Yo me confieso, Marilyn (2013)

Marilyn, esa gran enfermera de soledades;

eternidad al teléfono con la eternidad.

Einar Már Gudmundsson, Ángeles del universo.

Sí, yo me confieso ante ti, Marilyn, del pecado que no cometí, del desvarío que desconocí. Me confieso de ese sueño evanescente que nunca soñé ante las cenizas de tu piel, tus ojos de espejismo y la figura lejana de tu peligrosa e insinuante inocencia. No me descargo frente a tu recuerdo, Marilyn, ni a tu silueta perennizada. Tampoco te pido que me absuelvas desde un lugar donde no estás. Solamente me confieso. Te escribo y me confieso.

Porque, ¿estuviste alguna vez en un lugar desde ese lejano 1926 de tu nacimiento? ¿Quién fuiste? ¿Quién eres, Marilyn Monroe, si naciste como Norma Jeane Mortenson y te bautizaron como Norma Jeane Baker, para luego rebautizarte para la revista y el celuloide usando el nombre de una artista y el apellido de soltera de tu madre?

Me dirán mentiroso o pacato, pero no concebiría hablarte como “símbolo sexual”. Tampoco como actriz, aunque me acusen de ignorar a una de las más grandes de Hollywood. No me atrevería ante ti, una mujer que no supo quién era su padre, porque muchos pudieron serlo, niña violada a los nueve años, nuevamente ultrajada a los doce y obligada a casarse a los dieciséis con un policía, como un medio de liberarse de mantenerte. No sé cuántas familias tuvieron que aceptarte a desgano, presionadas por las circunstancias, ni las veces que te entregaron en una casa y luego en otra y otra. Niña que empezaste a ser vaciada por dentro y seguiste lentamente siendo deshabitada por la vida, los productores cinematográficos que te convirtieron en muñeca —la más linda muñeca jamás vista—, hasta que te despojaron de ti misma mientras te transformaban en objeto producto, en una mujer de carne. A la adicción por el éxito, por el deslumbramiento, se sumaron el alcohol, las depresiones y la hospitalización, los amores fracasados, los encuentros casuales, desconocidos, las camas vacías de amor en las que te despertabas, aún con el olor de los jugos humanos; y luego, cuando esa avalancha resultó incontrolable e insoportable, poco después de haber cantado Happy Birthday Mr. President, dijeron que te encontraron muerta y te sepultaron como diva y, hasta hoy, te siguen adorando y recordando los millones que nunca preguntarán ¿quién fuiste, quién eres?, Marilyn. Te fabricó el Poder y luego incomodaste al otro Poder. Te asesinaron poco a poco y apenas resististe 36 años.

Quiero decirte, Norma Jeane —y perdona la franqueza—, que la presencia de tu cuerpo, de tu pelo y tu rostro, encubría de tal manera lo que yo —sin duda equivocado— consideré como la cáscara imperecedera de tu vacío interior que me impidió la atracción y acaso un pasajera y adolescente locura. La piel no se acaba en sí misma. La piel es un comienzo, un camino. Voy a tratar de explicarte: piensa en una chica morena, con el pelo corto y lleno de rizos que delata la presencia de la raza oscura. Un hombre la encuentra en un bar y pasa una noche con ella. Ese hombre, por respeto a esa mujer, debe tratar de encontrar, aun en el contacto casual, en la aventura, una pequeña centella, una ráfaga fugaz, un suave relámpago aunque muera en el mismo instante que aparece. Quiero insistir que no es suficiente la piel, aunque por la piel se llega a todo. Tener y disponer de la piel, sin llegar a la mujer —o la del varón, sin llegar a él—, es quedarse afuera, solo, y dejar también sola a esa mujer. Todos conocen que tus medidas fueron 94-58-92, Marilyn.

Nunca te sentí con el misterio suficiente; y, sin misterio en la mujer, es difícil la atracción. No pequé por ti ni quise pecar contigo. Tal vez, mientras estabas viva, yo era demasiado joven y no había vivido lo suficiente, Marilyn. Es la única disculpa que tengo.

¿Quién fuiste? ¿Quién eres, Marilyn?

¿Te habló alguien alguna vez, sin tratar de tocarte, en el tono que te hablo ahora? Lo necesitabas, pero esa persona no hubiera podido salvarte la vida. Siempre fue demasiado tarde. Te quitaron todos tus espacios a cambio de un escenario, de una cámara, de millones de fotografías, de tu desnudez total, de tu desnudez vestida. Te robaron el alma desde siempre y luego perdiste todo soporte. Tus papeles fueron los propios de una mujer usada. En una de tus películas dices: “estoy harta del amor”. Quizás con la salvedad de algunas actuaciones —pasaste por Actors Studio—, ¿no te interpretaste siempre a ti misma? Para interpretar un verdadero papel —y no te faltó capacidad— se necesita tenerse a uno mismo. Aún así, te escogieron los mejores directores y te acompañaron grandes artistas.

No pido condonación ni perdón para mí. No tengo derecho a darte mi bendición —no sé en qué consistiría—, ni que me envíes un guiño que no lo merezco.

Sí me han conmovido en cambio —te cuento Norman Jeane— la francesa Anouk Aimee, nacida en 1932, y, entre las rubias como tú, Uma Thurman, de un aún fresco 1970. Y desde el más allá la Dietrich. O May Britt, de 1933, otra rubia —yo soy un caballero que no las prefiere rubias— que se esfumó a causa de su matrimonio con un famoso cantante afrodescendiente, unión que fue rechazada por la misma doble moral que acabó contigo. Estas dos últimas, con 29 años de distancia (1930 y 1959) interpretaron dos versiones de El ángel azul. Tú —lo siento— fuiste un ángel, pero sin color propio.

El sexo es, sobre todo, misterio que no puede resolverse, Marilyn, pero atrae justamente por eso, por inacabable. Nunca pudiste atravesar más allá de lo que vieron mis ojos. Ni siquiera empezaste con ese joven que tuvo alguna vez veinte años.

No tengo nada más que decirte, Norman Jeane Marilyn.

*Incluido en Sólo ella se llama Marilyn Monroe, edit. por Raúl Serrano Sánchez, publicada por la Casa de Cultura Ecuatoriana, núcleo del Azuay, 2013