Cap. 40

Dejé de verte por algunas semanas, Nicanor. Te esfumaste, pero no dudé de tu regreso. En tu mente se incubaban monstruos, Sancho. Fue cuando comenzaste a pensar en un plan. Y después en otro, y en otro más. Buscabas la forma de liberarte del insomnio, de las noches en claro, porque al cerrar los ojos estaba tu madre acostada con otros hombres, o la mía acostada con camioneros y soldados. Y entrelazado, también mi rostro, mis risotadas y gritos, mis brazos extendidos hacia la ventanilla del Volvo color vino, dando vueltas sobre al césped estropeado del parterre. Aunque hubiera preferido que no volvieras... A pesar de las monedas, Nicanor Sancho de la Palma, que tanto hacían falta, a mí y a mi madre, la vieja borracha. Lo hubiera preferido, porque, aun antes de lo que ocurrió, una comezón me molestaba por alguna parte. Como si presintiese.

            Te comprendí. Por eso desapareciste. No era fácil de resolver. Y, también, porque tenías razones importantes. Razones de Estado. Asuntos con el señor Presidente. Motivos que no pueden desatenderse. Intereses. Negocios. Buenos negocios. Debía seguir funcionando la rueda de la fortuna, bueno, es un decir, Sancho, tú y otros como tú, todos lo sabemos, inclusive yo, son los dueños del circo. Como en las películas de gángsters. Se dividen las ciudades, las zonas, los barrios, los negocios. Se ponen de acuerdo en los repartos. En el fondo, todos están conformes, aunque se insulten por la prensa, aunque se amenacen. Es parte del juego, del regateo. Así, se han dividido también el paisito. Pocos grupos y contadas familias son dueñas de todo, y allí tú tienes tu parcela, tus socios, los amigos de tus socios, los socios de tus amigos, los grupos de Quito, los grupos de Guayaquil que ocupan curules, alcaldías, prefecturas, dirigen asociaciones empresariales, dominan bancos y financieras, constructoras y exportadoras, industrias e importadoras, muchos de ellos mafiosos, contrabandistas o bandas de asalto que medran de la política y del voto popular, dentro del sistema de democracia representativa. Está bien, está muy bien, Sancho, ustedes están “fomentando la producción” y “apuntalando la economía”; y cuando algo sucede, como hay gentes cojudas que lo creen, ustedes mueven las fichas, ajustan “los agentes económicos” y ponen “nerviosa” a la economía, tan susceptible la pobre de cualquier gripecillla mal cuidada… Familias amigas de los obispos tradicionalistas que bendicen las instalaciones industriales, echan agua bendita en sus fábricas y defienden públicamente a ciertos grupos financieros, por podridos que fueren. De los obispos que callan, que han callado siempre, y que tapan su entreguismo “adoctrinando” a la gente, enseñándole “la buena nueva” o el nuevo catecismo de la Santa Madre, señalándoles el camino de la santidad a través del sacrificio, el camino del cielo, mientras se desatienden de las diferencias y las atrocidades de una sociedad básicamente injusta y desigual. He tenido toda una vida para pensarlo, doctor Sancho de la Palma. Cuando hay problemas no se dan de tiros, como en las películas, ni se matan entre ellos, Nicanor, tú lo sabes. Sólo se cambian las fichas, este ministro, ese subsecretario, el otro superintendente, el presidente de la Corte, el presidente de la República, y no ha pasado nada. Mejor que en las películas, porque no hay muertos y, si los hay, será uno que otro pendejo que sale a las calles para gritar sin saber por qué, para que todo siga igual a pesar de sus gritos y del cadáver. Ahora nadie protesta. Ya no se necesita matar a obreros, campesinos, estudiantes. Eso pasó de moda y los asuntos se han facilitado. Yo mismo los veía desfilar con las banderas rojas, cuando interrumpían el tráfico y yo no comía al día siguiente. Hoy ni siquiera hay banderas rojas.

            También sé que hay otros espacios menores, provincias para los caciques, ciudades menores para los gamonales, cantones para los amos, parroquias para los tenientes políticos, Sancho de la Palma. El andamiaje funciona, don Nicanor, con hilos de oro y con hilos invisibles. A veces el sistema hace concesiones graciosas, por ejemplo, a los sindicalistas que emulan a los grandes, a los peces gordos, y a veces sacan su tajada y se contentan con las tripa-mishquis y los menudos del asado. Con una excepción, Sancho, que confirma la regla: antes de todos los repartos, una enorme rebanada es segregada, sin opción a reclamo, para destinarla a la defensa nacional, a las defensa de las fronteras. De las fronteras imaginarias. Nadie sabe cuántos son, ochenta, cien mil, doscientos mil, ni cuánto poseen ni lo que esconden. Tienen su propia organización y son intocables. Intocables e impunes, aunque roben, maten, asesinen, violen o abusen. ¿Cuándo se ha condenado a un militar? Nunca, Nicanor Sancho de la Palma. Asciéndense. Movilízanse. Trasládanse. Prepáranse. Ejercítasen. Marchan. Suben. Bajan. Trotan. Cantan himnos. Izan  banderas. Disparan al blanco  —disparaban más al indio, al cholo, al negro y al montubio—. Prueban equipos. Se especializan. Se tiran al vacío colgados de un cable. Se arrastran por la tierra. Badean ríos peligrosos. Se suspenden de puentes colgantes. Sobreviven en la selva. Se lanzan en paracaídas. Pilotean aviones supersónicos. Comandan barcos y submarinos. Manejan tanques. Disparan misiles al vacío. Tiran bombas en sitios despoblados. Desfilan por las calles en las fiestas cívicas. Sobre todo exaltan los valores patrios, los hechos heroicos, las hazañas guerreras. Sólo para mantener, ellos también, rodando y rodando, su propia rueda de la fortuna. Compran juguetes caros, juegan a la guerra, los acumulan y coleccionan de todo tipo hasta que en diez, veinte años se vuelven inservibles y obsoletos por la falta de uso y adquieren otros para continuar con el entretenimiento. Algunos estudian mucho, los ha habido capaces, rectos, pero nunca se dieron cuenta de que no necesitan el uniforme para eso.

            ¿Llegarán, Sancho, estos grandes grupos a representar el diez por ciento de la gente? No lo sé, pero te aseguro que gozan del ochenta por ciento de las rentas. “La gente es cojuda, repiten, y se cree cualquier cosa”. “La gente es bruta”, también dicen, cuando la verdad es que está embrutecida. Los conozco, don Nicanor. Te conozco, Sancho de la Palma, señor abogado, señor banquero, señor financista, señor inversionista, señor diputado, señor asesor político del señor Presidente, señor hijo de puta. Conozco también a los de tu especie. A todos. Felizmente, cuando la gente despierte y se rebele, no se necesitarán muchas cárceles ni hileras de paredones. “El país se arregla con cien entierros de primera”, Nicanor Sancho de la Palma, y para gente como tú y otros dueños de la nación todavía se conserva la picota en el parque El Ejido, ahora en desuso, donde colgaban en la colonia a malhechores y ladrones.

Porque sólo me ha bastado mirar, ¿sabes? No tengo mente para procesar ni acumular informaciones, sacar deducciones, plantear hipótesis. No la tengo. Soy una muestra degradada del subdesarrollo biológico. Mi cerebro debe ser reducido y maltrecho. Tampoco puedo preguntar. Únicamente miro. Las imágenes pasan y las olvido, pero regresan, regresan todos los días. Las pierdo, pero allí están, desfilando, sucediéndose. Como si un niño aprendiese a leer una sola página y la leyese toda la vida para no olvidarla. Todo está en la calle, Nica, digo Nicanor, nunca te gustó que te llamen Nica, perdón, todo está allí. En la calle, porque en este caso los trapos sucios no se lavan en casa. En la calle todos están en el mismo nivel, sobre el suelo, casi a mi alcance, Sancho, figúrate, algo más altos porque estoy en cuatro patas, claro. En la calle hasta podríamos mirarnos de frente, cara a cara. Bastarían algunos pequeños cambios. Bajarlos de los carros, de los autobuses, de las casas, vestirlos iguales y ponerlos a caminar con todos los demás. Para que no se distingan por nada exterior. O también, ¿por qué no?, Sancho, dejarlos a todos desnudos un mediodía sin viento y de sol fuerte. La señora y la obrera. El ejecutivo y el trabajador. Los de arriba y los de abajo. Debo ser muy tonto, pero, me pregunto, ¿cómo serán las gentes sin nada, sólo con sí mismos y con los demás, juntos en una acera, en un parque, en un estadio de fútbol? ¿Qué les queda cuando nada les queda? Les quedaría, a más de sus cuerpos, no creo que tú puedas entenderlo, lo que está adentro... Lo he pensado mil veces. Debo tener un adentro también. No he podido comentarlo con los otros pordioseros, porque no puedo hablar, don Nicanor, mi lengua es muy grande, casi me llena la boca y no puedo moverla con facilidad. Además, me parece muy larga. Soy un deslenguado, un bocón, Sancho de la Palma. Como tú.

Lo he pensado mil veces y sigo dando vueltas, como cuando alguien me lanza un caramelo y lo mantengo dentro de la boca todo el tiempo posible. Creo que nunca podré pensar en otra cosa. Creo que será lo único que aprenderé, este problema del adentro y del afuera, no, está mal, este asunto del adentro y del, ¿cómo decirlo?, o sea, solamente cuando ese adentro queda y todas las otras cosas, sí, las cosas, es una buena palabra, desaparecen. Las cosas para ponerse encima, para llevarlas en el bolsillo, para manejar o tener. Las que se ven en las vitrinas, en los almacenes, en las estanterías de los centros comerciales, anunciadas por revistas a todo color, con mujeres rubias sosteniéndolas en las manos o señalándolas, con tarjetas de crédito con más mujeres semidesnudas. Las cosas que están dentro de los edificios, en los departamentos de los últimos pisos, en esas casas grandes de los barrios bonitos. Las cosas que se pueden comprar con los billetes que se sacan de los bancos. La gente pone y saca todos los días billetes de los bancos. También de tu Banco, Nicanor Sancho. Una vez me dieron uno, a mi madre se le abrieron los ojos y lo metió debajo de la blusa sin decirme nada. Yo únicamente sé de las monedas, pero no deben ser tan importantes, aunque sean bonitas, aunque brillen, especialmente cuando están nuevas. Pero, aun con las monedas hay gentes raras, esas que las escogen para echarme las más pequeñas, inclusive las muy usadas.

Cuando me recogen y regreso a la casa de mi madre en el cajón de la camioneta, miro que en mi barrio todo es distinto, que las personas no son iguales, que se visten de otra forma, como si usaran, una vez vieja, la ropa de los que van en los automóviles y salen de los almacenes. Eso quiere decir que algunos viven de los excedentes de otros. Las casas no son iguales ni las calles ni nada. Todo es diferente. Van con la cabeza baja y sonríen muy poco. Lo curioso es que los niños sonríen. Sonríen aunque estén tristes. No sé el porqué. Claro, hay niños que no sonríen jamás.

Un día entendí eso de la ropa. Cuando está rota y manchada, la dejan en alguna parte, y después mi madre se las arregla para que yo la use. Eso quiere decir también que otros viven de las sobras de las sobras. Hasta pudo haber sido uno de tus ternos, Nicanor. Así que el problema es ése. Con pocos arriba que tienen muchas cosas y casi nada adentro. ¿Qué hacer para que lo de afuera y lo de adentro funcionen bien? Es —no puedo explicarlo con claridad— como si las demasiadas cosas quitaran lo de adentro. No lo entiendo bien, Sancho de la Palma, pero es algo así: “El mundo de las cosas reemplaza al mundo de los hombres”, o tal vez “el mundo de los hombres se desvaloriza en proporción directa al aumento del valor del mundo de las cosas”.

            Ah, lo olvidaba, Nicanor. “Ay, Dios mío, ay, Dios mío”, dice mi madre al mirar hacia arriba. Luego se mete en una iglesia. A mí no me lleva, Nicanor, porque no me dejan entrar en las iglesias. Tú tampoco vas, Nicanor, pero sí te dejarían entrar y, de seguro, estarías en primera fila. Antonieta, tu mujer, sí va a las iglesias, a todas las que puede, siempre que huelan bien. Va a comulgar con las manos juntas. A rezar padrenuestros con las manos extendidas. A hincarse y bajar los ojos cuando el cura dice: “Este es mi cuerpo, esta es mi sangre”. Va también al Club, al Alliance. La veo bajarse del Mercedes desde lejos. Debe estar orinando agua de rosas desde que es socia del Club. Ella no me conoce. Tampoco te conoce a ti, ni sabe de todo lo que eres capaz. No, por lo menos como te conozco yo. Desde hace mucho tiempo he buscado a ese que mi madre llama “ay, Dios mío, ay, Dios mío”. No está arriba, Nicanor, son ideas de su cabeza loca, delirante. Tampoco está en las iglesias. Si estuviera, saldría y haría algo. Como no hace nada, absolutamente nada, deduzco que no está, Nicanor. Todo ser vivo actúa, hace algo. No existe o está muerto o no le da la puta gana de hacer algo. Igual da. En fin, hace tiempo que no me preocupo de eso. Únicamente de lo que te hablé, de lo de adentro y de lo de afuera, de las cosas, tú sabes...

            Volviste. Fue un lunes, temprano, a la hora de siempre. No eras el mismo ni yo tampoco. Ambos habíamos cambiado. Vi tu automóvil. Venía más rápido que de costumbre. Frenaste y te plantaste frente a mí. El semáforo no había cambiado y los de atrás pitaban y pitaban. Alguien te insultó. Hiciste un extraño movimiento con la cabeza, como si el cuello de la camisa te molestara. Volteaste la cara y nos miramos. Arrancaste y te fuiste. Ni un solo gesto en tu rostro. Tampoco en el mío. Me había quedado quieto. Cerré los ojos cuando apretaste el acelerador. El ruido del escape, tan conocido, se confundió con los motores de los otros coches, impacientes. Nadie me lanzó una moneda.

            Pasaron dos o tres días. Esta vez el Volvo se acercó despacio, como si calcularas los treinta segundos que dura el semáforo en rojo. Te quedaste viéndome. Estabas serio, Nicanor. Tus ojos parecían fríos. Abriste la puerta, te inclinaste hacia afuera y soltaste un puñado de monedas. Eran demasiadas. No reaccioné sino tardíamente, cuando te habías ido y yo seguía contemplando esos pequeños discos brillantes, tirados en la acera. Las tomé, temeroso de que alguien viniera por ellas, y las puse al fondo del bolsillo. Todo por unas monedas más, Nicanor Sancho de la Palma. Hasta sentí remordimientos de no haberte dado ninguna muestra de gratitud, como antes, Sancho, que al verte llegar, gritaba y levantaba los brazos.

            Dos veces por semana, siempre a la misma hora, repetiste la rutina, sin dejar de abrir la puerta, echando tu cuerpo hacia fuera mientras te sostenías con el volante. Mi madre no se explicaba. Me dio otra manta y hasta noté que el plato de hierro enlozado con la sopa de la noche era más abundante y el pan, el mismo pan de siempre, no era tan duro. Por unas monedas más, por tus monedas, Nicanor. Debido a la urgencia de recogerlas, no te miraba casi. Al levantar los ojos percibí que tu mirada fría traía un destello extraño que no podía interpretar. Volvía a sentir, entonces, ese pinchazo por dentro, como un temor a algo desconocido que se acercaba, que volvía contigo, Sancho. Veía también una sonrisa torcida en tu boca, una mezcla de desprecio y satisfacción que sólo pude comprender semanas después, demasiado tarde para mí, cuando todo lo que habías planeado sucedió y estabas dispuesto a seguir adelante, ya sin mí, con otro, después con otro y con otro...

             Días después descubrí que, a la noche, en un automóvil distinto, me vigilabas. Mi retina se acostumbró a compensar las deficiencias de mi memoria rota. No reconocía sino automóviles, a veces la forma de las diferentes manos y de los relojes que llevaban en la muñeca al sacar el brazo, a través de la ventana corrida. Era un automóvil negro, más corto que el otro, con vidrios ahumados. Realizaba maniobras inusuales. En un mundo tan simple como el mío, tú comprenderás que es fácil, aun para mí, Nicanor, advertir cualquier variación. Una noche abriste apenas la ventana. Reconocí tu pelo engominado, tirado para atrás, parecía largo y cubría algo del cuello. Recuerdo que yo usaba una gorra vieja con el sello de una marca de aceites para motor, que salió volando de la cabeza de un motociclista. Me gustaban las gorras, pero los niños pobres o los ciclistas que iban a un colegio cercano las robaban, unos por necesidad, otros por malditos. Ahora, después de lo que pasó, qué importancia pueden tener las gorras. La verdad es que, sin que tú lo notaras, supe que me observabas y seguías mis movimientos. Descubriste, por ejemplo, que justo en esos meses de verano, entre julio y septiembre, sin lluvias y con la temperatura menos fría, mi madre me recogía más tarde. Sabías que en esos meses los cortes de luz son frecuentes y se hacen racionamientos por zonas. Fue cuando el carro negro comenzó a rondar los martes y los jueves, cuando la avenida y los edificios de oficinas estaban oscuros, los locales comerciales cerrados y, en las casas de dos o tres pisos, apenas se divisaban las luces titilantes e indecisas de un candil o de unas velas. Sentí miedo, Nicanor. Después de toda una vida de certezas inapelables, definitivas, conocí por primera vez la incertidumbre. Percibí, por breve tiempo, el origen de muchas incógnitas, la sospecha de que vivir no es más que la duda de cómo y cuándo morir.

            La última noche llegaste en el Volvo color vino y te plantaste junto a mí. Abriste la puerta y te bajaste. Llevabas un abrigo y guantes negros, un sombrero gris que te cubría hasta las orejas. Metiste la mano en el bolsillo y comenzaste a regar monedas en el suelo. Las tomé, ávido. Ni siquiera noté que, una a una, me llevaban hacia la parte trasera del automóvil. Abriste la cajuela y tiraste adentro un puñado. Me abalancé a recogerlas. Bastó un empujón, después de que me tomaste de las piernas. Una vez adentro, sentí que cerrabas la tapa y partías rápidamente. Seguía guardando todas las monedas posibles, aprisionándolas en la oscuridad. Todo por unas monedas más, Nicanor Sancho de la Palma. Igual que tú, todo por unas monedas más…

            Después, confundido, no hice otra cosa que proteger mis bolsillos llenos, cuando me bajaste de la caja tomándome de los sobacos. Me halaste hacia un bosque de eucaliptos. Cuando recibí el primer golpe de la barra de acero, en plena frente, no comprendí aún lo que sucedía. Empecé a oír mis gritos, mezclados con la sangre que bañaba mi cara. ¡Ahggg! ¡Uffgg! El segundo fue en la nuca, Nica, bien puesto. Luego perdiste la sangre fría. Comenzaste a patearme en el estómago. Me arrastraste hacia el filo de un barranco. Llovían los barrotazos, Sancho de la Palma. No te imaginaste nunca que mi piel, curtida por soles y polvaredas, y que mis grandes callos formados por años de arrastrarme por el suelo pudieran ser tan resistentes. Hasta que me destrozaste la cara. Lo último que vi, antes de rodar hacia abajo, fueron tus labios gruesos embadurnados de baba, tus ojos desorbitados, mientras recordabas al coronelote que te jodió la vida, a tu madre que jamás pudo darte un beso porque estaban prohibidos y que después se fue con uno, después con otro y después con otro, a las dos putas juntas, la tuya y la mía, al profesor de la escuela, el “ricitos”, y sólo tú sabes qué hizo contigo, a los compañeros que te decían a tus espaldas “Nica, el sucio”, “Nica el mierda”, “Nica el lameculos”, a tu rostro trasplantado en mi cuerpo que se aparecía cada vez que cerrabas los ojos en tu cama, y, sobre todo, Sancho, todo lo podías perdonar menos haber sentido alguna vez ternura, y descender del coche para entregarme algunas monedas en la mano y rozar la tuya con la mía mugrienta, Sancho de la Palma...

            Quince días después, con las ojeras abultadas por las vigilias, tú, don Nicanor, en tu Volvo, te detuviste en un semáforo para entregar algunas monedas a otro mendigo, sentado sobre una silla de ruedas, con un tarro de lata en la mano. Era viejo, con la barba larga, contrahecho y ciego de un ojo. Tu lista, elaborada con tanto orden y esmero, no terminará sino cuando tú termines, Nicanor Sancho de la Palma. Solamente ese día dormirás en paz.