Cap. 5

La habitación trasera.

 

La pieza que Mario Ramón ocupa está en una terraza trasera, junto a la cocina y a la lavandería, cercada por los muros de las construcciones vecinas. Es un cuarto rectangular, con una ventana de vidrios manchados y cortinas desteñidas. La propiedad heredó Carmela de sus padres. Arrienda una tienda que da a la calle, un departamento interno en la parte baja, y dos bodegas húmedas. Es una vivienda levantada hace ochenta años en los barrios de la ciudad antigua que permanecerán como para siempre, intocados y olvidados, cayéndose de viejos.

Después de concluida la etapa de internamiento, Mario Ramón, confinado a un cuarto sobrante y húmedo, tiene miedo. A la noche saca el foco de su lámpara de velador, forrada con tela de cabuya, y lo reemplaza con un pequeño bombillo de 25 wats. No se atreve a quedarse en la oscuridad. No hay más que una cama de metal, desgastada, que cruje al menor movimiento, una mesa y una silla junto a la ventana, de esas que suelen vender en los mercados populares, una pequeña cómoda con muestras de polilla cuyos cajones se abren a tirones, una alfombra maltrecha y decolorida. Cuando se levanta, apoya allí sus pies y se queda sin moverse por diez o quince minutos. Mira al vacío. No sabe por qué da un paso o dos. Carece del sentido que permite entender el propósito de las cosas. Tampoco sabría para qué mueve el brazo, por qué lo baja, qué significa caminar en la habitación después de calzarse las pantuflas, o por qué desea un vaso de agua. Las urgencias naturales lo llevan al baño. Autómata, controlado por una combinación de cápsulas que las debe tomar bajo un horario estricto, se desplaza mecánicamente alrededor de la habitación, se sienta en la cama y vuelve a ponerse de pie, levanta apenas el visillo de la ventana, mira hacia fuera, y lo deja caer. No puede estar quieto. Únicamente echado, semidormido, resiste la inmovilidad. Tampoco puede sospechar que lo mantienen dopado o semiembrutecido, en forzosa observación. Lleva un calentador que fue del hijo mayor y la vieja salida de cama que Carmela la había conservado por un descuido. Se lava las manos varias veces al día. Las restriega con el pedazo de una vieja toalla que usa al bañarse. No puede evitarlo.

En el baño hay un espejo.

Ante ese espejo regresan en forma vaga viejas heridas, como cuando, en el colegio, se burlaban de él por lerdo, por trompudo, y debía huir y meterse en los servicios a lavarse la cara. Retornan antiguas obsesiones, cuando imaginaba que su rostro no era el mismo y que su nueva sonrisa no dejaba ver las encías rosadas sobre los dientes de caballo que tenía. Volvían simulaciones, actitudes, gestos, ensayos en un escenario abandonado, con la platea vacía, sin director o compañeros de actuación, repasos en solitario para una actuación postergada de por vida, fracasada.

Esta vez se desnuda, regula el flujo de la ducha y se mete por pocos minutos bajo el agua. No acierta con la temperatura precisa y eso le enfurece. Una vez enjabonado ha frotado su cuerpo con el retazo de toalla, como si quisiera desprenderse de algo, sacudirse. Siente como corre el líquido sobre la piel. Piensa que arrastra pedazos de él, que lo desolla, y luego imagina que su carne, sus músculos, sus venas, tendones y huesos se desintegran, caen por el sifón y terminan en las alcantarillas. Piensa como reaccionaría Carmela si, sorprendida porque el agua no para de caer, entrara al cuarto para comprobar que no hay rastros de él, salvo un calentador viejo, la salida de cama tirada sobre los baldosines del baño y el vapor acumulado. 

Le teme al espejo pero no puedo evitarlo. En el espejo piensa descubrir las explicaciones a los desdoblamientos, a las fugas, a los retornos imprevistos. Alguna vez tomó otro espejo y los puso frente a frente: la multiplicidad interminable de los marioramones le aterrorizó. Al fin, huye de mirarse. Pone las manos sobre el lavabo y la cabeza, despeinada, es un peso que apenas puede soportar. 

“Si, repentinamente, se desprendiese del tronco y rodara al piso. Carmela me encontraría de pie, aferrado con los dedos al lavabo, poco antes de morir, sosteniéndome con las piernas abiertas y sin cabeza”.

La levanta y se observa.

“¿Quién es? ¿Quién soy?”

Se voltea y comprueba que está solo. Desde que le ocurrió “eso”, Mario Ramón cree haber visto, parado ante el espejo, que detrás de él hay una figura vestida con una larga túnica que le observa. Va vestida de blanco y tiene cubierta la cabeza con un manto. Ha pensado que puede ser la Virgen. Siente vergüenza pero le gustaría ser asistido. Teme que pueden ser los seres anónimos que nunca se han presentado pero que lanzan gritos y llamadas. Sigue solo ante su propia reproducción. Se toca y su imagen se toca también. Se repite. Se frota los ojos y es él mismo, con el cabello excesivamente largo.

“¿Quién podrá cortarlo? No puedo ir al viejo peluquero de la esquina.”

Allí está su pelo hirsuto y tieso invadiéndole la frente, sus ojos diminutos, las cejas ralas, la nariz gruesa, cachetón. “¡Trompudo, trompudo!” le gritaban los compañeros en la escuela. “Mario Ramón jetón, Mario Ramón cerdas”. No olvida que jamás fue admitido en la selección de fútbol. “No tiene condiciones; es demasiado lento” había dicho el profesor de educación física.

Finalmente, ya no duda de que es su fisonomía, la que siempre llevó, pero le sorprende la lejanía de la cara reflejada, la impresión de desposeimiento. No se trata solamente de falta de pertenencia sino de vaciedad. Como si fuera un efecto visual de algo que fue, o que se presenta inesperadamente, que vino de un pasado cuyo decurrir se detuvo, el salto imprevisto de algo que se paró y no sigue sucediendo. Piensa que puede ser increpado por ese semblante y que aparezca un dedo amenazador, o que su propia boca se llene de reclamos y acusaciones. Al vacío y al miedo de ser atacado o encontrado en culpa se suma la duplicación. Él baja la cabeza y mira sus brazos, aún con las señales inequívocas de sueros y de inyecciones, con leves manchas amoratadas. Mira su cuerpo, con el vientre menos abultado, con los músculos fofos y la piel casi lampiña, amarillenta por la falta de sol, con su sexo flácido que olvidó también que pertenece a alguien, que tiene un dueño. Mario Ramón no lo había percibido hasta ese instante. Son órganos que están allí, colgados, parecen desprendidos, como si sus ramales nerviosos hubieren sido adormecidos, neutralizados. No se reconoce en ese sexo, en su pene, en sus bolsas. Eso lo asusta. Envuelve la toalla alrededor de su cuerpo y pasa a vestirse con la misma ropa. Se coloca dos calcetines de lana muy gruesos.

Cada ocho horas debe seguir tomando vitaminas y antidepresivos, algún remedio para un problema gástrico, otro para un hígado resentido. “Dieta blanda, reposo y mucho sueño”, insistió el especialista. Está prohibido de café y té, pero debe ingerir mucha agua. Dispone de un pequeño reverbero eléctrico y de un jarro de hierro enlozado. Se prepara una infusión y se echa en la cama a tomarla a sorbos.

Acomoda las dos almohadas, coloca las manos detrás de la cabeza y cierra los ojos. Mario Ramón no sabe que su cerebro, en descontrol, toma las iniciativas. Antes de adormilarse se figura una bóveda oscura. Recuerda las máquinas de succión que provocan el vacío. Siente únicamente el golpeteo de la sangre bombeada, los latidos acelerados, la respiración fatigosa, intermitente. No está seguro de poder reconstruir su vida mentalmente, repasarla paso a paso. Pero antes de caer en el sueño se pregunta nuevamente:

 “¿Quién es? ¿Quién soy?”

Al despertarse se palpa de inmediato. Le calma saber que las pesadillas no han regresado. Es el sueño profundo, provocado químicamente. El sueño que lo mantiene evacuado de fantasmas y asaltantes nocturnos. Reconoce cierto alivio al despertar pero sabe que es el efecto de las pastillas. Lo delata la pesadez de la cabeza. Se percata que afuera está lloviendo. 

Siente que se le humedecen los ojos, regresa a la cama y se pone a llorar. En realidad ha llorado muchas veces, en silencio, cuando mira el firmamento o las nubes descargando el aguacero. Las gotas golpeando el piso de cemento de la terraza. Poco puede verse desde la ventana. Nada más que los techos alrededor del patio interior. Imagina la casa, la de Carmela que ha sido también la suya, pero ahora no se atrevería a recorrerla, a pesar de que se halla allí, al otro lado de la puerta, en el depósito de desechos y objetos inservibles.

—Algún momento, cuando se sienta mejor, salga a la terraza a caminar un poco y a tomar el sol —le había sugerido el médico—. Y no se resfríe.

Aún no ha desayunado y tiene hambre. Ya llegará un charol con un vaso de jugo de fruta, una taza de leche y dos panes. Una vieja empleada, legañosa, encorvada y con el pelo desordenado, que se ha pasado más de veinte años colaborando en las tareas domésticas a fin de que Carmela pueda atender su trabajo en el colegio donde es profesora, le atiende silenciosa en las tres comidas, en el lavado de ropa y en el arreglo del cuarto. Carmela le había insistido que necesita mucha agua, y que ventile la habitación.

Ella suele entrar al regresar del trabajo. Casi no lo mira.

—¿Cómo te sientes, Ramón?

—¿Has tomado los medicamentos, Ramón?

—¿Necesitas algo?

Él responde con una inclinación de cabeza. Con un murmullo. Le sudan las manos y no puede alzar la vista. Continúa sin hablar. Cuando Carmela le sorprende echado en la cama, solamente se sienta y pone los pies sobre el piso. Cuando ella sale vuelve a echarse. Carmela suele entrar por uno o dos minutos, revisa la habitación y el baño y sale. No hace el menor gesto. Al fin, un día Mario Ramón habló:

—Por favor, Carmela, quiero que tramites mi jubilación y pidas mis fondos de cesantía para que te ayudes en los gastos. Y no quiero ver a mis hijos. No quiero ver a nadie.

El psiquiatra había advertido a Carmela:

—Estará algunas semanas, cómo decirle, señora, algo así como en las nebulosas. Debemos doparlo. Tuvo momentos de delirio, fugas que lamentablemente se repitieron, incoherencias. Alucinaciones visuales como cuando cree ver a la Virgen. Fenómenos auditivos. Confusiones sobre su propia persona. Poco a poco, conforme se reduzcan los medicamentos, podemos evaluar la situación. Me preocupó el dato que usted me proporcionó sobre la infección cerebral que sufrió de joven. No obstante, todo indica un conflicto psíquico, además de daños cerebrales, como ya usted conoce. Está derrumbado, desarmado, pero no puedo adelantar nada. Sobre todo, no caben predicciones, ni tampoco conviene presionarlo. Esperemos, ¿de acuerdo?

Cada vez que la empleada entra Mario Ramón le pregunta:

—¿Han averiguado por mí? ¿Alguien ha venido a verme?

Mario Ramón duerme mucho. La habitación de la terraza, transitoriamente,  le despoja de pasados y le evita la incertidumbre del futuro. Es también un refugio, fuera del alcance de quienes lo conocieron, de sus amigos del Ministerio, de sus amigos de borracheras, aún de los acreedores del almacén de ropa deportiva que le dieron por desaparecido. Carmela fue muy práctica en este aspecto: “Él no vive aquí y desconocemos su paradero” fue su instrucción precisa, terminante, para quienes le buscaban o lo llamaban por teléfono. También una cárcel, pero sin la atroz sensación de las semanas que pasan y se esfuman, del tiempo que todavía falta, del tiempo lento. Pero Mario Ramón no piensa en refugios ni en prisiones y no entiende el verbo transcurrir. Le sorprende, eso sí, su estado de suspensión, de aletargamiento, la pereza de reconstruirlo todo, de armar, de hacer deducciones. Reiteradamente recuerda el juego usado del mecano que le regaló un primo cuando era pequeño y en las primeras dificultades para armarlo y construir puentes, torres y artefactos.

—Mire doctor —le dijo Carmela al médico en su segunda visita—, a veces está regresando a su infancia, de improviso hace preguntas sobre su niñez a la empleada, o pide revistas deportivas que ya no existen.

—Es normal, señora. Sus primeros años de vida fueron tiempos sin mayores conflictos, de inocencia, y no teme recodarlos. No hay duda, según se desprende de su historial, que acabo de terminarlo, que la encefalitis o la meningitis que sufrió a los catorce años, ya huérfano de padre, dejó alguna huella en su cerebro. Él ya no fue el mismo que antes. Todo lo que vino más tarde, durante la adolescencia y ya de adulto, está parcialmente bloqueado. Es la defensa de su subconsciente. Con el tratamiento, ojalá tome conciencia de realidades pasadas. Veremos como reacciona. Trate de que se entretenga con algo, rompecabezas sencillos, barajas, juegos de dados, revistas ilustradas, tal vez las publicaciones deportivas que necesita. O algo manual, ¿le parece? No debe mirar la televisión.

La hija, la del cuerpo delgado y piel cobriza, que estaba presente en la conversación, en silencio pensaba para sí.

“Volver hacia atrás. Hacia la infancia, hacia la niñez. Escuché que se busca a veces regresar al vientre de la madre. ¿Qué significa? Recordar o añorar es otra cosa. Seguramente papá se aferra al pasado porque no quiere seguir, tal vez porque no puede seguir, o porque nunca pudo y su vida no fue sino un dejarse llevar por la corriente. Retornamos porque no podemos adelantar o porque dejó de interesarnos. Es caso extremo es como una muerte al revés: volver hacia atrás hasta instalarse en la tumba del útero materno y luego irse disolviendo hasta no ser más, cuando el óvulo ha vuelto a ser óvulo, y el adelantado espermatozoide que logró llegar primero se disuelve en el torrente sanguíneo, absolutamente abandonado, desconcertado y solo, sin los millones de los restantes fracasados que lo acompañaron algún día”.

A las tres semanas los medicamentos son reducidos. Mario Ramón tiene la sensación de pequeñas grietas o resquebrajamientos dentro de su cerebro. Fisuras por donde algo podría filtrarse o deslizarse. O, tal vez, desprendimientos internos, movimiento de materia viva, reactivaciones, leves temblores que permiten afloramientos o dejan al descubierto viejas cicatrices, heridas no curadas, supuraciones que se presentan y resbalan entre los pliegues interiores.

Este momento recela, pero un impulso le conduce otra vez al baño, se encierra y se para frente al espejo. Es incontrolable. Lo hace varias veces al día. Necesita mirar su rostro. Necesita lavarse las manos. Dialoga consigo mismo, hace preguntas, espera certezas o, por lo menos, verdades a medias, indicios. Mario Ramón, aún en su confusión, tiene conciencia de cierta disgregación, de espacios muertos, de partes huecas. No obstante, siempre se cierra la puerta, temeroso que la figura de la túnica blanca, la madre de Dios, le observe.

 “Algo está descolado, una línea que constantemente se corta. Me retomo y vuelvo a perderme. Las piezas no encajan. Faltan partes que deben estar en algún sitio”.

            Ante el espejo extiende sus manos como buscándose. Con un pedazo de tela frota una y otra vez la superficie del cristal. Tiene la convicción de cierta nubosidad, de una capa por remover. Una vez limpia, la repasa con sus dedos. Al fin sigue la línea de su cara, el contorno de su cráneo, señala cada detalle de su propia imagen, como si fuera un fotógrafo que retoca y reaviva una vieja reproducción, o un descendiente que indaga, a través de una antigua diapositiva, sobre parecidos o rasgos ocultos. No puede explicarse la extrañeza, esa distancia, la sensación de otros yo, tal vez ese mismo yo roto, fracturado en dos, en tres. Mario Ramón no duda de la sensación, del efecto de multiplicación.

“¿No existen ciertos animalitos invertebrados que se dividen y se rehacen independientemente? Lo decía el profesor de biología en el colegio”.

A la impresión de  proliferación, se suma la de vacancia, como si partes de su ser hubieran sido desalojadas o fragmentos de su vida escamoteados.

Teme entonces que vuelva el sentimiento de rechazo, de violencia contra ese rostro y contra sí mismo. Sucedió antes de que dejara el Ministerio, justamente cuando en el despeñadero, ya no pudo controlar lo que le sucedió, volver a buscar, y cada vez con más desesperación, lo que, por accidente y por error, probó una noche. Fue “eso”.  Desde que sucedió comenzó a beber mucho más.

—Ramón —le dijo Carmela un día—, el médico deberá examinarte pronto. Necesitas conversar con él y contestar sus preguntas.

Mario Ramón apenas la miró y no dijo nada. Carmela, algo impaciente, se alzó de hombros y salió del cuarto.

 “No diré nada al médico. Qué ni lo sueñe. Conmigo se equivoca. Como si no los conociera muy bien. No estoy loco; estoy cansado y debo organizar mi vida. Necesito tiempo. Nada más. Y, sobre todo, que me dejen en paz.”