Sara

 Para Rebeca Ponce Aylwin


Ella, atenta, al escucharle se aquieta. Se sosiega. Siempre lo hace. Vive, así lo cree, maravillada por ésa y otras rutinas. Deja lo que está haciendo —simplemente juega— y acomoda las pequeñas piezas de marfil dentro de la caja de madera. Se le iluminan los ojos. Percibe entonces cómo sus pisadas salen de la habitación, sabe que se detiene para contemplarla mientras ella voltea su cara, sonríe al recibir, como de costumbre, su mirada y ese beso alado que sale de los labios sobre las manos ajadas. Ella conoce lo que significa y mira hacia la puerta de la casa. "Es la hora", piensa.

Avanza con todos los pesos y pesares de la vida sobre las piernas y se acerca lento y cariñoso. Él lleva en las manos un sacón de lana. Ella se deja poner. Luego le acomoda ese gracioso sombrero de fieltro que le cubre hasta las orejas. Él coge la bufanda roja y se la envuelve alrededor del cuello. "Vamos, princesa", dice al tomarla de la mano. Lo hace todas las noches después de comer, "para que los músculos descansen y el estómago se alivie", comenta al salir.

Se dirigen a través de la arena hacia las rocas húmedas de espuma de mar. Ella, por diversión, bordea las acumulaciones de sílice, las formas redondeadas de las dunas o salta los arbustos secos. Por momentos se convierten en oyentes de las olas, respiran el aire denso, descubren el capricho de las revesas, les llega un soplo distinto cuando no hay nubes y a las estrellas se las ve más cercanas. Es más hermoso un mar frío. Si fuese una noche con presagios de tormenta, él, antes de salir a la playa, se pondría un grueso gabán, carcomido por los años, una gorra de lana que enmarcaría sus ojos tristes y su barba blanca, algo descuidada, pero a ella la dejaría en casa para protegerla de la arremetida de los ventarrones y de la violencia de las marejadas. Esta noche es fresca y van juntos. Se acercan al viejo faro, desde hace tiempo olvidado, y permanecen parados allí, mirándolo sin palabras, con solo el resoplido de sus pulmones, asumiendo el renovado misterio de la hora, la agresividad de las aguas, con las negruras de la noche hundidas en la misma arena, hasta el momento en que la niña, asiendo su mano y ocultando sus fantasías, le diga, y es un rito que se repite: "Ya, abuelo, vamos a casa; tengo frío". Y él conteste: "Sí, princesa, volvamos", mientras la apriete a su cuerpo al regresar.

Al acercarse, miran la casa de tablas renegridas, de ventanas pequeñas y vidrios cuadrados y amarillentos, adornadas con cortinas cuyas flores se escaparon hace mucho, dejando atrás sus siluetas. No hablan. La cabaña tiene un techo alto, de ángulos precipitados, cubierto de tejuelos negros. Parece haberse resbalado desde la cima para instalarse allí, cerca  del fanal muerto, al huir del pueblo que un día —ha contado el abuelo— florecía y progresaba sobre los acantilados, cuando el faro aún vivía y la pesca era abundante. Hoy agoniza con los pocos sobrevivientes que le quedan y que renunciaron a abandonarlo, ya por cansancio, ya porque la vida, huraña y cicatera, les privó de la ocasión para recomenzar.

Ahora Sara entra a la casa. Deja el abrigo y el sombrero y atiza el fuego de la chimenea. Tiene diez años y nació con el pelo rojo y los ojos negros. En las mejillas y la nariz, respingona y alegre, se ven sombreadas e insinuantes sobre la piel blanca, las futuras constelaciones de pecas. Mira la caja que contiene sus piezas de marfil, figuras de pájaros y de animales labrados a mano, y va hacia el lavadero. Deberá asear la olla y los platos que se utilizaron para la cena. Él dirige sus pasos hacia el desván. Ella, al suspirar, los retiene y los sigue. Ahora son más pesados: suben las nueve gradas que terminan en el altillo. Sabe que se apoya en los pasamanos, y que llegará el tiempo en que deberá ayudarlo a subir tomado del brazo por todas las noches que aún le queden. Ella, igual que el abuelo, no tiene a nadie más en este mundo. Sara, que no cree en hadas ni en cuentos de niños, conoce que así comienza un mágico repaso o peregrinaje —puesto que el futuro será breve— hacia lo que ya fue vivido.

Sara se acerca al pie de la escalera y busca para sentarse el primer peldaño. Junta sus manos y las pone entre las rodillas o sobre la cara. Cuando se cansa y el sueño comienza a dominarla, apoya la cabeza en la barandilla.         

En el desván el abuelo es un duende revolviendo pasados. Abre y cierra puertas de  armarios viejos, levanta tapas de baúles de cuero ya resquebrajados, trasiega papeles y objetos de un cajón a otro; revisa cartas pajizas de letras difusas que sus ojos no podrán mirar después, cuando sea la memoria la dueña exclusiva de esos trazos; hojea —como en muchas tardes largas de los sábados marinos— libros, relatos y personajes que se escabulleron de su mente; redescubre y se apropia de sueños que se quedaron dormidos o de ilusiones que no aprendieron a caminar, o caminaron muy aprisa y se desgastaron. Sara, entretanto, aguarda.

Está sacando —dice— el cubrecama de colores, el chal de lino; ahora acomoda las piezas de porcelana, pedazos y restos de jarras y platones; toma las dos lámparas de alabastro, ya inútiles; este momento frota con el puño las fuentes bañadas de plata en busca del brillo irrecuperable; toma los naipes, los baraja —remembranzas de partidas de a dos— y las vuelve a poner en su lugar; se acerca al pequeño tragaluz, recorre la cortina suspendida de un alambre, mueve el cerrojo, empuja los cristales y mira hacia fuera —necesita hacerlo otra vez— las sombras de los árboles escuálidos y la silueta del faro marino que perdió la que parecía inagotable advertencia luminosa; aspira el aire espeso de las costas, suspira y sigue repasando sus recuerdos; mira el álbum de viejas fotografías, la historia de su vida, fragmentada y dispersa en cartulinas que reproducen figuras inmóviles, rostros jóvenes, y dan fe que, al parecer, existieron afectos y amistades; se sienta en el sillón de cuero, ya desvencijado. ¿Cierra los ojos el abuelo y duerme? ¿O sueña con los párpados abiertos el abuelo? Sara no lo adivina.

Luego no escucha nada. Él ha levantado la tapa del baúl grande y ha tomado ese vestido de gasa que evoca la espuma del mar y lleva el color del verde ligero que tiene el agua salada sobre la palma de la mano. Lo aprieta contra el pecho y, al hacerlo, llora; lo besa, al olerlo, una y otra vez.

Perteneció a la mujer de pelo largo cuyo retrato cuelga junto a su cama. Sara sabe que no es la abuela, a quien  conoció vestida de negro en las fotografías. Lo sabe, porque cuando no está él, que ha ido al pueblo por víveres o se ha alejado caminando por la playa, sube al desván en demanda de sus secretos y se aprende de memoria todos los rumores y las vibraciones de las cosas viejas cuando son tomadas o palpadas.

Y, al día siguiente, en el desayuno, le dice: "Abuelo, cuéntame la historia".

Y él se la cuenta y, al acabarla, dice: "Pero no vayas al faro, princesa. Está abandonado, las gradas son peligrosas, mi niña, los soportes están oxidados y puede ocurrir un accidente. Hay también voces que se mezclan con el viento".

Pero ella había ido al faro, varias veces. Encontró la llave de la puerta y aprendió a empujarla con su cuerpo, para subir las gradas y escuchar en lo alto, sin temor, los lamentos y los gritos que trae el aire y que se pierden, como si cayesen hacia el mar y fueran ahogados y tragados por las rocas y las olas. Y pensaba: "Debo pedir al abuelo que me cuente otra vez la historia".

Que la siga relatando, sin cansancio, con los matices nuevos que provocan las escondidas curiosidades infantiles, las sorpresas ante los hallazgos imprevistos, los misterios sin explicación —no solo los dioses, también los hombres conocen de prodigios—, hasta el momento en que no pueda controlar las palabras, la memoria se le desboque y le cuente por qué, junto al barandal del faro y en lo más alto, se halla atado, sin que el mar y el viento lo hayan desgarrado, un pañuelo de gasa que parece tener el verde claro del agua cuando se la toma en las palmas de las manos.    


                                                                                                                                          (1995)