Cap. 35

Los vientos que corren hacia el noroeste barren el smog que al fin choca contra las estribaciones del monte viejo. Reparten así la bruma cenicienta. Los campesinos que llegaron para vender en las calles sus productos y sudores regresan con los ojos rojos y la garganta seca. Los vendedores ambulantes añoran el aire limpio. Los niños tosen. Los turistas sufren de alergias. Pero los habitantes de la ciudad que ha alcanzado el cuarto lugar en Latinoamérica en contaminación ambiental siguen mirando hacia arriba, como si aún existiese el azul azulísimo que se ha esfumado. “No hay cielo como el de Quito”, canta el pasacalle en las radios. Aún hay el hábito de ver las cordilleras y a las siete montañas que las coronan, consultarles cómo están y cómo han amanecido, hasta tal punto que sólo faltaría saludarlas con la mano y sonreírles como conocidas. Las cabezas, a causa de la inveterada práctica, realizan un giro de trescientos sesenta grados, se voltean hacia los nevados sobresalientes tras las colinas, para divisar, ya a uno, ya a otro, como si quisiesen comprobar si todavía están allí, donde siempre han estado. Se los ve casi desde todo lugar, desde las lomas, a la vuelta de cualquier esquina, al coronar una cuesta de las interminables que existen. La frecuencia de vericuetos, las repeticiones de escalamientos y descensos, hacen que los ángulos de visión varíen, cuando las cimas pequeñas, la torre de una iglesia, la mole de aluminio y vidrio de un edificio, el alero de la casa vecina, se interponen y cortan la visión de las “nieves eternas”, así llamadas por geógrafos y profesores de escuela para perpetuar, en el subconsciente cívico, que no hay mejores panoramas en el mundo, y volvernos, gracias a la benevolencia de la naturaleza, pasivos y nostálgicos, pasilleros, contemplativos y pacientes.


¿Será posible imaginar cómo se formaron, millones de años atrás, esos pliegues colosales, esas elevaciones suntuosas, algunas erectas, completas, inclusive vivas y latentes, otras yertas, otras que son solamente vestigios de cráteres despedazados por alguna explosión de los cuales quedan los bordes? Dice el cronista: “No alcanza la mente a imaginar este panorama maravillosamente terrible, que dura milenios: un manto níveo cubre los montes desde muy abajo; de pronto, estremécese la tierra y yerguen aún más sus testas las montañas; se fracturan sus flancos; las hondonadas, convertidas en lagos, se agitan y se rompen y, de en medio de ellas, surgen también nuevas cimas. Y cuando se calma el estrépito del cataclismo, sigue tronando el resbalar incesante de los blancos glaciares (...) Hasta que en un momento de clímax telúrico, el cuadro cambia violentamente: el albo sudario es reemplazado por un fulminante brochazo púrpura: revientan los volcanes; vuelan los peñascos; todo lo inunda el ímpetu del fuego de las materias interiores...” Fueron los orígenes de Los Andes, esas “gigantescas arrugas de la tierra”. Escribió el obispo historiador: “Somos puestos sobre otras lomas; eminencias del terreno que van levantándose progresivamente; masas de rocas gigantescas derrumbadas y amontonadas en desorden titánico; quebradas profundísimas de paredes perpendiculares (...) la vida se va ahuyentando de esas regiones desoladas; las lavas petrificadas se cubren de un musgo rojizo; no hay un solo ser viviente, y el granito deja ver su superficie negra y dura junto a los bancos de nieve compacta...”

Cuando nada pueden ver, que es muy frecuente, porque amaneció nublado, y esas nubes cargadas ocuparán los espacios hasta el atardecer, igualmente miran hacia arriba. Así calibran el día, adivinan fríos, ventiscas o borrascas, sin requerir de las predicciones de los meteorólogos oficiales; o, al contrario, advierten que la tarde se alargará, iluminada por un sol que, antes de desaparecer, lanzará espectros que nunca se repiten. Nada es regular, nada es constante en esas alturas y, a veces, es necesario volver a comprobarlo, repetir una y más veces el ritual, ya porque los vientos trajeron nuevos nubarrones inesperados a las dos de la tarde, cargados y amenazantes, ya porque algo pasó y la lluvia que venía se detuvo en los valles, ya porque el firmamento se volvió loco y hace llover en la mitad de la ciudad mientras la otra permanece seca —“está bailando el diablo con la diabla”, dice la gente—, ya porque la temperatura que estaba en veintidós grados bajó violentamente a once.

Ese volver la mirada hacia arriba viene desde hace siglos, cuando pueblos venidos desde el norte unos, desde el sur otros, en busca del sol vertical, se guiaron por estrellas, lunas y constelaciones, en éxodos que duraron años. También sus descendientes, los indígenas de páramos y cerros, organizados al fin después de siglos de dispersión, por esa misma forma de ver hacia lo alto, tomaron los colores del arco iris para su wipala —término aymará salido del Cusco—, bandera reivindicatoria calcada del espectro solar, y, en el solsticio, conmemoran el Inti Raimi, la fiesta del sol. También alzan la cabeza por cristianos, y todos aseguran que lo son en la cristianísima metrópoli, con excepciones que no cuentan. Alzan los ojos y suplican. ¿Cuántos “diosmíos” se oirán en Quito diariamente, Dios mío? Ni tú, Dios, que todo lo sabe, lo sabes.

Sucede que la ciudad es un hueco. También es larga. Un hueco largo de cuarenta kilómetros. Cronistas de la colonia se quejaron de “haber puesto su fundación en un sitio tan desigual y malo (...) pudiéndolo haber hecho con más hermosura y comodidad en los dos llanos o ejidos”. Visitantes y testigos “sacan a luz el misterio de su ubicación. Pues, desde las apreciaciones de los españoles del siglo XVI hasta las realizadas a principios del siglo XX, se preguntan por qué se escogió un sitio irregular y aparentemente inconcebible para construir la ciudad”. La primera fundación española de Santiago de Quito, con Diego de Almagro, se efectuó simbólicamente en la planicie de Riobamba, el 15 de agosto de 1534, en el centro del país, un buen lugar para la capital de la República, casi doscientos kilómetros al sur de la actual. Una segunda fundación, como San Francisco de Quito —no por el santo sino por Francisco Pizarro—, se efectuó unos días después algo más al norte, pero se dejó constancia en actas que la ciudad definitiva se establecería donde actualmente está: había el temor de que Pedro de Alvarado y su gente, que venían del oeste, tomaran primero el sitio. La fecha de fundación oficial, el 6 de diciembre, no fue más que el reparto del solar hecho por los españoles y el nombramiento del cabildo. La idea fue denominar “Quito” a todo el actual territorio del país. Se impusieron las razones de seguridad; los mismos indígenas prehispánicos habían construido miradores para que vigías y centinelas con ojos de águila aguaiten a merodeadores y extraños.

La capital es, pues, una ciudad escondida, parida entre quebradas y desfiladeros, asentada sobre un sitio absurdo, cruzado de barrancos y desfiladeros que fueron y siguen siendo rellenados. Cuentan que entre éstos se construían puentes y pasos mientras la ciudad, con apenas un kilómetro cuadrado y medio de meseta al momento de la fundación española, fue creciendo sin término. Son tajos y hendiduras profundas labradas por las aguas que han bajado de las alturas, aguas espumosas y turbias que también fueron socavando tierras y promontorios y que, tiradas por el vacío hacia abajo, de vez en cuando se tragaban chozas, plantíos y sementeras.

Ciudad de aguas sin término. Se escribió a principios del siglo XVIII sobre “las fastidiosísimas características de este clima de continuas lluvias: las calles se convierten en ríos y las plazas en lagos”. Mucho antes de que la ciudad contara con agua entubada, a principios del siglo XX y aún algo más, las precipitaciones que bajaban de lo alto servían para limpiar las calles empedradas, a golpes de escobas de chilcas o de pelo de coco, o eran almacenadas en estanques y cisternas, o transportadas en pondos a espaldas de indios de espinazo gacho y ojos opacos, quienes, después de dejar el agua limpia en moradas y viviendas, sacaban en otros recipientes inmundicias y desperdicios. Aún ahora existen barrios que carecen de redes de alcantarillado, pero los pozos sépticos sustituyeron a los peones. “Ciudad de los desaguaderos (...) el agua (...) es el símbolo de Quito”.

Pero la ciudad de las quebradas —que antiguamente se llamaban guaycos— y de las aguas es también “la ciudad de las colinas”: así lo bautizó el buscador de mares y lenguas desconocidos. Una pluma de mujer rebelde la llamó “ciudad dormida”, por pasiva y sedentaria. Quien juró olvidarla la nombró “ciudad maldita”. Otro la vio como “ciudad lejana” que, como ninguna otra, “poseía (...) la virtud de ocultarse tras la lluvia”. Alguien más como la ciudad perdida que se busca y no acaba de encontrarse, o como la “ciudad encantada”. También la han apodado “ciudad partida”, “ciudad dormida”, “ciudad escondida”, “ciudad en vilo”, “ciudad desnuda”, “travesti”, “invadida”, “alada”, “ciudad de los ocultamientos”, “ciudad enigma” o “ciudad secreta” y hasta “ciudad enferma”, cansada de vivir, “ciudad chismosa”, “monumento alargado”, “ciudad tumultuaria”.

La vaguada del valle —si valle puede llamarse al hueco alargado— tiene poco ancho; las colinas suben y bajan en cada tramo, anárquicas e imprevisibles. Las cañadas, hoy casi todas cubiertas o entubadas, deben haber sido un laberinto de miedo para el agrimensor. En estos casos también es necesario mirar hacia la cima, por lo menos para calcular cuánto falta para llegar a casa, sudorosos a mediodía o atravesados por el frío en la noche, o mirar lo que forzosamente se ve, las calles empinadas, las casas que por igual suben y bajan, los incontables graderíos y escalinatas que enlazan barrios y acortan caminos, las lomas vecinas, con más calles y más casas, aunque, en el fondo, se lo hace también hasta por gusto, al decir hacia adentro, sin decirlo, sin pensarlo casi, “la ciudad es así”.

A la ciudad vieja no deciden cómo llamarla, si “casco colonial” o “centro histórico” —“¿dónde se detiene la historia?”, interrogan los investigadores—, en vez de llamarla simplemente: “vieja” o “antigua”. Salvo la arquitectura religiosa monumental, casi nada queda de la época colonial —unas trece casas, según los registros municipales— y apenas unas piedras diseminadas del tiempo indígena. Fueron muros anchos de adobón, cubiertas y dinteles de madera, pisos de ladrillo y piedra. Más tarde la paja se reemplazó por la teja española de barro cocido y el adobón por el adobe. El ladrillo sirvió únicamente para los grandes monumentos y solamente a fines del siglo XVIII para construcciones civiles. “Quito no tuvo palacios, ni siquiera administrativos. Quito no tuvo mansiones ni boato en sus construcciones civiles; tuvo casas recoletas, tal vez conventos en chico, en donde la gente vivió para sí, hacia adentro (...) el patio interior aparece como el centro de la habitación y de la vida diaria”, a más de los traspatios y los corrales. Quito fue una “ciudad de casas”, de uno o dos pisos. La ciudad vieja es, actualmente, más de la época republicana, la mayor parte de comienzos del siglo veinte, de inspiración europea o criolla española, y contribuyó a su expansión la construcción del ferrocarril Guayaquil-Quito, cuya primera locomotora arribó en 1908, y la apertura del Canal de Panamá en 1914. En el valle de Los Chillos permanecen, unas bien conservadas y otras en proceso de destrucción, algunas mansiones, conventos, casas de retiro, casonas solariegas bellísimas y a veces ignoradas, de propiedad de órdenes religiosas o de rancias familias que deberían ser inventariadas, intervenidas o apuntaladas financieramente por el Estado para evitar su desaparición.

 No obstante, tal vez en lo profundo del alma de la ciudad, a pesar de lo español, lo religioso y lo “blanco”, persista la ciudad india. Extraña, muy extraña forma de supervivencia: nuevamente el sueño de lo que nunca pudo ser. “A través de la ostentación de lo hispánico y el arte suntuoso de las iglesias se busca ocultar lo indígena”, y sobre todo su realidad de “miseria, explotación y discriminación”. A pesar de los exiguos vestigios, la ciudad podría ser en el fondo totalmente incaica, ante todo por el sitio donde fue asentada y por la estructura de su geografía. “Sin conocer el desarrollo histórico de la ciudad (shyris e incas), sería difícil explicar los motivos de haberla fundado en un sitio nada ventajoso”. Piénsese que Machu Picchu fue escondido en tal forma que recién fue descubierto en 1911.

Cada vez, es verdad, la ciudad vieja es mejor adornada y cuidada, aunque muy lentamente a causa de los problemas sociales. El proceso reparador comenzó tal vez quince años antes del fin de siglo. Se construyeron aceras de ladrillo, se expulsaron vendedores ambulantes y automóviles. Algún día será peatonal. Modernas luminarias resaltan torres, campanarios, arquerías y conventos, fachadas en piedra tallada a golpes de cincel y martillo, corredores y claustros, portones y patios, retablos forrados en oro, pilastras, espadañas, columnas, santos y santas del cielo maravillosamente tallados, cruces de piedra. A pesar del largo proceso del inigualable barroco quiteño, construido en cien o doscientos años, no se han descifrado aún los mensajes y señales que dejaron disfrazados, en columnas de piedra, artesonados, enmaderados y paneles, rosetones y estucados, los albañiles y artesanos que trabajaron bajo el mando de los conquistadores y de clérigos españoles, formadores de otros constructores mestizos como Cantuña. Es igualmente la ciudad de los portales y los atrios, de campanarios y torres, de monasterios y conventos, de patios con arcos y pilas de piedra en sus centros, de cruces y graderíos, de muros y sótanos. Ninguno de los que comenzaron a levantarlos los vio terminados, y los arquitectos se sucedían unos a otros llevándose en los últimos espasmos las imágenes inconclusas y las angustias de lo inacabado. Las casonas añejas, las moradas de fundadores, héroes y heroínas, libertadores e independentistas, prohombres y benefactoras, han sido reconstruidas. Casas de las clases altas de ayer, que salieron hace cincuenta años a vivir en el norte que se urbanizaba y crecía, volvieron a ser ocupadas por nostálgicos y noveleros para dar brillo a la casi cinco veces centenaria ciudad, para conquistar en esa forma al turismo que contribuirá a redimir futuros y zurcir las roturas del saco del producto nacional bruto. Se reconstruyó el Teatro Sucre, levantado donde antes estuvieron una carnicería y un camal, una joya que se iba en pedazos, inaugurada en 1886. Se arregló la Universidad, con su larga y soberbia fachada en piedra, que ahora es el Centro Cultural Metropolitano. Pocos saben que allí, en el siglo XVII, funcionó la Universidad de San Gregorio Magno, derrocada más tarde. El Belén, la primera iglesia de la ciudad —aunque alguien asegura que la primera fue Santa Prisca, hoy desaparecida—, fue originalmente una pequeña capilla de techo de paja llamada El Humilladero de la Vera Cruz, nuevamente construida en 1787 en el más puro estilo romántico, cercada por construcciones que jamás debieron levantarse, también ha sido readecuada. Conventos y catedrales, iglesias, ermitas y recoletas, gracias a las donaciones extranjeras también se rehacen, dañados, ya por el tiempo, ya por los movimientos telúricos, como las iglesias de La Compañía, San Francisco, La Merced, Santo Domingo, San Agustín, donde aún pueden verse unos pocos curas y frailes vestidos unos con hábitos de negro estricto, otros de blanco, negro y blanco o café. Se restauran los monasterios de monjas enclaustradas de por vida: Carmen Alto, Carmen Bajo, Santa Clara, Santa Catalina, La Concepción, que fue el primero en construirse en 1575 junto al Palacio de Carondelet. Desde la loma del Itchimbía o Anahuarqui, convertida en parque y en mirador, se toca a la ciudad vieja con la mirada. Pero la vista completa, incomparable, solamente se la obtiene desde los alto de Puéngasí.

Se ven casas que están como nuevas, unas con color blanco, otras con colores pastel, cuadras enteras remozadas, viviendas que son parte de la historia o de la memoria, como la Casa de Benalcázar, el fundador de la ciudad, la Casa Azul, la de los Siete Patios, la del Toro, “destruida por incuria”, la del Mariscal Sucre, la mansión-museo que dejó una millonaria sin hijos, benefactora de los jesuitas que le aseguraron la gloria celestial y misas en su memoria, a cambio de la exclusividad testamentaria. Existen, por allí, otras cargadas de historia que la gente no siempre sabe dónde se hallan o desconoce si aún están de pie: la casa de Manuela Sáenz, la protagonista de la independencia y amada de Bolívar, cuya vida jamás dejará de contarse, la Casa de la Virgen, la de Mejía, el precursor de la independencia, la de Eugenio Espejo, el polifacético y adelantado mestizo, la antigua Cancillería, el antiguo Conservatorio de Música, la Casa de las Doce Rosas, la de los Perros, las casas de La Dolorosa y del Alabado, la del León Coronado, la de San Cristóbal, la de las Tres Gracias, el caserón de Las Dos Alas, la de Las Colas de Pez, la de Las Columnas Panzudas, la de Los Clavos de Cristo, la de Las Flores y los Peces, la de Las Columnas Salomónicas, la de Los dos Florones, el antiguo Palacio de Villacís, hoy Museo de Arte Colonial, la casa de La Gran Cornisa, la del Higo, la de Veintimilla…

 Falta aún reconstruir una maravilla arquitectónica, el Hospicio de San Lázaro, que data de 1587, noviciado y casa de ejercicios de los jesuitas, donde se depositan hoy los sobrantes humanos: locos y dementes, paranoicos o idiotas, muchas veces encerrados por furiosos en canceles con puertas de hierro. Como falta también el Sanatorio Rocafuerte, después Hospital Militar, un magnífico conjunto republicano, la Escuela de Artes y Oficios, la encantadora Plaza Victoria y sus calles aledañas, el Panóptico, cuando el Penal sea trasladado fuera de la ciudad. Otras han conservado la fachada y el sabor, pero han sido convertidas en departamentos, todos con vista a los patios centrales, donde hasta es posible que se conserve una que otra magnolia y una pileta central, adquiridos por melancólicos, reacios al modernismo, bohemios, extranjeros, artistas o solitarios que antes fracasaron en la conquista de su soledad. Se encuentran también restauraciones que casi no lo son, cuando se han preferido los nuevos materiales, el cemento a la madera, la pilastra de concreto a la de piedra, los tubos recubiertos de colores chillones a los primitivos pasamanos, los baldosines o mayólicas modernas al empedrado a la entrada de muchas casas, las ventanas ampliadas de un solo vidrio, el uso del acero o del aluminio, las nobles puertas de calles desaparecidas; o cuando se han mezclado torpemente estilos y tendencias, como la horrible pared de ladrillo visto del patio principal del actual Centro Cultural Metropolitano. ¿Es inadmisible la tendencia hacia lo “nuevo”? ¿Recrear —o copiar si se quiere—, cuando algo ha sido destruido, tiene que ser un delito? La arquitectura es un arte, sí, ¿pero tiene derecho a ser totalmente autónoma cuando está en juego una ciudad, una historia? ¿O creen ciertos arquitectos que el arte “progresa”. Los conocedores saben que se “restaura” cuando se vuelve hacia atrás, a una época determinada en la historia del edificio, para recrearlo, y que se “rehabilita” cuando se lo adapta para una nueva función, estilizando tendencias y elementos. Escribe un experto: “Cada época aporta algo al palimpsesto actual (...) se necesita sentido común, más que una profesión, para saber lo que se debe cortar”. Se necesita, ante todo, cultura... “El arte no avanza; se mueve”. El Hospital de la Misericordia, cuya construcción comenzó en 1565, el segundo en el Nuevo Mundo —el primero fue en la ciudad de Santo Domingo, fundado en 1503—, alberga ahora, en sus salones y corredores, junto a sus patios de piedra en los cuales se alzan palmeras, capulíes y arrayanes, el Museo de la Ciudad, que hoy muestra la historia cotidiana de los habitantes de la ciudad que ya no sabe de la misericordia. Todavía se conservan los nichos donde se depositaban a los enfermos indigentes, prontos a morir, tal vez los únicos que todavía en vida conocían las características funcionales de una morada definitiva y se cercioraban con anticipación de sus comodidades, aunque en ningún caso las iban a gozar después: los pobres iban a la fosa común. Ha dicho la novelista: en esos nichos se aplacaron “las fiebres de los apestados (...): en el más alto, el blanco siempre exige que le atiendan primero; en el del medio, se queja el mestizo, y en el que está a ras del suelo, el indio espera la muerte, en silencio...”. Hosterías y hoteles, restaurantes y bares, para propios y extraños, se han multiplicado. Es la ciudad centenaria en la que, al decir de tantos que la conocieron, se peca mucho y mucho se reza…

Otras casas, aún no retocadas, ya no albergan a la gente. Se han convertido en bodegas y trojes de comerciantes y mayoristas. El centro-centro mejora y la gente es empujada unas pocas cuadras a la redonda, al “centro-de-a-perro”. Nadie conoce qué sucede tras fachadas y paredes, quiénes son los que miran sin ser vistos tras las ventanas de pequeños vidrios, cómo son los que pasan y repasan por patios y traspatios, cuántos se esconden en habitaciones sin luz ni aire, o en cuartos armados bajo las escaleras, en buhardillas donde no pueden ponerse de pie, en espacios de promiscuidades y amontonamientos. Se conoce, a cambio, por qué están por todo lado y tratan de tomarse calles, avenidas, aceras y zaguanes, de los vendedores ambulantes a quienes el eufemismo generalizado llama informales, la estupidez economicista, microempresarios, y las estadísticas oficiales, trabajadores autónomos sin relación de dependencia. La saturación de gentes y vehículos embutidos en calles estrechas encontró salida y desahogo en túneles y vías subterráneas, en circunvalaciones, anillos periféricos, túneles transversales que atraviesan la urbe vieja de oriente a occidente. Bajo los sótanos que dejaron las estructuras de cemento, en las cámaras de aire de esos túneles, en los espacios dejados bajo las lozas, un día la prensa informó que viven familias numerosas de negros o de indígenas, respirando los escapes de camiones y vehículos.

Se ha olvidado con el tiempo al autor del derrocamiento del Palacio Municipal, y de otros, igualmente ciegos, que levantaron en su reemplazo un mamotreto de cemento, frío y gris, en el corazón de la ciudad, frente al Palacio de Gobierno, en la Plaza Mayor, donde despacha y duerme el señor Presidente; junto al Palacio Arzobispal, donde duerme y despacha, éste sí solo y en cama de roble, el señor Arzobispo, próximo al famoso Hotel Majestic, parado donde nunca debía estar, violentando hasta las líneas de la Plaza, que linda con la casa privada del alcalde, estrenada hace pocos años, para que allí viva el burgomaestre. De ese modo, todos juntos, aunque no revueltos, pueden verse y saludarse desde las ventanas o, en su defecto, enviarse gestos impúdicos. No es raro, en el paisito, que alcaldes sean después presidentes y éstos nuevamente alcaldes: basta cruzar la plaza con hato y garabato. Junto por igual a La Catedral Metropolitana, menos hermosa que las demás iglesias, pero con un pretil y un graderío magníficos.

La llamada antiguamente Casa de los Cabildos o Casa de las Juntas, “obra antigua y muy ordinaria” que, a más de la poco relevante presencia municipal en tiempos pasados, nunca tuvo especial notoriedad arquitectónica y carecía de un buen manejo de los espacios. Fue remodelada desde 1909, sin plano alguno y, aunque fue transformada, tuvo deficiencias y se la consideró recargada. La incorporación de toda la manzana, realizada en años recientes, demostró que podía haberse levantado algo diferente con el Palacio, manteniendo la línea y el espíritu. Hubo, no obstante, un proyecto de levantar un horrendo edificio de doce pisos, lleno de cristales, que felizmente no prosperó por falta de financiamiento. La destrucción del Palacio Municipal fue el consecuente y antecedente de otras acciones igualmente criminales: hicieron polvo partes de las murallas de los conventos de San Agustín y La Concepción, para sustituirlos con detestables cajones de cemento. A comienzos de los sesenta comenzaron a construir “con retiro”, con la ilusión de terminar con la ciudad y dejar calles de tres o cuatro carriles; acabaron con la Casa de los Geodésicos —la “demolición sacrílega”—; acabaron con la Casa de la Inquisición; acabaron con la Casa de los Abogados, a media cuadra de la Plaza Grande para colocar una mole con el nombre de una familia adinerada; “tiraron al suelo treinta de las más bellas casonas coloniales”; abatieron la Biblioteca Nacional para poner un monumento al santo educador, elevado a los altares, aquel que fue por el camino recto con los pies torcidos; en otra esquina edificaron la sede de una compañía de seguros; unos ferreteros derruyeron lo que había para alzar otro mamotreto; allí está también la horrenda Casa López; junto al Ministerio de Defensa, antiguo Palacio de la Exposición Mundial, del cual ya no quedan las cúpulas, construyeron otro armatoste desafiando y violando la prohibición municipal; la bellísima plaza de la recoleta de San Diego fue convertida en basurero público, debido a la construcción de túneles de tráfico rápido. Quito, ciudad de las demoliciones: “los que todo lo imitan / te han metido en los senos siliconas, / te han agringado, / te han disfrazado de metrópoli, / te han hecho la cirugía plástica. / Ahora / entre tanta humareda y mercado de pulgas / el cielo da sus últimas patadas de ahogado. / Quito lata de sardinas, ratonera a reventar de carros, Quito ciudad para morir”. Ésta es parte de la historia de los “arquicrímenes”, según se ha dicho.

Al fin, se paró el aniquilamiento y, en los últimos años, la ciudad vieja va pareciéndose a como era o como podía ser, soportando sus lacras y tumores, remozada al revés, inclusive adorable y hermosa. Ahora se reconstruye y se restaura, aunque no siempre bien, con la tonta teoría de usar materiales “modernos” o más “livianos”, pero no se derroca, no se derruye. La crisis de la arquitectura de los años sesenta había terminado. Se destruyó en Quito, en Lima, en Bogotá. La Paz fue aniquilada totalmente bajo el signo de la modernidad. Dice el pensador: “Esta arquitectura no refleja otra cosa que el alma res nulius de nuestra burguesía: allí ha levantado su tienda extravagante el primer venido”.

Junto a los nombres oficiales, en cada calle de la ciudad antigua aparece la denominación tradicional en rótulos de cerámica blanca con letras azules, enmarcados en hierro forjado, cuando la usanza o el destino dado a las cosas o los nombres de los notables fueron en otras épocas el título por excelencia para bautizar las vías. Se pueden ver, entonces, las antiguas denominaciones de estas calles: de la Soledad, Guancacalle, del Suspiro, de la Sábana Santa, de la Centería, del Hospital, de San Buenaventura, de los Agachados, de Santa Clara, de las Murallas de San Francisco, de la Cuesta del Beaterio, del Teatro, del Comercio Alto, del Comercio Bajo, de Las Cuatro Esquinas, del Algodón, de La Merced, de la Centavería, del Pasaje de Espejo, de Solanda, de los Plateros, de la Guaragua, de la Vinculada… En el siglo XVII Quito tenía apenas catorce calles principales de sur a norte, que se convirtieron en treinta y dos al finalizar el XIX, como las calles de la Muralla, de la Bajada del Robo, del Beaterio Viejo, la Angosta, de las Siete Cruces —sólo quedan dos—, las calles de la Estrella, de las Platerías, Chica, Larga, las calles de las Carnicerías, de las Herrerías, del Mesón, de la Torre Vieja… Encantador resulta evocar estos nombres que no se aplicaban por calles, sino de cuadra en cuadra. Fueron, en suma, cuatro siglos de cambiar nombres. La primera calle Real, que se llamó después de Villacís y luego Angosta; la calle de Carrera, convertida después en calle de Casillas o calle del Correo; la de los Tratantes, convertida en calle de las Cuatro Esquinas y del Comercio Bajo; la del Arco de la Reina fue la de Minerva y la del Algodón se convirtió en de la Perería; la calle de Ontaneda en de la Carnicería; y otras conversiones como la Buena Vista, de la Estrella, del Beaterio, de Urcu-virgen, de las Trogeras, del Chorro del Carmen, la sin Par, de Sisaña, la del Retiro, la del Cucurucho de San Agustín. Y aún había más, incontables callecitas hoy inimaginables: Excusada, de las Melcochas, de las Tenerías, de la Azotea, de la Alcantarilla, de los Escribanos, del Chorro, de los Sombrereros, de la Cantera, del Mesón, de los Gallinazos... En la actual calle de La Ronda, destino obligado de todo turista, existía un prostíbulo muy frecuentado conocido como El Palacio del Diablo, a causa del cual posiblemente se construyó en 1595 la Casa de Santa Marta, cercana al Arco de la Reina, donde eran recogidas las mujeres de vida licenciosa, más tarde demolida para levantar un centro de salud.

Hace unas décadas, “la ciudad se estiraba hacia el norte, como huyendo de sí misma, como huyendo de su propio pasado”. Ahora ya no fuga ni trata de escapar. Más bien se dispersa, busca el futuro, no ya para sí misma porque ese futuro no existe, sino para sus hijos, los ciudadanos del futuro incierto. Éste es el dolor que lleva adentro el quiteño de cepa nacido en el barrio de San Roque, lector y librero empedernido, que ha recogido en cinco tomos sus tradiciones, leyendas y memorias. Clases medias, medias medias y medias bajas, según la terminología de las estadísticas que todo lo anotan en grandes hojas cuadriculadas, antes de meterlas en las computadoras, pueblan los nuevos conglomerados que crecen hacia el sur y hacia el norte. Son otro mundo. Y los más pobres, a quienes la esperanza, inclusive la esperanza, les ha sido esquiva, trepan los cerros, levantan lotizaciones fantasmas, se unen, luchan, a veces ganan y algo obtienen, a veces pierden. Son los infiernillos de las alturas donde es frecuente, a falta de policías, que sus habitantes castiguen por mano propia a maleantes y violadores, incinerándolos vivos en las canchas de fútbol.

Pero la ciudad no debía ser así. En la segunda mitad del siglo XX, nadie pudo parar la ignominia. Propietarios, urbanizadores, constructores y munícipes han sido sus principales enemigos, empeñados en levantar la ciudad donde no alcanza. El primer “alcalde” de Quito, Diego de Tapia, reguló el crecimiento urbano a “cordel y regla”. No se continuaron sus pasos, aunque hay que aceptar, según escribe el conocedor, “que la traza en damero debió adaptarse a las irregularidades condiciones del terreno”. El norte olvidó, entre otras cosas, a las plazas y a las plazoletas, como la ciudad olvidó, pues todos vivían “hacia adentro”, de mantener portales y aceras cubiertas que protegieran a la gente de la violencia de los aguaceros. Las originales llanuras de Turubamba e Iñaquito, al sur y al norte, fueron lugares comunitarios, lugares de todos… Así debían haberse mantenido, laderas arriba, las colinas y montañas, destinadas a ser bosques y paseos, hábitat de árboles, de aves… Laderas abajo, las quebradas debieron respetarse. A más de ser el desaguadero natural de los Pichinchas, se hubieran evitado taponamientos y avalanchas. Esas grandes hondonadas y abras de la tierra, que guardan la vegetación nativa de los sitios húmedos y llenas de pájaros cantores, cruzada de puentes y bordeada de avenidas, parques y paseos, pudo haber sido, junto con las lomas y elevaciones, el patrimonio de una capital única. Un funcionario municipal, con el aplauso de todos, se pasó veinte años taponando quebradas. La obsesión era contar con bulevares, “siguiendo los patrones de las amplias avenidas arboladas”, que París comenzó a planificar desde 1851. A fines del siglo XX, se incrustó una vía este-oeste que “irrumpió despiadadamente en la ciudad vieja, destruyendo varias manzanas”. Imitar ha sido y sigue siendo lo importante. Pero, a decir verdad, el relleno de Quito comenzó en 1534. Allí están, entre otros, sepultadas las quebradas El Cebollar, Chochos o La Raya, Navarro y La Ermita, Jerusalén, que nacía en las canteras de piedra del Pichincha, El Tejar, San Juan, Miraflores, La Isla, Armero, Pambachupa, de La Comunidad, Rumipamba, Rumiurco... Ciudad enemiga del agua.

A la noche esos cerros son ahora una colección de lucecitas, trenzadas por calles con luminarias suspendidas de altos postes. Que éstas se terminen no significa que se acaba la gente. No: las obras públicas son lentas y la gente crece más de prisa. Hay un cordón, un cordón sinuoso, semejante a las líneas que topógrafos y agrimensores trazan en los planos que señalan las curvas de nivel, que cambia de lugar y sigue trepando, marcando las diferencias entre pobreza y miseria, entre aquellos que viven dentro del “mínimo vital”, muertos de hambre, y aquellos que se hallan “bajo el nivel de pobreza” o sea en la “miseria extrema”, los que muertos de hambre viven. Mientras más sube el cordón, de urbano a suburbano, de suburbano a barrio periférico, de éste a marginal y de marginal a barrio fantasma, los árboles desaparecen, mientras las autoridades y los medios se rasgan pieles y vestiduras, aunque nunca lo hicieron por los árboles que cortan urbanizadores y compañías inmobiliarias poderosas. Y la pérdida del paisaje no se recupera nunca...

El imperio del cemento armado no tiene fin. Aun el nuevo y acogedor Parque Metropolitano, bautizado orondamente como “el más alto del mundo”, está siendo ofendido por la torpeza que levanta esculturas de concreto de mal gusto, unas inmensas ruedas de cemento pintadas de blanco bautizadas por la ocurrencia popular como “aspirinas” —la “sal quiteña”, con su chispa, golpea sin ofender, se rebela y castiga a través del término preciso y ayuda a olvidar con la risa y la gracia aun lo imperdonable—, tubos de hierro retorcidos pintados de colores chillones, tanques y láminas de latón convertidas en grotescas figuras, varillas soldadas, y hasta construcciones para fiestas al aire libre, con ruidosas orquestas incluidas, y hasta promesas de entregar retazos del parque a la selección nacional de fútbol. Hubo un demoledor —el más grande enemigo de la ciudad—, que, además de quebrar a la urbe antigua, se le deben las más espantosas construcciones “modernistas” que se levantaron en el centro, moles de cemento y acero que violaron lo más sagrado en forma irreparable, que buscó eliminar, felizmente sin éxito, toda la manzana donde se encuentra el Palacio Municipal, y que adicionalmente tuvo la ceguera de mantener la división de la ciudad en “colonial” y “moderna”, para destrozar también desde 1970, con los fondos que dejaba el hallazgo del petróleo, las hermosísimas barriadas que se levantaron en el norte desde 1940, con casas de dos pisos, árboles, jardines y aceras, y sustituirlas por edificios que ahora ahogan a la metrópoli. El barrio “la Mariscal”, “planificada en damero, fue expresión urbanística de la ‘ciudad jardín’. En 1934 tenía 110 manzanas relativamente regulares en una extensión de 130 hectáreas”. Para fines del siglo todo está acabado. “Los balcones cerrados con celosías comunes sucumbieron en el cambio del siglo XIX al XX, entre otras cosas por exigencias municipales. Los ediles consideraban que estos elementos y otros de la arquitectura tradicional, así como ciertas costumbres y actividades populares, no eran dignos del siglo veinte, de la ‘civilización’ y de la nueva modernidad”. Quito es hija predilecta de la estupidez municipal y del afán de lucro. Hija también de la pobreza, porque las barriadas que la cercan no son más que asentamientos medidos por la miseria o las limitaciones, en las cuales nada queda para la ciudad por la simple razón de que no alcanza. En estas zonas los propietarios también hicieron su agosto: las invasiones de tierras siempre terminaron en negociaciones. El “norte”, que ya no es norte sino el nuevo centro, creció con el petrolerismo —más hubiera valido no tenerlo— a comienzos de los setenta. La mayor parte de los encantadores barrios quiteños, que debieron conservarse por siempre, fueron destruidos por planificadores, constructores y arquitectos que tenían la cabeza estrecha y las uñas largas. Es el norte que ha creado la modernidad, la riqueza, ésta bien habida, ofrecida por la naturaleza y las selvas orientales, mal repartida, malgastada y mal habida por los dueños del país, el norte petulante y vacío.

¿Tiene, acaso, por lo menos una arquitectura propia, singular, una personalidad física distintiva? No. “Con pocas excepciones, no podemos hablar de arquitectura moderna adecuada (...) no hay creación sino imitación, ni tampoco respeto por el entorno y el contexto”. Nada que sugiera la enseñanza del desarrollo de las más bellas ciudades europeas: “la teoría del siguiente hombre”... “El urbanismo es un arte, no una ciencia”. El Quito moderno estrictamente no existe por cuanto no se respetó a sí mismo ni a su ancestro. Existe el Quito posmoderno donde se han impuesto una multiplicidad de “copias de pedacitos de afuera”. Mírense, por ejemplo, la mayoría de las iglesias del Quito moderno, verdaderos disparates sin sentido ni armonía. Quito está hecho a ninguna semejanza, sin identidad y escuela: un dislate urbanístico y arquitectónico. El Quito de hoy  es “una lección de desapego y repudio al Quito histórico o del pueblo”. Esa modernidad, que no sólo ensució el aire iluminado y la transparencia de la atmósfera, y se comió bosques y laderas con urbanizaciones, multifamiliares y centros comerciales, sino que ha mantenido la pobreza inveterada, ha inventado la miseria y ha multiplicado los desamparos. Es la economía de vitrina protegida por gruesos vidrios blindados a prueba de asaltos: los que pueden comprar entran por la puerta grande; a los que no pueden, que son los más, se les va la baba mientras nace la rabia al ver tanta maravilla. Es la economía organizada al revés, de arriba para abajo y no de abajo para arriba. Vivimos como ricos siendo pobres. Ridículamente, desde 1972, el primer barril de petróleo, convertido en héroe, es exhibido en un templete militar, junto a recuerdos y trofeos de guerra, banderas, mosquetes, cañones y armas que jamás pelearon batalla alguna, protegido por guardias que se turnan día y noche.

El “norte” está sembrado de edificios que ahogan a las casas de dos pisos que aún quedan y que no han dejado lugar a los espacios verdes, a los parques y plazoletas, de edificios que debían haber dejado por lo menos un tercio de la superficie ocupada para jardines y arboledas. Ahora que todo está perdido, ahora que es demasiado tarde, un nostálgico sin sentido práctico hizo una lista de algunas casas y las incluyó en “el patrimonio”. Nadie puede tocarlas, salvo un ministro desaprensivo o un alcalde socio o beneficiario de programas inmobiliarios. Escribió en su tesis doctoral, tal vez en el primer tercio del siglo XX, el primer ingeniero-arquitecto de Quito: “Si antes hemos dicho que a cada calle se debe procurarle su carácter propio, no podemos concebir otra cosa que un trazado que prevea bulevares de gran circulación; aquellos ambientes de sombra para los árboles; los lugares de paseo, entrecortados por lugares de reposo y de silencio; calles de comercio con grandes vitrinas; tranquilas con casas particulares; lujosas precedidas de jardines (…) se busca disposiciones que faciliten la renovación del aire; alineamiento de las calles que deberán cruzarse, unas en ángulo recto y otras no; radiales o de circunvalación; divisiones en ellas a propósito de transeúntes de a pie, de a caballo (la bicicleta de hoy) y carruajes (el automóvil de hoy)”.

El “norte” está condenado hasta siempre por su falta de homogeneidad, agravada por el uso de materiales disformes: no existe un elemento o componente de construcción predominante. Permanecen —hay que reconocerlo— barrios aún relativamente tranquilos que mantienen cierto equilibrio y simetría, jardines y árboles. Tales son La Floresta y La América. Ya les llegará la hora. Los hay también lujosos, dentro y fuera de la ciudad central, urbanizaciones de primera que es grato recorrer y donde es grato vivir… Pero no son la ciudad; más bien escaparon de ella. Pertenecen a clases medias altas y, ocasionalmente, hay algunas tan exclusivas que han sido consideradas como “ghettos de ricos”.

Ciudad “deshabitada” la han llamado, porque poco a poco, a casas, calles, parques y espacios, le sustrayeron su destino, el objeto para el cual fueron hechos. Ciudad “mentirosa” también, porque destruye, esconde y engaña. Ciudad “maquillada”, intolerable a ratos. Ciudad robada. Ciudad en la que no se puede vivir como podía haberse vivido. Falsificada. Simulada. El cemento sobre la gente; el motor de combustión sobre la gente. Ciudad devorada. Desdibujada. Ciudad vuelta al revés. Depredada. Despojada. Ciudad enemiga del árbol. Insólita y caótica. Igualmente deseada y despreciada. Ciudad amada y odiada a la vez, con un paisaje único que no es mérito propio. Ciudad nuestra...

Ya no hay futuro. Al finalizar el milenio, Dios se cansó y le volvió la cara a la “cara de Dios”.

Los resentimientos se multiplican. El monte joven se sumó al encono y, desde hace varios años, vulcanólogos y científicos advierten sobre la reactivación del volcán, encendido en sus entrañas. La gente comenzó a temerle. En el siglo dieciséis el joven explotó no menos de ocho veces y, cien años mas tarde, cubrió de cenizas la ciudad por tres días. Ya no es solamente, al decir del cronista, “la gran masa de empinados taludes laterales, sobre la que se destaca, en el centro, a manera de triangular tabernáculo, un escarpado risco de afiladas aristas y aguzado vértice (...) que contribuyen a la belleza mágica de la capital de Ecuador”. Fumarolas reactivadas, domos empujados por la presión de gases, la lava, gelatinosa y espesa que viene desde simas incalculables ahora apenas a pocos kilómetros de la superficie, sucesiones de sismos y movimientos, ruidos y estremecimientos, caídas de piedras dentro de los cráteres y anticipo de otras lluvias de ceniza y avalanchas de lodo, son los presagios de expertos y entendidos. En cualquier momento un manto gris de partículas de piedra pómez subirá veinte kilómetros en la atmósfera y bajará en dos horas más a cubrir con cinco centímetros de ceniza la ciudad y los valles, y ni la santa quiteña, Mariana de Jesús, delirante y anoréxica, que profetizó que a Quito le destruirían los malos gobiernos y no los terremotos, podrá impedirlo. Y el fenómeno se repetirá una vez, y otra vez, y otra vez, en meses o en años, nunca se sabe...