Sancho en América

LA ETERNIDAD DESPEDAZADA

Sancho Panza en Quito: entre el silencio y la verdadera sabiduría

Modesto Ponce Maldonado

Muere Alonso Quijano en El Quijote. Después deja Cervantes la vida. Uno y otro, desde entonces, gozan de la eternidad en la galería de los inmortales, mientras Sancho, condenado al “desamparo” pero también a la inmortalidad en un libro que no perecerá, seguirá viajando, “por todos los siglos de vuestra ausencia” según le recriminaría su mujer Teresa Cascajo.

Sucede que a los académicos se les ocurre invitar al personaje a Quito, encuentran para alojarlo una casa de tres patios en el barrio de San Roque, donde la gente no está dividida por “categorías” sino por “grupos” (que es muy distinto). Y es cuando Sancho responde a los académicos, molestos de que el invitado de ultramar no se haya presentado, en un capítulo que no necesita más que siete líneas: “¿Qué podrá deciros un hombre que no sabe escribir ni leer?” En efecto, nada les dijo, porque su lenguaje era diferente y en Quito tendría otros y mejores interlocutores.

Y de lo que dijo y calló Sancho —el “intermitentemente silencioso”, y más “acertado cuando opinaba entre dos pausas” (sujeto en la inmortal novela al «áspero mandamiento del silencio»)—y de lo que opinaron esos interlocutores ha escrito Alfonso Barrera Valverde en Sancho en América o la eternidad despedazada (Alfaguara, 2005, 222 páginas). Oswaldo Viteri, con quince dibujos que combinan fuerza expresiva y síntesis, ha ilustrado con maestría la obra.

Y nada les dijo a los académicos, porque además casi no encontró importantes destinados a la inmortalidad en la capital del Ecuador, salvo quizás a Pedro Real, el hijo de un humilde picapedrero de las canteras del Pichincha, sediento de lecturas, a Eugenio Espejo o Francisco Chusig, si se quiere (quizás el ecuatoriano más representativo), “que en sus momentos de locura luchaba por la libertad”, a su mujer Adriana, y a algunos otros que ya gozan de la gloria y de mejor memoria entre los que quedaron, pues en este país “los pocos autores que llegan sólo empiezan a llegar desde la muerte”.

Entonces fue el tiempo, “la copia despedazada de la eternidad”, según la expresión de Borges, citado en la obra, y, sobre todo, esa misma eternidad “como tiempo detenido, inmovilizado”, según la feliz frase de Kundera en la La ignorancia, la que permite al ahora menos locuaz pero más sabio y sencillo Sancho charlar codo a codo con los inmortales, es decir con los verdaderos “importantes”.

No obstante, a Barrera no parece preocuparle ser el autor de la obra. A imitación de Cervantes que se buscó a un tal Cid Hamete para la segunda parte de El Quijote, escribe que fueron, a más de los nombrados, el joven historiador Federico (sin duda González Suárez), otro de los interlocutores, quien con Espejo o Chusig dejaron algunas “notas” destinadas —en nuestro equinoccial país, por cierto— a la “única cierta de las direcciones postales: el acaso. Dicho con otro nombre, el olvido”... Felizmente, Espejo y Federico se equivocaron: las notas fueron encontradas para convertirse en una obra, reescrita y revisada por el propio Alfonso Barrera.

Pero ese “tiempo detenido” o esa eternidad en añicos, puesto que es una absurdo filosófico hablar de “tiempo eterno”, ha permitido que esos “diálogos” de que está compuesta la obra nos lleven —la ciencia es una de las pasiones secretas de Barrera Valverde— a recordar que hubo otros “viajeros” que han viajado “en el tiempo”, en el “espacio o en nuevas dimensiones y magnitudes”, como Newton, Galileo, Einstein y Hawking, y simplemente aclararnos que Sancho no era de ellos, sino nada más que un miembro del grupo de los amigos de San Roque que se reunían los viernes en la noche y, por tanto, miembro del grupo de los “intemporales”, ya que a Sancho le bastó —y le basta— “con sólo ser y no dejar de ser lo que ha sido”. Además, Sancho, sabio, sencillo y paciente, vale también por lo que justamente no es...

Entonces, se pregunta el autor, si no viaja en los espacios ni en los tiempos, ¿por donde viaja el antiguo escudero? Ante esta pregunta, hay una respuesta: “al interior de él mismo y al de quien está con él”, a no ser que viaje en el “tiempo del hombre en el corazón de una mujer”. Viajes que el escudero puede realizarlos “porque sus hábitos están hechos de sentimientos no pronunciados (...). Por ser limpio de corazón. Sin cuya limpieza no tiene lugar la de la mente”. Es a Pedro Real que Sancho le dice: “A las cosas de la vida no les pidas más cuando ya te han dado lo que son. Eso lo sé por mí, no por enseñanza ajena. Dar lo que uno es. Lo aprendí de tanto no tener lo que me daban”.

¿Y quiénes son, entonces, además de Espejo, Adriana, Federico, Pedro Real, los otros interlocutores? Entre los otros inmortales del país, nada más que Juan Bautista Aguirre, que denostó a Quito y admiraba a las mujeres, y Jorge Carrera Andrade, el mayor de los poetas, que universalizó nuestro paisaje, a más de Juan Isaac, un personaje inolvidable para el autor, cuyo apellido deberá descubrir por su cuenta el lector. Dialogan también con una de las mentes más lúcidas jamás vistas: la de Voltaire, quien confesó que “el más filósofo de los reyes siempre será más apto para confirmar los vicios del poder que las virtudes de la filosofía”. No podía ser de otra manera: dialogaban sobre ese mismo poder, pero desde la llamada mitad del mundo, donde el poder se ha degradado y corrompido sin remedio posible.

¿Y quiénes son los otros inmortales referidos? Comienza con Luciano de Samosata que, entre otras cosas, escribió en sátira antes de Cristo, y que inspiró a Espejo para El nuevo Luciano. Menciona a Erasmo, cuerdo inhábil para hacer elogio de locos; a Schopenhauer, quien pensó que todo será siempre lo mismo, pero de otro modo; a Herodoto que sostuvo que el verdadero símbolo de lo existente es el circulo. No podía faltar Nietzsche, que no creía en la eternidad, pero sí en el eterno retorno; ni nuevas referencias a Voltaire, el “Voltaire universal”, creador del “muy americano Ingenuo”. (“¡Cómo se entenderían Sancho y el Ingenuo si llegarán a conocerse!”). Tampoco Goethe. Y otra vez Kundera, “porque, entre los adictos al amor, el amor siempre vuelve (...) para hacer llevadera la insoportable levedad del ser”. No está ausente Yourcenar que recordó a otros importantes que “tener razón prematuramente es lo mismo que equivocarse”. También son citados Shakespeare, Flaubert, Dostoyevski, Mann, Hemingway (referido por Kundera en Los testamentos traicionados), Mishima (estudiado por Yourcenar en La visión del vacío)... Todos ellos “importantes” e inmortales.

No obstante, Sancho no dialoga con los científicos ni con los filósofos; tampoco con los estadistas ni con los políticos, donde todos se parecen “en un solo punto: su permanente ejercicio de la improvisación”, dueños de una “inmortalidad provisional”, puesto que solamente ellos esperan que les durará para siempre. Sancho dialoga solamente con quienes debe dialogar: la gente sencilla, los rebeldes y los creadores representados esta vez por los literatos..., ¡no faltaba más, si el autor es poeta y novelista! No en vano recrea a la mama Zoila, el personaje de Heredarás un mar que no conoces... No en vano, en la página 85, habla sobre el oficio de escribir y, naturalmente, de literatura ecuatoriana y de su incierta suerte en un país que se niega a sí mismo... Hasta me atrevería a pensar que Sancho Panza en América es, sobre todo, la obra de un poeta y de un filósofo.

Y así como Don Quijote tuvo tres salidas, Sancho en Quito hace lo mismo acompañado de Pedro Real. La primera en busca de los molinos de viento que no son encontrados, porque Ecuador no es país de ventiscas y huracanes, sino de montañas nevadas, páramos y aguas, y las ruedas de piedra de los molinos fueron movidas con la energía de esos torrentes. (Referencia tomada —y que el autor me perdone la infidencia—, de una visita a Latacunga a los Molinos Monserrat, hoy convertidos en museo, acompañados ambos de nuestras mujeres). La segunda salida es “en busca del pueblo de mejor memoria”, para concluir que “de los pueblos recorridos (...) San Roque era claramente el de mejor memoria”. La tercera salida es muy diferente: descubren que hay viajeros que viajan “en libros” como Sancho, y otros que viajan “por libros” como Pedro Real. “Un libro es un viaje” se escribe en la obra.

No faltan, salpicadas por todas las páginas, las referencias a nuestro país. A lo largo de la novela hay un claro mensaje social y un diagnóstico de la nación (en caso de que en realidad exista): ¿hemos llegado a la situación de que todos mienten menos los novelistas?, ¿qué nuestras verdades sólo las pueden decir los que escriben ficciones? “Sociedad expulsora”, en la cual “ a los pobres suele quedarles, como última propiedad el paisaje”, y donde Espejo sigue esperando “que los demás se alegren” en la “vieja Audiencia de Quito, hoy prematura República”. Sancho descubrió en Quito —en San Roque, mejor dicho— “por qué los locos no son tan locos y por qué los cuerdos toman a los ingenuos por locos”. No podrá ser de otra forma: Sancho se entiende mejor con “los condenados a ser pobres y a parecer y ser ingenuos”.

Novela donde abundan también las más profundas reflexiones, las sutilezas, los conceptos implícitos, las sátiras, los sobreentendidos. Obra humana y, por humana, tierna. Novela para leerla con mucha calma. Para releerla. Novela que, igual que Sancho, habla más por sus silencios... No es una obra fácil. Su estructura responde —es mi opinión— a un proceso de decantación intelectual del autor totalmente espontánea, más que a un esquema previamente elaborado. En cierto modo, allí reside su encanto, su capacidad de sorpresa.

El gran personaje de la obra es el hombre sencillo y su sabiduría única. (¿Nuestra gente? ¿En ellos reside la esperanza?) El segundo es el silencio... Y el tercero la mujer: “en el amor el hombre entrega a la mujer sus sinrazones, para que ella las engarce en su razón”. El libro termina con la pintura de dos soledades femeninas (que, a veces, son toda soledad): la de Teresa Cascajo que escribe a Sancho y le dice: “Esperarte, claro que te espero. Eso y dictar una carta es lo mejor que sabemos hacer algunas mujeres”; y la soledad de la madre de Pedro Real, emigrante en España, que es la soledad y el desamparado de un millón y medio de ecuatorianos de un país que exporta pobres, y de otras soledades repletas de incertidumbres de cinco millones de familiares que les esperan, con el teléfono celular en la mano... Son los Sanchos que están en España a comienzos del siglo XXI, sin haber sido invitados por los “importantes” de allá, expulsados sin duda alguna por los “importantes” de acá, los dueños del país que les quitaron la esperanza; las Teresas Cascajos y sus hijos e hijas que los esperan en Ecuador en situación de abandono y que no serán inmortales como la mujer del escudero del Caballero de la Triste Figura.

(Quito, febrero de 2006)