Saramago o la visión de lo profundo (Rev. Cultura, BCE, 1998-99)

Modesto Ponce Maldonado

Hace algunos años recibí la primera noticia sobre Saramago. No existían sus obras en Quito. Casualmente, en una librería esotérica, que seguro no sabía lo que tenía, vi en la vitrina El Evangelio según Jesucristo. Tuve le sensación de que era el único ejemplar en la ciudad.

¿Cómo explicarse que uno de los más firmes candidatos al premio Nobel y premiado, al fin, no haya sido conocido en Quito hace apenas cinco años? Aparte del aislamiento en que vivimos (aunque otros aislamientos debiéramos mantener en esta ambigua y vacía época globalizadora), existe una explicación: Saramago comenzó a escribir literatura a los cincuenta y cinco años. Antes ejerció varios trabajos: mecánico, diseñador, funcionario público, editor, traductor y, sobre todo, periodista. Por motivos económicos no siguió estudios superiores. Él ha declarado que no se preparó para escritor; que lo es por un acaso. Entre los 16 y 22 años trabajó de día y a la noche leía en las bibliotecas públicas.

Nació en 1922, de una familia campesina, pobre, en la provincia portuguesa de Ribatejo, en un pequeño pueblo llamado Azinhaga, cercano a Lisboa. En 1924 emigraron a Lisboa donde el padre fue policía municipal. En 1947, con 25 años, escribió una novela, Tierra de pecado, título impuesto por el editor, pues el nombre de la obra era “A viuva”. El ha pensado que a esa edad no tenía nada importante que decir, de modo que se calló por muchos años, después de haber escrito en 1949 Claraboya que jamás se publicó. Treinta años más tarde publicó las novelas Manual de pintura y caligrafía (1977), que acabo de lerla hace pocas semanas y Alzado del suelo (1980), que aún no la consigo. De sus cuentos, contenidos en dos obras, he leído Casi un objeto (1978). La otra es Poetica dos cinco sentidos (1979). En cambio, he leído con avidez sus novelas: Memorial del convento (1982), El año de la muerte de Ricardo Reis (1985), La balsa de piedra (1986), Historia del cerco de Lisboa (1989), el famoso Evangelio... por supuesto (1991), Ensayo sobre la ceguera (1996) y Todos los nombres (1998) que lo leí de un tirón este mes en la tarde lluviosa del día de difuntos. He leído también las 650 páginas de Cuadernos de Lanzarote —una isla en el archipiélago canario, donde él vive desde hace unos años y donde aspira a morir —, una especie de diario de los años 93 al 95 que esperamos haya continuado. Me enterado hace pocos días que tiene una pequeña novela, no sé de que época, titulada El cuento de la isla desconocida.

Ha escrito un libro de viajes por su país, que puede encontrarse aquí, poesía inicialmente, entre los años 66 a 75, Los poemas posibles y Probablemente alegría, cuatro obras de teatro como In nomine Dei (1993), infinidad de crónicas periodísticas, por supuesto, ese fue su oficio, contenidas en varios libros. El cine ha pretendido también alguna de sus obras. Ahora prepara una novela titulada La caverna.

Saramago realiza una actividad cultural intensa en toda Europa. Ha sido invitado a casi todos los países, dicta conferencias en institutos y universidades, y ha ido a los EE.UU, a Cuba, a Brasil, a Santiago, a Buenos Aires, al mexicano Chiapas ( “la palabra Chiapas no me faltará ni un solo día de mi vida”, dijo después); últimamente visitó Uruguay. Con motivo de los cuarenta años de la revolución cubana nuevamente visitó Cuba hace pocas semanas. Jorge Enrique Adoum, que lo conoció allí, me ha comentado sobre su extraordinaria sencillez y se profundo humanismo.

Ha sido condecorado en Portugal y en Francia, es doctor “honoris causa” de las universidades de Sevilla, Turín y Manchester y ha recibido algunos premios literarios, como el Camôes y el premio de la Sociedad Portuguesa de Autores en 1995 y varios premios internacionales en Italia e Inglaterra. No pudo acceder al Premio de Literatura en 1991 porque el gobierno portugués negó la inscripción de El evangelio según Jesucristo.

Hoy deseo compartir con ustedes mi experiencia directa, insustituible por ser personal. No soy ni me considero un experto. Creo, en todo caso, en la todopoderosa madre literatura, en su capacidad de encantamiento. La veo además como fuente de sabiduría y de vida.

Así, con El evangelio según Jesucristo comenzó un peregrinaje fascinante. Existe en Saramago una característica que se repite en casi todas las novelas: las dos o tres primeras páginas y las dos o tres últimas llenan de asombro, desconciertan; no invitan a seguir, atan; no solo comprometen al lector a no parar, lo envuelven en una corriente irresistible. El mismo sostiene que el primer capítulo de sus novelas es el de mayor trabajo. E igual las últimas páginas, que no son de despedida, de nostalgia, no; son mucho más que eso, son páginas que nos dejan algo clavado adentro, algo metido de lo cual no podemos desprendernos. Cuando leí el primer capítulo de El evangelio... mi asombro fue tal que cerré el libro por ocho días. Me parecía excesivo. Tuve la impresión de ingresar a una catedral de cristal, a un palacio de agua quieta; y me deslumbré... Lo volví a tomar, leí dos o tres veces el mismo capítulo, y pude continuar. Igual asombro tuve con las veinte últimas líneas. Tres años después, volví a la obra y la leí otra vez íntegramente.

Este Nobel ha sacudido a la opinión y a la crítica como pocos en los últimos años, más aún tratándose de un convencido marxista, no creyente, contestatario, pesimista, crítico de la misma raza humana en la cual, a su pesar, no puede confiar, opuesto, por ejemplo, hasta a la “unión europea”, de los que piensan que, con la vecindad de los EE.UU., acaso América Latina nunca sea América Latina, que dejó Portugal porque fue perseguido por la Iglesia Católica a causa de sus ideas y especialmente por El evangelio, por “toda esa maquinaria funcionando a todo tren (...) aquélla estructura odiosa, aquél odioso espíritu”. Un teólogo ha considerado al Vaticano como el último Estado totalitario de Europa. Cuando algún periodista instó a Saramago para que comentara sobre “la muerte del comunismo” después del colapso de de la Unión Soviética, él recordó las épocas monárquicas de Francia: “El rey ha muerto, viva el rey... El socialismo ha muerto, viva el socialismo”. Piensa también que, además de la Carta de los Derechos Humanos, necesitamos otra sobre los Deberes Humanos.

Saramago está en todo y se nutre de todo. Cuando se enteró del conflicto territorial Ecuador-Perú en 1995 escribió: “Como siempre sucede en estos episodios, el conflicto ha sido motivo para que los ‘profesionales’ del patriotismo de ambos lados salgan a las calles en manifestaciones de apoyo más o menos histéricas, con las habituales banderas, himnos gloriosos (...) y criaturitas esperando crecer para ir, también, a la guerra. (...) ¿La paz no podía haber sido conseguida antes? ¿Era necesario que mueran estúpidamente una cuantas centenas (...) que no tenían nada que ver con el asunto? (...) a causa de unos cuantos kilómetros de selva amazónica que ambos juran a pie juntillas pertenecerles?”

Estas reflexiones preliminares, algo desordenadas, nos llevan a unos cuantos temas. ¿Cuáles son los secretos de la prosa de Saramago que han llevado a sus lectores a sentir una sensación de plenitud, de espesura, de solidez, de armonía? ¿Qué recursos técnicos nuevos ha incorporado a su estilo? ¿Qué fuerza interior, qué actitud llevaron al premio Nobel a escribir como escribe? Porque él cumple con uno de los requisitos de la buena novela: la capacidad de conmover, de sacudir. Se impone, por otro lado, la necesidad de volver a repasar y repensar sobre las relaciones de la literatura y la vida, la literatura y la historia (el conflicto con Perú nos da mucho material para esto). Un comentarista de Saramago ha opinado: “?Qué es más ficticio, la obra literaria o la Historia que se considera como ciencia?” Sus novelas basadas en hechos históricos (...) están cuestionando a la historia, a las historias oficiales. “?Es el escritor el historiador heterodoxo de la Historia”? En definitiva, cuánta realidad en la novela y cuánta ficción en la historia. Y, finalmente, de preguntarse otra vez: ¿para qué sirven los escritores? Considero que quien escribe, y quien lee también, acaso esté más cerca de la vida, del mundo, que los señalados como “pragmáticos”, como “hombres de sentido práctico”.

José Saramago sostiene que escribe, más que para ser leído, para ser oído. Las pausas propias del hablar y la cadencia incorporada al lenguaje oral, son diferentes al escrito. De allí que su prosa sea profundamente melódica y contenga elementos de la música, es decir “sonidos y pausas, altos y bajos, unos breves, largos otros”. Piensa que debe tenerse en cuenta “la voz que dentro de la cabeza del lector dice que los ojos que simplemente ven (...) El narrador oral no usa puntuación”. Pero hay algo más. No puedo olvidar una de las escenas descritas en El año de la muerte de Ricardo Reis en la cual tuve la sensación cierta de “mirar” la escena, cuando el autor consiguió el mismo efecto del lente cinematográfico que aleja o acerca la imagen. Las dificultades para leer a Saramago se terminan cuando el lector capta el ritmo escondido en su prosa y mantiene el compás de su narrativa. Estamos, pues, ante un caso en que la palabra dicha se encuentra sobre la palabra escrita. El mismo Saramago así lo confirmó en una entrevista para la televisión española realizada hace no mucho, antes de recibir el Nobel.

Se ha criticado a Saramago por la forma que usa la puntuación, al emplear principalmente la coma. Usa con poca frecuencia el punto seguido y el punto aparte. No le hacen falta ninguno de los otros signos. Tampoco emplea los guiones o las comillas usualmente utilizados en los diálogos. Él abre el diálogo después de la coma usando una mayúscula, y cada frase dicha por los personajes empieza con mayúscula. ¿Criticable? En modo alguno. La historia de la literatura es historia de transgresiones, de violencia contra lo establecido.

Esta modalidad se complementa además con párrafos muy largos, no podría ser de otra manera. Cada uno es parte de una corriente poderosísima que arrastra consigo un mundo inagotable.

Ahora bien, pienso que la técnica necesaria para conseguir los efectos buscados por un escritor, son fruto y consecuencia de su forma de ver el mundo, la vida, los temas tratados en definitiva. Para cada autor, expresarse en determinada forma significa que ése es su mejor modo de hacerlo. Volvemos, pues, a lo de siempre: el estilo es el hombre. En definitiva, el escribidor dirá: veo así las cosas y no puedo ponerlas en otra forma. Acaso exista una doble vía por donde fluyen dos fuerzas que, en algún momento, se encuentran: la concepción del autor y la forma de expresarse y esa misma concepción que atrapa en sus redes a la forma hallada o descubierta y, en cierto modo, la domina y condiciona otorgándole a la par —hermosa paradoja— las alas para todos los vuelos. El autor busca la forma; el tema busca a la forma. Pero inclusive se puede ir más allá. La brasileña Clarice Lispector escribió: “Poseo a medida que designo; y este es el esplendor de tener un lenguaje. Pero poseo mucho más en la medida que no consigo designar. La realidad es la materia prima, el lenguaje es el modo como voy a buscarla, y como no la encuentro. Pero del buscar y del no hallar nace lo que yo no conocía, y que instantáneamente reconozco”. Marguerite Duras ha dicho: “La escritura es lo desconocido. Antes de escribir no sabemos nada de lo que vamos a escribir”.

Cien pintores han pintado girasoles, pero no hay uno solo igual a otro, y todos siguen siendo girasoles. El mismo violín no es igual en Bach o en Beethoven. El amanecer no siempre es el mismo, ni el viento de los páramos tampoco, y hasta las gotas de lluvia pueden ser diferentes.

Saramago ha probado nuevamente que la novela es casi indefinible. ¿Qué es una novela? De lo poco que sé la “definición” que más me agrada es aquella que dice que es “servirse de un relato para expresar otra cosa”. Alguien decía que “una novela es una novela”, así de simple e infantil si se quiere. Kundera piensa que “la razón de la novela es decir lo que solo la novela puede decir”. Cortázar compara a la novela con el cine —“la novela se termina con el agotamiento de la materia novelada— y al cuento con la fotografía, que tiene, por definición, inclusive un “limite físico”, el de las páginas. Definiciones que no dicen nada y dicen mucho, y que tienen directa relación con el concepto de la novela como “todo”. Vargas Lloza, a quien tendremos que perdonarle habernos vendido neoliberalmente sus sueños eróticos en su propia almohada, en su magnífico estudio de la novela caballeresca Tiran lo Blanc, escrita hace cinco siglos, dice: “El novelista crea a partir de algo; el novelista total crea a partir de todo.”

Así que, por un lado tenemos “novela total” y por otro “la vida” que se va introduciendo, mientras es escrita y, por supuesto, mientras es leída. Se ha dicho que la novela debe ir más allá del tema, que debe sobrepasarlo. Ribeyro nos cuenta sobre una opinión que sostiene que la novela es como tomar un pasaje para ir a un sitio y terminar en otro. Saramago cree que ya el cine y la televisión cuentan historias, de modo que “a la novela y al novelista no le restan sino regresar a las tres o cuatro grandes cuestiones humanas, quizá solo dos, la vida y la muerte, intentar saber, ni siquiera de dónde venimos ni hacia dónde vamos, sino simplemente quiénes somos”. La novela puede ser un género “antagónico, camaleónico y mestizo” escribe el prologuista de los Cuadernos. Claro, todo eso, a través de una historia, de un argumento, de una organización, sin los cuales no podría sustentarse lo demás. Y “novelas totales” también pueden ser algunas que, en pocas páginas, han dicho mucho: basta citar a Kafka o a Rulfo. Sábato piensa que la novela es un “cosmos”, un “orden”.

Pero, lo que para nosotros pudiera interpretarse como largas e insondables meditaciones sobre la vida y la muerte, para Saramago son “meditaciones sobre el error”, pensando que errar —en el sentido de no dar en el blanco— y errar —andar sin rumbo fijo, vivir en suma— tienen el mismo origen. Kundera ha dicho que “la novela es una meditación sobre la existencia” y su finalidad es “mantener el mundo de la vida”.

Julio Ramón Ribeyro, ese gran peruano, sobre todo cuentista, tambíen habla de la novela “totalitaria”, y piensa que “la novela debe ser, ante todo, un código moral, del cual pueda desprenderse un modo de vida”; por eso piensa, y sus palabras nos llegan como anillo al dedo en el caso de Saramago, que un tipo de novela así solo se puede escribir pasados los cincuenta años.

Otro aspecto interesante en Saramago es su negativa a aceptar la figura del narrador como ente separado del autor, en el narrador omnisciente o en el narrador personaje. Él piensa que no existe más que el autor, al cual ha descrito como un “narrador inestable”. Sostiene que “el narrador no existe (...) sólo el autor ejerce función narrativa real en la obra de ficción (...) Entre un cuadro y la persona que lo contempla no hay otra mediación que no sea la del pintor”. La mano que pinta o la mano que escribe son “prolongamientos de un cerebro y de una conciencia...”

Estas consideraciones pueden contribuir a explicar por qué la prosa de Saramago es un flujo poderoso que atrae, deslumbra y arrastra. La historia contada, el uso de la palabra y la intervención de todo el ser del autor nos darían la explicación. Sábato dijo —volvemos a él— que “no se escribe con la cabeza sino con el cuerpo”.

Además, en Saramago, las narraciones constituyen en sí alegorías, símbolos, metáforas totales. Expresan, sobre todo, una imaginación sin límite, desbordante. En los cuentos de Casi un objeto sobresalen igualmente la imaginación y la inventiva. Me impresionaron Centauro y muy especialmente Desquite. En el primero de los relatos cortos, Silla, ocupa treinta páginas en contar un episodio que ocurre en segundos. En las novelas, basadas en sus primeras obras en hechos históricos, traslada la situación a temas actuales que nos afectan o comprometen, o a historias paralelas, casi iguales, que ocurren, con nueve siglos de distancia, como sucede en Historia del cerco de Lisboa, que nos traslada al siglo XI cuando los cruzados expulsaban a los árabes de la península, y que nos hablan en definitiva de la misma condición humana y de una historia de amor, novela en la cual, aquí el contrapunto, el personaje Raimundo Silva, que tiene por oficio el de corrector de pruebas, y corrige un libro que es la misma novela, la que se explica en definitiva porque el corrector puso un “no” donde decía “sí”. O la imaginación incontenible que nos lleva en Memorial del convento a una máquina, símbolo de la utopía, que vuela gracias a la voluntad y al aliento de algunos seres especiales y que creó dos personajes inolvidables, Bluminda y Baltazar, llamados ella sietelunas y él sietesoles, quienes junto al padre Bartolomeo quisieran escapar en la nave voladora de las atrocidades cometidas por los constructores del complejo monumental de Mafra en el siglo XVIII, que dejó centenares de muertos, símbolo de la prepotencia de la Iglesia y de la tiranía del dogma, del poder en definitiva. Ha escrito un crítico de esta obra, José Ornelas: “En lugar de la espiritualidad divina la espiritualidad humana, en lugar de la voluntad de Dios la voluntad del ser humano, en lugar del cielo la tierra”. O El evangelio según Jesucristo, en la cual, como en La última tentación, Cristo es un hombre como todos, fue uno de los muchos de los hijos de María y del carpintero José, vivió sin casarse con la ex prostituta María Magdalena, presenció como su padre Dios y el Diablo se repartían el mundo y ambos convenían en utilizarlo para sus fines al crucificarlo en la cruz; glosa de dimensiones sobrecogedoras que desnuda sin misericordia a los detentadores humanos del poder divino. El evangelio es, por otro lado,la reacción del autor a la inexplicabilidad de la existencia del mal, de tanto mal, en el mundo y en el ser humano.

Memorial es “el paso de una época a otra”, dice el autor. Del Cerco dice que se trata de un paso “radical” y se refirió a la ruptura de los tiempos, puesto que la historia es, “por excelencia, el territorio de la duda (...) y porque la Historia, no sólo no ha llegado al final, sino que no ha empezado”. El Año de la muerte es “el paso de la vida a la muerte y de la muerte a la vida”. “El paso de todos los pasos” es el Evangelio, el cuestionamiento –digo yo- directo al Dios con agentes y apoderados en la tierra, acaso la muerte de ese Dios como única salida ante el misterio y su infinita lejanía, y la aceptación de que Dios es un fruto de la incertidumbre humana, una respuesta a la desesperanza, a la necesidad, en suma un grito nuestro, y nada más, inclusive si él existese. Saramago piensa que “el espíritu es, admirablemente, una creación de la carne”. La vida —y hasta los descubrimientos arqueológicos— quizá nos estén llevando a la misma conclusión... El fallecido astrónomo Carl Sagan escribió: “el cielo es un producto de la tierra”. Aunque su visión fue física, la frase no deja de producir inquietudes e interrogantes a otros niveles, y no solo, por supuesto, los metafóricos. Se ha afirmado que en Saramago se funde “lo verosímil y lo inverosímil, lo real y lo irreal, lo fantástico y lo histórico, con el objeto, no de describir la realidad, sino de inventarla; y se la inventa también con el propósito de cambiarla interviniendo en ella.

Otro elemento notable en la narrativa del nuevo Nobel es la forma como maneja los tiempos. No son únicamente saltos de siglos, con historias de amores y desamores, de vidas, muertes, sueños y sombras, locuras y fantasmas; son también rupturas de tiempos que no dejan de producirse en cada párrafo, casi en cada línea; rupturas que se introducen constantemente a partir de comentarios, comparaciones, ejemplificaciones, palabras del habla popular, refranes, frases extraídas de la cotidianidad, opiniones filosóficas, estéticas o políticas, crítica social, comentarios sobre el oficio de escribir, todo un universo asombroso de recursos...

El tratamiento caprichoso de los tiempos narrativos se complementa con los cambios repentinos de los tiempos verbales: un presente que aparece repentinamente, un pasado que pudo haber ocurrido y no ocurrió, un futuro hipotético que jamás sucederá en la misma novela pero es referido, una posibilidad que ocurre en la mente del autor pero no en lo narrado. En el Cerco estos recursos se multiplican y se llega a mencionar el ataque japonés a Pearl Harbour, y a Hiroshima y Nagasaki. A través de toda la novela existe una cámara que cambia los planos del presente al pasado y del pasado al presente, de modo que el lector-espectador puede hasta sentir la sensación de que “retorna” a aquello que siguió sucediendo sin que ese lector, y casi ni el mismo autor, se podría decir, se percatasen. En esta novela, las “desviaciones” del autor sorprenden cuando, por ejemplo, hace decir al personaje lo que no dijo y ni pensó decirlo siquiera. De modo que, más allá del tiempo, también se incluye la posibilidad de lo que nunca fue ni será.

¿Qué piensa Saramago del tiempo? Él sostiene que solo existe el pasado, ni siquiera el presente que no pasa de ser un instante que se muere al momento que es; que somos pasado, un cúmulo de ayeres, un amontonamiento de pretéritos. “El tiempo vivido –dice- se presenta unificado a nuestro entendimiento, simultáneamente completo y en crecimiento continuo. De ese tiempo que se va acumulando es del que somos el producto infalible, no de un inaprensible presente (...) el tiempo como profundidad (...) nosotros avanzamos (...) como una inundación que avanza: el agua lleva detrás de sí agua, por eso se mueve y es eso lo que la mueve”. “Tras el tiempo, tiempo viene” escribe en El evangelio. No se trata entonces de recuperar el pasado. De ahí que la muerte no es “lo que extingue la vida y sus señales”, el hecho de estar o no estar, sino el olvido. La diferencia entre muerte y vida es ésa. “Siempre se muere temprano” piensa Saramago. La memoria, entonces, no sería una mirada al pasado, sino un reconocimiento de lo que somos, y como somos hoy y este instante, pasados en todo caso, donde todos los tiempos confluyen y están en forma simultánea. La literatura, en consecuencia, sería una lucha contra el olvido. “La verdadera muerte está en el olvido”. “Entonces se va el tiempo que pasó —escribe en el Cerco— que solo él es verdaderamente tiempo, y se intenta reconstruir el momento que no supimos reconocer, que pasaba mientras reconstruíamos otro, y así sucesivamente, momento tras momento, toda la novela es eso, desesperación, intento frustrado de que el pasado no sea cosa definitivamente perdida”. En Cuadernos ha escrito: “Habitamos físicamente un espacio, pero, sentimentalmente, habitamos una memoria”.

Por esto escribió El año de la muerte de Ricardo Reis. Situada la novela en la época de la guerra española y de las juventudes hitlerianas, en la Lisboa de ese tiempo, cuenta que, una vez muerto Pessoa, uno de sus heterónimos, Ricardo Reis, vuelve de Brasil y, durante nueve meses, mantiene contacto con su espíritu, con quien dialoga constantemente, mientras se desarrolla una historia de amor transitorio, fugaz, que pronto terminará, el diálogo entre quien fue y ya no es con quien nunca fue y no pasó de ser una sombra, un nombre, casi nada. Se pinta a un Reis que, aunque está en el mundo, está fuera de él, a un Reis estático, según hace notar un crítico. En el fondo plantea el problema de que si el escritor debe interpretar la realidad, intervenir en ella para volverla distinta. Ricardo Reis al fin muere también, para hacer compañía a Pessoa. Obra que habla de la memoria y de la lucha contra ese olvido, “de la realidad como invención que fue, la invención como realidad que será”, según se dice en una de las páginas de la misma obra. Ya lo dijo Álvaro Campos, otro de los heterónimos de Pessoa: “Porque el presente es todo el pasado y todo el futuro”.

La metáfora hecha novela es La balsa de piedra. Saramago inicia un nuevo ciclo. La obra no está encuadrada en hechos tomados de la historia. Narra cómo un día los Pirineos se rompieron y la península ibérica comenzó a navegar por el Atlántico, mientras las montañas cortadas por la mitad se alejaban. En el fondo afirma las grandes diferencias culturales entre lo propiamente ibérico y el resto de Europa. A base de una organización narrativa extraordinaria, poco a poco van surgiendo los personajes, salidos, en el pánico general, de aquí y de allá, para unirse en el infortunio de saber que no son más continente, sino una isla, una balsa de piedra, que va hacia nadie sabe donde. El valor alegórico es poderosísimo. La balsa, al fin, termina deteniéndose. La península de ayer es la isla de hoy.

Manual de pintura y caligrafía la he leído recientemente. Escrita en primera persona, trata de la búsqueda de la autenticidad: un pintor que pinta por encargo solamente retratos busca su mundo definitivo en la literatura. Saramago cuenta, en difinitiva, su propio proceso, el paso del periodismo a la ficción. Obra interesante para ser leída por un escritor o por quien pretender serlo: sugestiones, dudas y fantasmas, interrogantes ante el uso de la palabra, temores, lucha... ese es el largo, muy largo, oficio de escribir. Obra también de amores y rupturas, en la cual se incluye, vale la pena mencionarlo, una apasionante periplo del protagonista por los principales museos italianos.

Cómo no mencionar a algunos de los personajes creados por la mente del nuevo Nobel. Es a través de los personajes que el argumento se soporta y camina; es a través de los personajes que la novela adquiere piel. Solo por ellos podemos, no solo entender aún lo inentendible, sino tocar la vida, el amor, la muerte, el poder, la ilusión de todos los más allás, la fragilidad del existir...

En el Evangelio María es una mujer simple, con varios hijos, campesina que poco entiende, y José un perseguido de sus culpas: cuando supo que Herodes ordenó matar a todos los niños, él calló con el objeto de salvar a su hijo. José termina sus días crucificado, confundido con maleantes y ladrones a causa de un error. Y, en el mismo Evangelio, Dios, el Diablo y el Pastor, éste último que en la última línea de la obra adquiere dimensiones inimaginables...

Ya hablamos de Bluminda y Baltazar en Memorial. La sola mención de un heterónimo de Pessoa nos da una idea de la dimensión del personaje Ricardo Reis, a quien acompaña Lidia, una mujer marcada por la transitoriedad y la levedad, que ya fuera nombrada en uno de los poemas de Pessoa-Reis. En el apocalipsis de la península rota, en le desventura, en el terror se unen, llegados desde diversos puntos en la huida, Joaquín Sasa, Pedro Orce, José Anaico, Joana Carda, María Guavaira. Raimundo Silva, el solitario cincuentón corrector del Cerco y María Sara viven ellos la misma historia que vivieron nueve siglos antes Mogueime y Ouroana.

Son precisamente todos estos personajes, con sus vidas, sus amores y sus muertes, los que me llevan a resaltar algo que, más allá de los análisis, de las teorías e inclusive de las opiniones, destila la prosa de Saramago; algo que tiene sabor y olor a ser humano y que acaso sea una de sus calidades más hermosas, como hermosa es en el ser humano la capacidad de sentirla: la ternura. Quienes han leído a Saramago saben a que me refiero; quienes no lo hacen aún, recuérdenlo ante sus páginas. Basta mencionar como ejemplo cómo describe la relación íntima entre José y María de la cual sería fruto Jesucristo. Si no somos capaces de ser simplemente humanos, no somos nada.

Y, en este tejido espeso, profundo, se encuentran y mezclan, se entretejen a su vez, las historias de amor. ¿No estamos los humanos viviendo siempre, en una u otra forma, historias de amor? ¿Qué nos haríamos sin ellas? En la dimensión de las novelas, abrumados con todo aquello que Saramago va pintando en una tela extendida a límites insospechados, hay mujeres y hombres que se encuentran o se conocen, que saludan y conversan, que se buscan y se enamoran, que se tocan y se besan, que se aman y dejan de amarse; “...se besan hombres y mujeres al azar, ésos son los mejores, los besos sin futuro”, escribe en alguna página.

Queda la impresión de que la figura de la mujer es siempre misteriosa —como misteriosas son—; lejana e inaprensible —como inaprensibles y lejanas son—. El amor sería una ilusión que se conquista día a día y una nostalgia que se pierde o se renueva noche a noche. El mundo de las mujeres de Saramago es fascinante. Mujeres inolvidables que el lector puede seguirlas por las calles de la Lisboa de los treinta, llevadas por los aires en la nave voladora del Memorial —Bluminda, cuando está en ayunas, mira lo que sucede dentro de los hombres, lo que hay dentro de las cosas y en la oscuridad—, tras las huellas del llamado hijo de Dios por la Judea de hace dos mil años, o las carreteras polvorientas de la isla desprendida dentro de un dos caballos cuyo motor funciona con dificultades... Saramago piensa que los hombres somos un poco tontos, porque no entendemos “el otro” que está más cerca, que es la mujer. Reconoce que acaso la mujer sea anaccesible pero no duda en afirmar: “me conoceré mejor a mí mismo mientras mejor conozca a la mujer (...) Los hombres somos una magnífica carrocería, pero hasta que no se nos ponca el motor no somos más que apariencia; y el motor es siempre la mujer”.

Quedan aún Ensayo sobre la ceguera y Todos los nombres. Con Ensayo Saramago inició un tercer ciclo que comprende justamente la trilogía que estará completa con La caverna. Saramago piensa ahora en el ser humano de fin de siglo, en la incomunicación, en el aislamiento, en la soledad, en la manipulación de los seres; piensa, al igual que Orwel en 1984 y Huxley en El mundo feliz, en un universo dominado por la globalización, la electrónica, la informática y la genética; en un mundo donde se ha llegado a hablar del “fin de la historia” (menos mal que Fukurawa ha dicho que estaba equivocado) y al fin de las ideologías (que no es otra cosa que el fin de las ideas, del pensamiento); en un mundo en que los latinoamericanos no somos sino unos “perfectos idiotas”, y en el cual el presidente de la nación dueña del mundo tiene que dar cuenta de sus actos íntimos a una sociedad hipócrita, cuando en la cárcel debiera estar la protagonista por extorsión, que no merece el respeto que se debe a una prostituta, y el fiscal sometido a tratamiento psiquiátrico; mundo en el que Juan Pablo II, en la contratapa de uno sus libros, nos dice que ha llegado la hora en que brille la verdad y solo la verdad, la de él por cierto, también globalizada y excluyente; mundo en el cual solo cabe un sistema económico, inhumano y atrozmente simplificado. No en vano Saramago admira a Kafka, a Borges y a Pesoa. Sea como fuere, algunas ventajas nos deja la globalización: la internacionalización de la justicia para los pinochets de hoy y de mañana. Tal vez el mundo esté comenzando a ensayar un nuevo idioma para los comienzos del milenio. Si los capitales están internacionalizados, ¿por qué la justicia no lo puede estar?

Quienes, como en el Ensayo, comienzan a perder misteriosamente la vista para solo tener una nube, que no es negra sino blanca dentro de su cerebro, y no miran lo que todos miran, condenados están al olvido, a una gran cárcel que no da abasto para tanto ciego, al abandono, a la muerte, donde ya no les queda ni siquiera el nombre —no hay un solo nombre propio en toda la obra—, y las sombras de lo que fueron —no me atrevo a llamarlos personajes— están únicamente referidos por el autor como “el ladrón del coche”, “la muchacha de las gafas”, “el médico”, etcétera, todos abandonados a su suerte por el hecho de ser diferentes, aislados, condenados a batirse como puedan en la tarea de sobrevivir. “Libro poblado por sombras de sombras” dice el autor, quien llega a aceptar que podría hacerse una novela sin personajes, pero que sería imposible “hacerla sin gente”. “Mis ciegos —dice— podrían pasar sin nombre, pero no podían vivir sin humanidad”. Los ciegos representan a los marginados, internos, mejor dicho depositados, en viejos manicomios, al cuidado, como no podría ser de otra manera, de militares. Marginados que no son solamente los miserables o los pobres de nuestras naciones, ajenos a todo en sus submundos; también son, o serían, los que piensan de otra manera, los diferentes. Sobrecogedor, espeluznante relato que avanza mientras galopa una sucesión de punzadas internas en el lector. Relato, por otro lado, que deja torrentadas de humanismo, la necesidad de solidaridad en el mundo de hoy. Confundida entre los ciegos solo hay una persona que ve, sin que los demás se enteren: es una mujer. Nuevamente la mujer, el símbolo, la esperanza... Un crítico ha dicho que es esa mujer la que sustenta el relato, porque el omnisciente está también ciego... No están ausentes de la novela agudas referencias ideológicas, cuando, por ejemplo, sin mencionarlo, se cita a Marx a través de uno de sus más conocidos pensamientos: “de cada uno según sus posibilidades; a cada uno según sus necesidades”. Al final todos empiezan a recuperar la vista. La obra termina con este diálogo: “...Por qué nos hemos quedado ciegos, No lo sé, quizá un día lleguemos a saber la razón, Quieres que te diga lo que estoy pensando, Dime, Creo que no nos quedamos ciegos, creo que estamos ciegos, Ciegos que ven, Ciegos que, viendo, no ven”. En Ensayo me hicieron falta los personajes, sus nombres, su presencia individualizada. Sobre esta obra la televisión española llamó a Saramago para que respondiera hace meses preguntas de latinoamericanos que, desde sus respectivos países y por vía telefónica, conversaron con el autor. Tuve oportunidad de intervenir en el programa y conversé pocos minutos con él.

En Todos los nombres, según un comentarista, “el cementerio se mete a la ciudad”. Se ha dicho también que “es un libro sobre la vida que reivindica la muerte”. Cuenta la historia de don José —el único personaje nombrado—, escribiente en el Registro Civil. Las partidas de defunción cubren edificios y salas llenas de estantes que no dejan de ampliarse: se requiere de un plano o de un hilo atado a la cintura para no extraviarse entre los legados de documentos, certificados médicos, fichas hospitalarias. Los cementerios, con tres mil años de muertos, ocupan gran parte de la ciudad. Aún así, la inevitable muerte no es el problema. Lo grave, repetimos, sigue siendo el olvido. Todos, en el fondo, rescata el amor como el único remedio contra la muerte, es decir contra el olvido. Novela dueña de una metáfora desequilibrante, descomunal; una historia de amor como pocas, porque carece de destinataria, desconocida al principio, muerta una vez conocida.

La caverna, que completará la trilogía, se inspira en la parábola de la caverna de Platón. Tuve que hacer una consulta porque mi recuerdo era completamente vago. La conclusión fue desoladora: en alguna forma todos estamos condenados a no poder jamás ver la luz, atados en el fondo de la caverna, de espaldas a la puerta de ingreso, por donde entran los reflejos de otros que pasan o transitan frente a una hoguera.

Proyecta escribir El libro de las tentaciones, que entiendo que es una especie de memoria de él mismo pero que termina cuando tenía 14 años.

En Cuadernos de Lanzarote nos topamos directamente con el hombre, como si conversáramos con él frente a la chimenea de su casa. Son páginas indispensables para conocer su pensamiento, su ética sobre todo. Sostiene que el deber del escritor es escribir, nada más. Marguerite Duras ha recomendado algo semejante: “Escribe, no hagas nada más”. Piensa que “el compromiso no es del escritor como tal, sino del ciudadano”, que añade a su “ciudadanía personal, una responsabilidad pública”. Su consejo a un escritor es éste: “no tener prisa no es incompatible con no perder tiempo, que el pecado mortal del escritor es la obsesión de la carrera”.

No deseo añadir nada acerca de Saramago como ser humano. Me basta transmitir algo que él escribió en la soledad de la isla de Lanzarote. Nada mejor que terminar que sus palabras. El 24 de febrero de 1994 escribió: “El desperdicio más absurdo no es el de los bienes de consumo, sino el de la humanidad: millones y millones de seres humanos naciendo para ser machacados por la Historia, millones y millones de personas que no poseen más que sus simples vidas”. Y el 7 de diciembre de 1995 escribió: “A finales de julio enterré en una maceta dos semillas de algarrobo. A pesar de mis cuidados de regadío y atención cotidiana, uno de ellos se echó a perder, pero el otro, pasado un mes, cuando yo ya desesperaba de verle asomar los cotiledones tiernos, rompió finalmente la oscuridad de la tierra, como una pequeña y frágil esperanza. En este momento tiene siete hojitas crespas, verde oscuro, con sus bordes irregulares y ondulados. De tan lenta, casi no consigo verla crecer, pero crece. Cuando llegue la primavera la llevaré al sitio donde deberá ser un árbol. Un día tendrá diez a quince metros de altura. Habré entonces, probablemente, perdido la mía...”

(Quito, XI-98, I-99)