Solamente me gustabas un poco

  A Lorena. ¿Ése era su nombre?

                                                                                    Porque no se conocen los límites

                                                                                     entre la realidad y la imaginación...

                                      

...hasta el caer del día, y el

declinar de las sombras.

El Cantar de los Cantares, Cap. IV, 6.


...y también porque ese aroma quedó anclado, encubierto, leve y furtivo, en algún rincón de mi automóvil esa noche en que fuimos a la discoteca con nuestros amigos. El ritmo y la agitación de figuras y luces lo tornaron huidizo, caprichoso, como si jugase a las escondidas o se escabullera, vagabundo en la fosforescencia del local. Yo lo perseguí entre los cuerpos que se enlazaban con haces de colores. Los sudores entreverados eran su amparo. Tenía sus propios vericuetos. ¿Qué buscaba? ¿O de quién huía? Hasta que bailamos, por una sola vez. Hasta que hallé la forma de tomar tu chal cuando lo dejaste en la butaca. Y luego volví a sentirlo cerca al despedirnos. Entonces lo supe.  

Dejó de emboscarse cuando unas semanas después estudiamos juntos. En tu habitación lo encontré regado en el ambiente, depositado entre los cajones donde guardabas la ropa, esparcido con generosidad. Prendido en cada resquicio. Suspendido en el aire.

Lo retuve. Rompí su persistente lejanía, su invulnerabilidad. Y no quise desprenderme de él. Lo asumí o lo tomé. Se instaló dentro de mí.

Era tu olor.

Después dejé de verte. Poco a poco se fue diluyendo. Imposible perdurar sin sus orígenes. Hasta que se extinguió. Hasta que llegó el día en que se perdió y no pude dar con él en ninguna parte.

Y contigo tampoco, porque te habías ido.

Te busqué. Pregunté por todas partes si alguien lo sabe. Te perpetué a través de caricias que repartí en el viento. Para que se quedara metido en mi carne, en mi cuerpo. Y para siempre. Tu olor, por supuesto. Y, al hacerlo, descubrí que quería algo más: tocarte.

¡Y pensar que al principio solo me gustabas un poco! Nada más. Eres ágil, alegre, vital. Intangible. Inimaginable además, a pesar de tus ojos lánguidos, verdeazulados; a pesar de tu boca húmeda, fresca, como si hubiera sido larga y recientemente besada; a pesar de tu cuerpo, de todo tu cuerpo...

¡Qué hacer!, si me empezó a hacer falta. Y cada vez más. Lo representé —fingimiento y espejismo—, ya que no podía tomarlo. Dejé de dormir, buscándolo dentro de mi cerebro. Quise recrearlo, inventarlo, sacarlo a flote. No pude. No pude a pesar de que cada noche en sueños pasaba por tu cuerpo la palma de la mano, exponiéndote, hurgándote. Tampoco sirvió que estimulara mi sexo y me pulsara —tú sabes— tomándote con el pensamiento.

Al fin lo supe. Estabas lejos, en la ciudad ardiente que tiene el río grande por compañero, la ciudad puerto por donde van y vienen ávidos deseos, apetencias, urgencias de la piel que no admiten aplazamientos ni caducidades. Te llamé y dijiste que sí, que me recuerdas, que está bien, y que fuera. Y fui. Fui tras tu olor. ¿Lo supiste? ¿Te conté alguna vez? ¿Lo sospechaste quizá? Tengo la sensación de que nunca lo conversamos.

Frente a la ventana, mirando al río, sentados en el suelo junto a la banca, jugamos con los dedos y nos mordemos los labios. Te apoyas  sobre mi hombro y te abrazo. Los quiero libres bajo la camisa blanca. Cierro un momento los ojos. Obedeces y los liberas, los sueltas. Son pequeños pero firmes. Te quito los zapatos. Las medias. Sudas y tu olor me ciñe, me aprieta. Y me basta.

Hasta tal punto —¿es verdad que no puedes ni suponerlo?— que quiero que solamente tú recibas. Tanto que no pretendo que me devuelvas la ofrenda. No es más que un botón plateado que salta y un susurro metálico que se desliza hacia abajo.

Entonces desciendo y busco despacio. Lo hallan mis yemas. Demandan y rastrean. Yo, a la espera. Respondes con tu movimiento. Te aceleras. Viene. Llega. Largo. Larguísimo. Tu grito se quiebra en susurros. Olores nuevos se superponen. Tus ojos se hunden después de haberme mirado con codicia. Veo tus dientes entre los labios. Sigues latiendo.

Yo me voy solo, lenta, nostálgicamente: aún no creo en tu presencia.

Así fue la primera noche. Amanecimos.    

Y cuando llegó la siguiente tarde supe de las fuentes, de los manantiales: te encontré desnuda sobre la cama. Irradiabas.

Me quitas la ropa. Obedezco, igual que tú. Me adivinas. Ahora tú quieres hacerlo conmigo. Tus dedos se multiplican. Provocas en profundidad, como cuando tus olores desaparecieron y yo no los encontraba en mi cerebro ni en ningún sitio. Te siento ir y venir. Lo logras y te baño con mis cascadas blancas: a veces lágrimas, a veces lava, o torrente, reguero, cauce —¿quién pudiera saberlo?—.

Exhausto, dominado, agotado por ti, por tus manos, no puedo sujetarte y te empiezo a perder. Reclamas tus derechos a mi abandono dormido. Te sacudes. Te liberas del lecho húmedo y caliente, de mi cercanía, te alzas al usar sobre ti tus propias manos y me vences al olvidarme. Yo, sumido, abro los ojos y asisto al rito irreverente, consumado, mientras la sorna, afuera, va tomando su lugar bajo la ciudad cansada.

Después, sin movernos, dormimos abrazados. Fue la segunda noche. Tu cuerpo fue cuerpo y firmamento. Mis alas empezaron a volar por él...

Al día siguiente, en la penumbra del crepúsculo —¿qué tratamos de encubrir los humanos, buscadores, nictálopes, entre los eclipses y las umbrías?—, el calor todavía agobiaba, pesado.           

Sedientos, sobre la alfombra, corridas las cortinas, buscan y exigen las bocas, los labios, las lenguas. Cada cual coloca a lo suyo en abandono, ofrece el festín. Formado el círculo, nos prendemos y comenzamos a tomar, a beber, apropiados de lo ajeno comulgamos agua y piel. Extraemos hasta el agotamiento. 

Al despertar hace frío. Persistimos en nuestras bocas. La cama, desganada, impasible, nos recibe y cobija.

En la noche sucesiva, el momento de penetrarnos llegó. La espera, el diferimiento, esa extraña, absurda, forma de continencia, nos llevará ahora, al poseernos y excavarnos, a los límites de nuestras grutas, hábitat de duendes, jungla inexplorada, jardín de asombros. Fuego y llanto. Ansia del bajo vientre y enternecimientos que se desbordan.

Juntos cabalgamos. Rodamos, y al rodar salimos y volvemos a entrar. Nos suben y bajan nuestras provocaciones. No somos sino empuje, sujeción, saliva y jugos. Nada existe. Dios ha muerto. Los vértigos se extienden y atropellan. Las descargas, simultáneas, sucesivas —ya nada sabemos— nos proyectan. Somos una flecha que viaja, un sol más, otra estrella errante. Al fin, fundidos, retornamos. Las sábanas también son azules...

Un silencio cómplice, fementido, que venía desde fuera, nos aguardó veinticuatro horas más tarde. Al llamarnos, nos condujo por laberintos inopinados, corredores que volvían sobre sí mismos, buhardillas dispuestas para las tentaciones no confesadas. Apenas sombras de sombras, tímidos intersticios de luz, visillos sin color, palabras rezagadas.

Calma, incandescente y luego blanca y pálida, la luna remontaba perfiles y orillas. Emergían lanchones, quilombos de bahareque, casonas nostálgicas.

Sentimos el contagio de la identidad, el llamado. Efigie y forma. Semejanzas. Blanda mina no descubierta. En esas penumbras todo tu ser desaparece, se confunde y agacha. La luna, luna y hostia, altar, se ofrece. Me agiganto, soberbio e hinchado; todo mi cuerpo crece. Comienzo a cubrirte: el rito es lento, interminable. ¿Podrá cuestionarse el deseo? Al llegar al final, el eclipse es completo. Mis manos en tus caderas sienten que tu cuerpo se evapora, dominado, profanado. Al resistirte, sigues permitiendo. Mis yemas exploran. Yo vuelo dentro de una burbuja.

Cuando todo acabó, te sofoqué en ternuras que no habías conocido. Lo dijiste... 

Durante el amanecer, desde la cama, prendida sobre mi pecho, las piernas acopladas, mojados, seguimos el camino de los rayos de luz en la ventana. Las hojas, quietas. Adentro y afuera: un anhelo comprimido, apenas la leve cadencia del respirar. Apenas, como si no estuviese, la sensación del aire tropical en las mañanas. ¿Están, acaso, los seres humanos en las casas, en las calles, en los portales de Guayaquil?

La misma luna, más hermosa que la víspera, como si también la hubieran tocado en su centro, nos trajo la sexta noche. Tomados de las manos fuimos a caminar. Había llovido y un vaho cargado, espeso, salía de las aceras. Tú y yo, también, con un cálido relente, frescura reverdecida, a flor de piel. Ibamos perezosos, soñolientos, entre los mangos y los samanes. Dejamos al paso acacias de diverso tono, jacarandás, ficus que sobrellevan cien, doscientos años. ¡Cómo no amarlos también después de tanto amor!

Al regresar, nos besamos en la boca y reímos.

Entonces los señalo y te pido que me dejes jugar con ellos. Te abres y te despojas. No necesitas —¿o no te gusta?— decir "son tuyos". Me los dejas y te ausentas. Los tomo.  Acaricio, toco, beso y me hundo. Descubro que tú, como yo, tienes tus propios pensamientos: fantasías aladas, excesos inalcanzables, desnudeces sobre la arena, noches de ocasión, espejos, hoteles de paso, él, ella... El amor es también un escudriñamiento inacabable, registro o batida de confidencias, encubrimientos, complicidades no reveladas, silencios, muchos silencios...

Mil noches no hubieran bastado, ni tampoco podrían ser contadas. Al séptimo día descansamos.

Así fue. Como lo cuento. Teníamos veinte años. Y aún me queda tu olor, Lorena. Todo tu olor.

¿Dije Lorena?

                                                                                                                                 

         (1994)