El Palacio del Diablo en la leyenda ecuatoriana

El Palacio del Diablo fue un burdel que existió en Quito en la calle de La Ronda, al parecer desde la época de la Colonia. La leyenda que se reproduce se sitúa en la época del presidente García Moreno, nacido en Guayaquil en 1821 y asesinado en Quito en 1875. Este mandatario conservador reprimió y persiguió el amancebamiento (no estar casados por el rito católico), el adulterio y naturalmente la prostitución.

Modesto Ponce M., autor de la novela El Palacio del Diablo, no había previsto ese título para su libro. Se había limitado a mencionar de pasada el prostíbulo en la novela que convierte a la ciudad de Quito, no sólo en espacio narrativo, sino en personaje viviente. Fue Raúl Serrano Sánchez, escritor y crítico, profesor del Área de Letras de la Universidad Andina, que había leído el original de la obra, quien debe recibir el crédito por haber impuesto —es la verdad— el nombre de la obra. "Si en tres días no decides, el título es mío", dijo.  

De ese modo, en alguna forma, la capital del Ecuador quedó asimilada al antiguo lenocidio. 

La leyenda ha sido tomada de un suplemento del diario El Comercio de 6 de junio de 1968 que a su vez lo tomó del Año ecuatoriano, publicado en 1963.

La Quebrada de Jerusalén, por su situación geográfica, extensión y profundidad era la que mayor pavor infundía a las buenas y sencillas gentes del Quito de entonces. Pavor no solamente por las cosas de ultratumba, sino por­que era refugio de meretrices con escándalo diario, refugio de rateros y hasta de ladrones de marca mayor, como que la acuciosa policía de don Gabriel capturó, en cierta ocasión, a toda una ban­da que actuaba desde una caverna bien hecha en la profundidad de la quebra­da.

El borde que quedaba al lado sur estaba salpicado de casuchas de mala muerte, cada una a buena distancia de la otra, desde el Protectorado al Puente de los Gallinazos. En un ángulo de la ca­lle del hospital que iniciaba la cuesta pa­ra subir al Hospicio, a! borde de la que­brada, se levantaba el Palacio del Diablo, una casucha destartalada y sucia de alto y bajo, propiedad de doña Mari­quita, muy conocida entre los veci­nos por su oficio de mujer galante y de imperturbable buen humor en sus tiempos primaverales. Los años pasaron dejando a doña Mariquita las huellas del tiempo en su blanco rostro que, en época antañera, puso de vuelta y media a más de un caballero de buenas buenas costumbres cristianas hasta hacerle caer en pecado mortal, pero ella se las arre­glaba para presentarse bien. Ciertos menjurjes baratos y pañitos de agua de Kananga, la ponían a doña Mariquita como si estuviera en la flor de la vida. Servicial y atenta con los vecinos era la dueña de El Palacio del Diablo. Le acompañaban dos o tres muchachas venidas de los campos casi siempre. Mujer de buen corazón como era, les daba.hospedaje por el tiempo que ellas quisiesen, les presentaba a sus amigos y co­nocidos con los cuales armaba jaranas y bailoteos que terminaban, muchas ve­ces, en sonadas reyertas como final de fiesta, en disputa agria y corajuda de las muchachas. Doña Mariquita conser­vaba el poder de sus buenos tiempos para atraer a "los señores". De su se­ñuelo no escapaban ni los altos magis­trados que lucían su catolicidad fervo­rosa en las grandes procesiones del año ,y gozaban de fortaleza espiritual, bien comprobada en los anales piadosos, al rechazar las tentaciones que no fallan en este pícaro mundo. Naturalmente no era para escandalizar si de tarde en tar­de, como quien dice, aprovechando de las tinieblas de la noche, uno que otro de estos caballeros visitaba la casa de dona Mariquita.... Posiblemente, en esas no­ches lluviosas de este Quito tan moja­do, se resbalaban en la vía y penetra­ban a la casa mencionada para escam­par el aguacero. Eso sí, sin ánimo de pe­cado...

Cierto día doña Mariquita encontró en la Plaza de San Francisco una guapa bolsicona y la pescó. Era de Carapungo, huérfana de padre y madre y había venido a Quito en busca de trabajo. Te­nía 18 años, gordiflona y vivaracha, ojos negros grandes y boca chica con unos labios escarlata que impresionaban, ca­bello negro abultado en trenzas que le caían graciosamente a la espalda. Ves­tía pañolón y pollera aurora de bayeta y andaba descalza. Doña Mariquita la vio con afán citadino y sin duda se dijo para su capote: ésta si que no me la pierdo...

De inmediato llevó a su casa a Ro­sita, que así se llamaba la buena campe­sina: sencilla pero coquetona, con esa coquetería simplista de su medio agra­rio, reía por todo, aun sin tomar alcan­ce de las palabras que le endilgaba. Al día siguiente Rosita estaba elegante. Lucia bata de seda color tomate y calzaba buenas botas de cabritilla plomo compradas en las Cuatro Esquinas. La muchacha impresionaba bien.

Don Gabriel García Moreno, Presi­dente rectilíneo con ferocidades de jun­gla muchas veces, perseguía fieramen­te a los revolucionarios y a las gentes que vivían en pecado mortal. Los sabue­sos de la policía secreta andaban me­tiendo las narices donde había olor a pólvora o incitación al pecado. Cuando los farolitos dejaban de alumbrar, ellos buscaban la materia prima, haciéndose todo ojos y oídos, generalmente por la calle de la Ronda, la Loma, la Chilena, San Roque y el Tejar. Y al sospechoso, qué caray, mano a la pretina y a chirona. Y si era mujer, derecho al ca­marote, que al día siguiente el parte elevado para conocimiento del señor Ministro de Gobierno, habría de limar las formalidades indispensables de ley.

Alguna vez dijeron al Ministro de Gobierno que en el Palacio del Diablo pasaban cosas non sanctas. El Ministro llamó al sabueso del parte y le pregun­tó pormenores, especialmente de Rosita, de quien le dijo era una pecadora que cautivaba y enloquecía a cualquierita de los mortales.

—Cómo dices que es la tal Rosi­ta? —preguntó ansioso el señor Minis­tro al agente policial que le tenía en su presencia

—Bueno,señor Ministro, la Rosita es bastante gorda, con unos senos grandotes y unos ojos como los aguacates de Guayllabamba, así negros, negros, negros.

—Y tú la conoces y la has visto con algunos ademanes pecaminosos?

—Claro que la he visto, señor Mi­nistro, porque a mí no se me escapa na­da, nada. La bandida cuando sale a San Francisco, viera como taconea por las calles para llamar la atención de los chullas y cómo se ríe cuando al pasar los chullas le dicen que es bonita.

—Y en realidad es bonita la tal Ro­sa?

—Bueno, dijo el agente, buenamoza y provocativa claro que es; por lo demás, no sé pes, señor Ministro, pe­ro para mí claro que está pecando la Rosa...

Bueno, mañana te vienes a las 4 de la tarde que quiero conocer esa casa de perdición personalmente, a fin de ver las medidas que podemos tomar con ella v con las personas que vive allí.

Al día siguiente, a la hora indicada, el señor Ministro se trasladó al Palacio del Diablo en su coche landó con su agente policial. La puerta de calle del Palacio del Diablo estaba cerrada. El agente dio varios golpes fuertes y do­ña Mariquita la abrió, después de cer­ciorarse que el señor Ministro quería personalmente inspeccionar la casa. Pa­rece que doña Mariquita ya tuvo soplo de la visita ministerial, porque ella te­nía más agentes secretos que el mismo don Gabriel, y pudo arreglar las cosas a su modo. Cuando el señor Ministro penetró a la casa, encontró que las muchachas que vivían allí estaban actitud impecable. Nada menos rezando el santo Rosario en uno de los cuartos... El Ministro recorrió la casa y no encontró nada de particular.

—Cuál de ustedes se llama Rpsita, dijo el Ministro, cuando penetró al cuarto en que estaban las chiquillas doña Mariquita. La aludida se puso nerviosa y bajando la vista con las mejillas hechas una grana, contestó tímidamente:

—Yo soy, señor Ministro.

—A qué has venido a Quito?

—A buscar trabajo, señor Ministro

—Y el trabajo ya lo tienes?

—Ya, señor Ministro, dando gracías al buen corazón de la señora Mariquita.

Pero doña Mariquita advirtió en las miradas del señor Ministro el anhelo de insinuarse a Rosita y como sabía la letra colorada al dedillo, dirigiéndose a las dos muchachas les dijo a ver ustedes ya acabaron de descansar, ahora al trabajo, a coser que me tienen que entregar esas dos capas. El Ministro se quedó solo con Rosita, cambió con ella algunas frases, sin el afán investigatorio de la autoridad y acariciándodr la barbilla se despidió diciéndole que vendría a verle al día siguíente a las diez de la noche.

La noche estaba un tanto lluviosa. En el reloj de la vecina iglesia habían sonado las 10 campanadas. En ]as sombras, un hombre vestido de negro, con sombrero de fieltro y capote, llegaba hasta el portón del Palacio del Diablo. Dio tres golpe bien acompasados y la puerta se abrió.

—Buenas noches, señor Ministro, qué gusto de volver a verlo en mi casa —saludó doña Mariquita, remilgada y almibarada.

—-Ya ve usted, doña Mariquita, la visita me ha impresionado bien. Qué es de Rosita?

—La está esperando, señor Ministro. La muchacha estaba con los zapatos que se le hacían tierra de tanto ir a la calle para verlo pronto. Bueno, pase, señor Ministro, venga por acá.

El Ministro entró. La pieza estaba arreglada como para recibir al distinguido huésped. En candeleros de lata adornados con flores lucían bolitas de sebo, no como son las de cajón de las casas humildes, sino buenas espermas de Castilla, de esa a cuatro en libra que vendía don Peto sin Boca en la Plaza de San Francisco.

Se inició la tertulia. Rosita está de punta en blanco. Buenamozota y tetona, bien pronto le hizo perder los estribos al señor Ministro. La tertulia seguía salpicada con una que otra pita del rico cognac Gallito que ha llevado consigo el señor Ministro y, solícito, brindaba tanto a la señora Mariquita como a Rosita que ya estaba echando chispas por las mejillas.

Un silbido estridente llegó desde puerta de calle, interrumpiendo el buen humor de los contertulios. Doña Mariquita frunció el entrecejo, mirando a Rosita preocupada. Y eso ¿qué es?, preguntó el señor Ministro. Nada, dijo la veterana, un chulla sinvergüenza que anda inquietando a la muchacha hecho el que quiere casarse y viene siempre a estar molestando con los silbidos para ver si la muchacha le hace caso, pero como ella ni siquiera le alza a ver cuando sale me tiene sin cuidado. Ventajosamente, es una muchacha de cabeza, que en vez de hacer de cualquier chisguete traposo de esa clase, va a preferir siempre siempre un se­ñor. Así le vivo diciendo siempre.

Las copas siguieron haciendo obra de conquista. El señor Ministro se puso de un buen humor sin parecido

y co­giendo entre sus manos una guitarra, que yacía pendiente de un clavo en !a.pared, se puso a glosar, luego a tara­rear.

—Cante, señor Ministro, usted ha de saber cantar lindo— pidió suplican­te Rosita.

—Sí, que cante el señor Ministro— agregó entusiasmada daña Mariquita.

Y e! Ministro cantó:

Gallito que antes cantabas / no volverás a cantar, / que ha venido un gallinazo a cantar en tu lugar.

—Bravo, bravisimo. señor Minis­tro-- explosionó doña. Mariquita.

—Lo hice sólo por agradar a Rosita— argüyó el Ministro, embelesado en el rostro de la muchacha.

—Ay gracias, señor Ministro, en­tonces ca cante otra vecita pos, si ha cantado por mí...

El Ministro no se hizo de rogar. Volvió a cantar la misma copla, luego otra y otra hasta que la botella quedó vacía y como doña Mariquita había co­menzado a bostezar, se despidió dejan­do al señor Ministro bien acompañado de Rosita...

Las gentes que todo lo ven y lo murmuran, aseguraban que el señor Mi­nistro salió del Palacio del Diablo en horas de la madrugada. Mas, como se le dispensó tan buena acogida, repitió la visita en días posteriores. Rosita le había impresionado tan bien que, por lo menos, una noche por semana estaba destinada para ella. Mas, cierta mañana que visitaba al Presidente de la Repú­blica, don Gabriel le peló el ojo severo que tenía y le dijo:

—Mire, Ministro, me han dicho que en esa casa que le lla­man el Palacio del Diablo están sucediendo cosas que me resisto a creer. Me han dicho que esa es una casa de perdi­ción y que allá concurren hasta ciertos funcionarios del gobierno...

—Sí. señor Presidente, eso le han dicho? Pues pondré mayor vigilancia en esta clase de casas sospechosas y es­pecialmente en esa.

—Así lo espero, señor Ministro, le repuso en tono grave el tremendo don Gabriel.

El Ministro, al salir del gabinete presidencial no las tenia todas consigo. La mirada fiera del Mandatario, la for­ma un tanto airada con que le diera !a orden de vigilar la casa del pecado, le hacia sospechar que la soplonería había hecho su agosto en su persona. Decidi­damente no regresaría más a la casa de doña Mariquita. Si no insistiría más en sus andanzas nocturnas de la que­brada de Jerusalén... Pero, por otra par­te. Rosita era tan simpática, tan interesante por donde se la viera...

Transcurrieron quince días. El Mi­nistro no pudo con el insistente recuerdo de las buenas horas que pasaba con Rosita. Febrecitante y emocionado un alto grado, mandó al diablo la promesa y volvió. Mas, parece que un agente, con buenas instrucciones de lo alto, le pisaba los talones al señor Ministro. El presidente cayó como un aguacero por el Palacio del Diablo en horas de la madrugada, Hizo abrir el portón y penetró en su interior bastón en mano, recorrió las piezas de toda la casa y no encontró lo que buscaba. De pronto, encontró una escalinata de madera que comunicaba al piso bajo.

—Y qué hay abajo? —preguntó tronante don Gabriel.

—Nada, excelentísimo señor, Abajo no hay nadie sino la cocina y un cuartito donde duermen las gallinas que tengo para ayudarme en la alimentación —repuso tranquila la mujer.

Doña Mariquita al oír la voz amena­zante de don Gabriel en la puerta de ca­lle, hizo bajar a! Ministro al gallinero, destapó una olla de barro que tenía en una esquina de ese cuarto y echó sobre el Ministro unos chisguetes de agua ver­de que tenia en la olla, acompañando frases incoherentes que parecían de ul­tratumba y ciertas expresiones diabóli­cas, luego sopló sobre la cara unos pol­villos guardados en una caja de cartón, juntamente con un sapo con corbata, y el Ministro en pocos instantes quedó convertido en gallo..

Don Gabriel bajó, pues, al piso in­dicado y entrando al gallinero no en­contró tampoco nada de particular. Só­lo un gallo colorado, un gallazo que mi­raba fijamente al Presidente y cantaba con voz sonora. Momentos después el Presidente abandonaba el Palacio del Diablo, resuelto a propinar su merecido al picaro del agente que le había infor­mado que el Ministro de Gobierno esta­ba en esos momentos en la casa del pe­cado.

Doña Mariquita bajó entonces al gallinero —porque hay que convenir que además de ser mujer cariñosa con e! público, era bruja, una gran bruja de esas que convertía a los ministros de don Gabriel en gallos —y de inmediato arrojó sobre el gallo colorado sus chis­guetes de agua y repitiendo polvillos especiales, dichos e invocaciones diabó­licas que eran de su gasto común, el gallo, poco a poco, fue transfigurándo­se en hombre. Y en hombre hecho y de­recho de carne y hueso. Quedó nueva­mente, por arte de encantamiento, con­vertido en el señor Ministro de Gobierno del severo don Gabriel, a quien, en esta vez le pegaron en toda la coronilla, defraudándole en sus esperanzas de coger infraganti al señor Ministro. Así cuentan las abuelas y la leyenda se repite de generación en generación.