar los despojos encontrados, no acierta a construir las nuevas paredes, no se atreve a intentar nuevos caminos hacia el futuro porque depende en demasía de las viejas herramientas y de los usos del pasado, de ese pasado que quiere recomponer a toda costa, pero sabiendo que no es posible hacerlo sino desde la destrucción total del viejo edificio. Pero se edificio es indestructible porque alberga, en el desván, demasiados espejos, demasiados laberintos, demasiados arcones cerrados con las siete llaves de la indiferencia y de la ambición, demasiados recuerdos, en fin.

Y queda la ciudad. Esa ciudad imaginaria que en alguna reunión previa con mis acompañantes de esta noche, diera pábulo a la broma y a la risa. Esa ciudad irreal pero que tiene barrios con calles ensombrecidas por los árboles en las veredas y por los aleros de las casas de dos pisos; esa ciudad inexistente pero cuyos moteles para los amores de lance se sitúan al norte próspero e hipócrita en mayor cantidad que en el sur empeñoso y sin dobleces; esa ciudad sin coordenadas geográficas ubicables pero que se asienta sobre quebradas desprendidas de la montaña vecina; en fin, esa ciudad sin nombre que no puede ser otra que esa que el autor tiene en sus memorias, en sus propios laberintos, en los insondables vericuetos de la memoria familiar, reflejados en los mismos viejos espejos del pasado.