LA TORERA de Viviana Cordero (2006)

La torera de Viviana Cordero

Ítalo Calvino, en esa obra tan sugerente titulada Las ciudades invisibles, en el capítulo VI habla de “Las ciudades y el cielo”, e imagina una urbe suspendida del firmamento, “una ciudad joya, toda tararea y engarces”. Sin embargo, como no podía ser de otra manera, los habitantes de esa ciudad casi celeste creen que “existe bajo tierra” otra urbe, “receptáculo de todo lo que tienen por despreciable e indigno”.

Al conocer La Torera de Viviana Cordero, obra que gira en gran parte sobre la relación personaje-ciudad, no pude dejar de pensar en la capital metropolitana. Aclamada por poetas o por delirantes declamadores como “novia del sol”, “arrabal del cielo”, “antesala del cielo”, pero también denominada “arrabal del infierno” por Jorge Icaza, “ciudad sin ángel” por Jorge Enrique Adoum, o “El Palacio del Diablo”, y disculpen la falta de modestia en la autoreferencia, como la llamé en la novela que publiqué el año pasado.

Quito se ha inclinado siempre a mitos y sueños de verdadera locura. Un comentarista europeo que visitó la ciudad en la época colonial, no dudó en afirmar que esta ciudad se sumergió “en las brumas de la fábula como ninguna otra nación antigua o moderna”. Basta, como ejemplos, creerse descubridora del río de las Amazonas, cuando quienes lo descubrieron fueron españoles, o mantener el absurdo, negado por los mejores historiadores, del famoso “Reino de Quito”, o creer, en esta época, que el Quito moderno es hermoso. Will Alsop, un famoso arquitecto inglés que nos visito en noviembre pasado opinó que la ciudad moderna es espantosa, sin estilo propio, irregular, desordenada. Lo realmente maravilloso es el Quito viejo, que es básicamente republicano (solamente existen trece casas particulares coloniales), el arte y la arquitectura, estas sí coloniales, sobre todo (a pesar de algunos crímenes que se cometieron hace treinta o cuarenta años), como también una topografía magnífica, aunque carcomida por un “progreso” mal entendido. Lo realmente maravilloso fue la barriada de La Mariscal de hace cincuenta años y muchos otros barrios hermosos que aún quedan, generalmente de clase media, hasta que el progreso los vaya destruyendo como a La Floresta. ¿Por qué tiene que destruirse todo para levantar lo nuevo?

No olvidemos que junto a colinas, montañas y nevados inevitablemente también hay quebradas (aunque las hayan taponado), desaguaderos y oscuras hondonadas, y que bajo la ciudad hay una red de alcantarillas y túneles, aunque se hallen condenados, donde habitan duendes y fantasmas. Si Quito es la ciudad de las colinas, como lo llamó Alfonso Barrera, también es la ciudad de las quebradas y de los despeñaderos. No olvidemos las barriadas marginales, donde no habitan fantasmas, sino seres humanos. Ni a los niños en cada semáforo. Ni al ejército de informales. A los conventillos de la ciudad vieja. No olvidemos las estadísticas sobre la situación de la gente.

¿En esta violencia de extremos y contrastes, qué tipo de personas, o de personajes, si se quiere —podemos preguntarnos—, es capaz de generar una ciudad instalada entre el cielo y el infierno, una ciudad sacudida por las contradicciones, los opuestos, las realidades más amargas y los ensueños más desquiciados? Somos tan incoherentes que ahora queremos “tren ultraligero”, en vez de bajar drásticamente el uso del automóvil particular que es el que más contamina, y el que más espacio ocupa con relación al número de pasajeros que transporta. Quito es una ciudad sin aire y sin espacios, donde la prioridad se llama automóvil, cemento, pavimento, tubos de aluminio y letreros.

¿No fue, entonces, La Torera, Anita Bermeo, el fruto de esa ciudad contradictoria?, ahora recreada en una obra de teatro, en un monólogo, por Viviana Cordero, como también fue rescatada por Javier Vásconez en uno de sus cuentos y por periodistas o estudiosos como Francisco Febres Cordero o Manuel Espinosa Apolo, y recordados por ese librero y compilador magnífico que es Edgar Freire Rubio.

Porque Anita Bermeo o La Torera participó de estas dualidades, de las paradojas y del claroscuro, de la violencia los de opuestos y de los contrarios. Fue hija no deseada de una madre que la abandonó porque no podía alimentarla, trabajó con familias de alcurnia y viajó de dama de compañía a París o New York, y más tarde conoció el amor o, mejor dicho el engaño de un amor falso por parte de un hombre que buscó sus supuestos ahorros. La Torera fue desquiciada por la vida, pero también por el contraste. A La Torera le rompió justamente sentirse vinculada con las señoronas elegantes y superiores al resto de los mortales, las “huelecacas”, como alguien las llamó, porque todos les apesta, y no ser parte de ellas. A La Torera le partió por la mitad no saber quien fue su padre y ser abandonada de su madre, mientras las casas donde ella frecuentaba estaban atestadas de fotografías de antepasadas de vestidos largos de seda o de varones que usaban bastones con mango de plata. Pero a La Torera le quebró, sobre todo, el engaño, la mentira de un amor infame.

¿Qué le quedaba, entonces, a esta mujer, que sigue siendo parte de la ciudad aunque haya muerto, olvidada en un asilo de ancianos, hace más de veinte años? Le quedó la locura. No obstante, en el fondo yo pienso que Viviana nos está llevando a pensar si La Torera estuvo loca o si los locos fueron y somos los otros. El mismo lúcido Erasmo, en su famoso Elogio de la locura, habla de la razón de los locos y de la locura de todos los demás.

Pero a La Torera le quedó algo más, algo por la que realmente debe ser recordada: su autenticidad, su rebeldía, su personalidad, su valentía en ser lo que es y así caminar por las calles de Quito, con la facha esperpéntica que le fue característica, con un palo en la mano, adornado con papeles de colores, remedo de bastón inacabado, para defenderse del asedio de los chicos burlones y de las miradas despectivas. Anita Bermeo, La Torera, no bajó jamás la cabeza. Ese pensador profundo que es el catalán Rubert de Ventos sostiene que no hay que ser lo que somos, sino como somos. En otras palabras, lo que interesa es el ser actuante, la persona en acción. Y La Torera cumplió con ese requisito.

¿Qué sucedía en su alma realmente? No lo sabremos nunca. Quizá no importe. Y no importa porque para eso están la literatura, las palabras, la capacidad creativa e imaginativa de los escritores y, en este caso, el teatro, esas mismas palabras pero junto a la acción sobre un tablado, junto a la expresión de un rostro, o de varios rostros, mejor dicho, porque estamos ante un monólogo, sí, pero con muchas voces y personajes, además de los movimientos de los cuerpos, de las manos, de los ojos, de las entonaciones de esas diversas voces, del decorado, en fin...

Uno de los méritos más interesantes en esta obra es haber sabido interpretar el alma de esa Anita Bermeo y relacionarla justamente con la ciudad, con Quito. Al comienzo de la obra, La Torera se saca el corazón y lo muestra: “Miren mi corazón. Está roto”. Y más adelante confiesa: “Otra cosa es vivir con la soledad. Otra cosa es vivir sabiendo que sólo se depende del ingenio de una. Otra cosa es saber que no se tiene nada sino esto”, al señalar La Torera su cabeza. Porque es en la cabeza de La Torera donde está todo. No afuera. Como también lo está en su corazón roto. ¿No nos sucede a todos los supuestos cuerdos algo semejante? ¿Qué sucede en nuestras cabezas y en nuestros corazones?

Se ha convertido en la obra a La Torera en una especia de reina, más aún de dueña, de las avenidas, de los palacios, de las iglesias, de las calles, caminando por horas de centro a norte, y de norte a centro, recorriendo, que es como todos la recordamos, la 10 de Agosto, la Amazonas, la 6 de Diciembre, la Colón. Es haberla convertido también en defensora del Quito auténtico, del Quito en vías de extinción, del Quito terminado y destruido por la ceguera municipal, el afán de lucro y la aculturación, que acabó también en Guayaquil con el espíritu de la ciudad al romper con el “maiamesco” malecón la continuidad entre la ciudad y esa majestuosa y única ría (ahora todas las ciudades quieren su “maleconsito”, aunque no existan centros de salud ni escuelas), y destruye Quito al permitir la construcción de centros comerciales o de malls levantados en lugares inadecuados y de gran concentración únicamente porque favorecen a intereses mercantiles, en vez de situarlos a dos o tres kilómetros y a obligar a los inversionistas a construir sus propias avenidas de acceso, o como terminó con el Hotel Quito al construir un horrible bunker incásico, o con la Av. Orellana con un mamotreto de acero y láminas metálicas que sostienen inmensas vitrinas llenas de motocicletas y electrodomésticos, o acaba con los valles cercanos a Cuenca porque los migrantes construyen sus casas malinterpretando lo que ven allá y olvidándose de como hemos sido, con la venia de todas las autoridades.

Para Viviana Cordero, La Torera podría haber representado esa voz valiente y decidida que cuidaba de la ciudad, de su ciudad, de la nuestra, que parece, sí, caída del cielo, pero también salida de los infiernos. En la obra se ve a La Torera contando lo adoquines que faltan en las calles. Hace tiempo algún desalmado decidió remover todos el adoquinado del centro de Quito, un “cuerdo” derrocó el Palacio Municipal, otro “cuerdo” terminó con muchas casas coloniales como la Casa de los Abogados, la Casa de los Geodésicos, la Casa de la Inquisición, la Biblioteca Nacional, como hay otros que, ahora, en el Parque Metropolitano, no hacen sino inventarse cualquier disparate en cemento, hierro, tubos pintados de colores, mamotretos de ladrillo visto, en vez de usar lo único que allí debe estar representado: árboles, flores, agua, verdes prados, piedra, madera... Podría haber sido La Torera, ante todo, no la voz porque no hubiera sido escuchada por nadie, sino el símbolo, dentro de su locura, de la resistencia a la verdadera locura que nos rodea y nos oprime. Y eso lo ha entendido la escritora. El Quito moderno es cosificado, falso, desquiciado. Hemos dejado de querernos a nosotros mismos y nos miramos en espejos ajenos. En alguna de las páginas La Torera dice: “Ustedes han visto la niebla que cae por Guápulo inundando la ciudad? No es niebla. Es la memoria de la gente que se va. Es la maldición. Estamos condenados a ser el país que no tiene memoria, a olvidarnos de todo”.

Y si me ha atraído esta obra de Viviana, es por esa dosis de irreverencia, de rebeldía, de crítica, de rechazo a lo establecido, porque la literatura y, en este caso, el teatro, no pueden estar desvinculados de la realidad, de la misma vida. Porque actualmente “lo establecido” está más fuerte que nunca, bombardeado por los medios, las facilidades de la comunicación internacional y el poder de “la imagen”, y le corresponde a la literatura y a la palabra decir lo que se calla y hablar sobre lo que se oculta o desconoce. Siempre ha sido ese su papel. Porque “lo establecido” es ahora la actitud de quienes acabaron con el país en casi treinta años de “democracia”, nos llevaron a la sucesión de cinco presidentes de circo trágico o diabólico y casi un sexto a quien se rechazó por higiene. La Torera sola, de estar viva, hubiera asaltado Carondelet y el Parlamento a bastonazos. También hasta el Municipio Metropolitano. Y por los mismos motivos me gustó María Magdalena, que acaba de ser comentada por la escritora Sonia Manzano, mi buena amiga, y me gustó, no por posibles razones históricas o por ser materia de evangelios apócrifos solamente, porque la Historia es el territorio de la duda y como ciencia ni siquiera existía hace dos mil años, sino porque quien dijo supuestamente “amaos los unos a los otros”, debe haber amado a una o más mujeres, como también amó a sus amigos, y porque Jesús, por el hecho de amar a una mujer, ni siquiera violenta el dogma católico sobre la divinidad de Cristo, resuelto tres siglos y medio después de su muerte. Es un asunto de simple sentido común.

El uso del monólogo permite “concentrar”, si cabe el término, todos los personajes representados por la única intérprete, los diversos elementos de la pieza, la variedad de puntos de vista, las referencias, los matices, “concentrar”, repito, alrededor del personaje La Torera todo el caudal de significados y mensajes que la autora y directora de la pieza quiere transmitirnos. El leguaje utilizado confirma, una vez más, su intención de que la ciudad gire en todo momento y esté presente en el texto, como el entorno, querido y odiado al mismo tiempo, donde La Torera vivió y murió. Confirman este punto de vista la presencia del habla popular, de los lugares mencionados, el tipo de humor de los vecinos de la ciudad, detalles como la chismografía quiteña, la evidente referencia al mundo encerrado en que vivimos, pese a pasar de los dos millones de habitantes y de creer que vivimos en una época de globalización (otra de las mentiras, pues las cosas que más interesan al ser humano no están globalizadas sino concentradas), la mención del Palacio de Carondelet, símbolo del poder, la presencia de otras voces como la narradora, que cuenta la historia del personaje, los chiquillos, la misma Torera a veces convertida en estrella aclamada por todos, la opinión de las señoras de alcurnia que aún creen, en pleno siglo XXI, que hay apellidos buenos y apellidos malos, la opinión de un psiquiatra, etcétera. No hay que perder de vista que estos recursos que utiliza Viviana son indispensables para que la obra sea lo que es. Si Viviana no usaba de los recursos estéticos que ha utilizado, ¿qué hubiera sucedido en la obra con La Torera, con esa mujer loca, triste, silenciosa, desafiante, independiente, bondadosa, auténtica y maravillosamente deschavetada?, menos deschavetada que muchos de nuestros dirigentes. Hubiera sido muy difícil recrearla. Quizás estamos aprendiendo lentamente, porque lentos somos, y quizás lleguemos a pensar mejor en estas frías alturas andinas, y podamos ir más lejos a partir del simple “No” que gritaba La Torera.

Aunque estamos comentando la presentación literaria de las obras, y no su interpretación sobre las tablas, debo decir que la actuación de Valentina Pacheco, tuvo, y sé que va creciendo, gran fuerza. Valentina ha hecho una Torera auténtica, que impresiona, golpea y conmueve.

Gracias.

Quito, diciembre de 2006