La sociedad que hemos creado

                                                                          Modesto Ponce Maldonado

 

A causa del asesinato de Carlos Ponce Martínez, hermano de mi padre, no podría afirmarse que la muerte entró por la ventana, agazapada en las figuras de cuatro delincuentes. No. Ya no tenemos derecho de hablar así. La muerte violenta está en todas partes, transita por las calles, nos ve dormir cuando hemos olvidado al televisor prendido, nos saluda cuando se cruza con nosotros, quizá tiene nuestros rostros al mirarnos en el espejo. La muerte, en el Ecuador actual, está agazapada en la misma estructura social; es el fruto de la sociedad que hemos creado, engendro o derivación de un sistema que se ha formado paulatinamente durante décadas. Es ahora nuestro invento, patente ecuatoriana, forma de ser del país de hoy, del mismo Ecuador que se ufana de sus volcanes y páramos, de sus playas, de sus islas encantadas, de sus selvas, de su música, de sus palabras regadas en canciones y poesías, de su cielo siempre azul, aun de su gente buena...

Ante el cadáver de ese cojo extraordinariamente inteligente, de excepcional agudeza mental, un individuo de ojos perdidos acusaba, con nombres y apellidos, a los dirigentes más conocidos de las agrupaciones defensoras de derechos humanos; otro gesticulaba furibundo y decía que hoy más que nunca hay que votar por tal o por cual, mientras abogaba por la mano dura, la pena de muerte, la cadena perpetua; otro, en una esquina, argumentaba sobre una dictadura que pusiera las cosas en orden.

No obstante, con los brazos cruzados y la cabeza baja, todos los presentes estuvimos pensando en silencio en nuestra muerte violenta del día de mañana, en la muerte de nuestras mujeres y de nuestros hijos o nietos, sólo porque llevaremos una cartera con algún dinero al salir del banco, un collar de perlas falsas, una bicicleta o un par de zapatos, un automóvil que el delincuente tomará para sí, joyas y billetes dólares que supuestamente guardaremos en nuestras casas.

(Qué vergüenza, qué vergüenza y qué pena que aún existan personas que piensan que basta extirpar el mal de un tajo, igual que un tumor canceroso o una pústula infecciosa! Aún no se enteran que el cáncer está arriba, en la mitad, abajo, en todas partes, como una metástasis que corroe al país desde dentro, en todos los niveles. Qué miedo provoca el pensar que hay demasiados que no se sienten también culpables; demasiados que miran las cosas desde lejos, ajenos a la misma sociedad que quizá contribuyeron a formar.  

¿Y entonces? Y entonces no pasa nada, porque el paisito tiene su fábrica bien montada y seguirá produciendo asesinos, delincuentes, gente que mata por matar, todos los días y todas las noches en las barriadas tenebrosas y frías del Quito Metropolitano, en los suburbios de Guayaquil, en Cuenca, la ciudad más hermosa del país; en Portoviejo, Quevedo, Esmeraldas, Santo Domingo, en las montañas, en las zonas rurales, en los pueblos olvidados...

Mientras tanto, seguirán naciendo hijos de nadie. Seguirán los niños en calles y alcantarillas, en recovecos o cuevas, mendigando primero, robando después, ensayando pequeñas fechorías, aprendiendo primero cómo comer el día de mañana, después cómo matar si es necesario para obtener algunos millones fruto del asalto a un banco, o como matar sin necesidad a cambio de un televisor, una licuadora, un radio de pilas, un celular que no les servirá y una billetera con tarjetas de crédito inútiles y dinero para ocho días de alcohol y droga. El ochenta por ciento del país vive en la pobreza; el treinta por ciento vive en niveles inferiores a los límites de la simple supervivencia.

Sigamos, pues, hablando únicamente de globalización de la economía, de apertura de los mercados, de inversión extranjera, de reglas claras para los nuevos capitales, de fomentar el turismo, de ordenamiento macroeconómico, de la necesidad de cumplir con los pagos de la deuda externa, del nuevo -posiblemente enésimo- plan de desarrollo, de un puerto en el Amazonas que no servirá para nada... mientras el volcán arde bajo nuestros pies y miles de niños paupérrimos, futuros delincuentes, miran las vitrinas llenas de productos importados. 

Debemos comprender que cada muerte violenta es nuestra propia muerte, la muerte de todos. Sólo que la sentimos cuando está más cerca y nos toca en alguna forma. Mientras es noticia de prensa o material de estadística, no nos importa.

(V-1996)

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Admiro al Padre Alberto. Admiro, sobre todo, su corazón. Admiro su talento, que lo conocí cuando fue mi profesor, pero quizá más su sabiduría, su imponderable prudencia, que le ha permitido seguir en la ortodoxia, en su Fe, en la obediencia al Papa, inclusive al tradicionalista Juan Pablo II, sin ser “acusado” de "teólogo de la liberación"... La teología de la liberación no es más que un intento, a veces desesperado, de tratar de bajar a Dios a la tierra, aunque a algunos más les conviene, por el poder que ofrece a los dispensadores de sus gracias y perdones, un Dios inaccesible en lo más alto de los cielos. En el fondo es un problema de poder, y nada más. Que lo digan Boff y Casandaliga en Brasil, Gutiérrez en Perú, el jesuita Ellacurría asesinado en El Salvador, Proaño en Ecuador, y los innumerables curas que en el mundo piensan en forma diferente a la postura tradicional.              

Al Padre Alberto pudiera aplicarse este diálogo escrito por el mismo Saramago: "¿Dénos su bendición, padre. No puedo, no sé en nombre de qué Dios os la iba a dar, bendecíos el uno al otro, eso basta, ojalá todas las bendiciones fuesen como ésa". Alguien dijo en el siglo pasado: "Dios está en todas partes, menos en las iglesias". Pienso que tampoco está en la cruz: prefiero un Dios que tenga la opción de sonreír alguna vez y no nos recuerde nuestras culpas.

(VII-96)