Cecilia Ansaldo

El Telégrafo (Guayaquil), 15 de mayo, 1997.

                                                                                                                            

Escribir un primer libro de cuentos en plena madurez, ocurre pocas veces en los inefables territorios de la literatura. O tal vez se trate solamente de una publicación en años tardíos. Estamos acostumbrados a los jóvenes talentos, a los adolescentes pre­coces, a los audaces de la irreverencia y el desafío que arremeten contra lo establecido desde la energía concentrada, entre mucha expectativa y nada de experiencia.

Lo cierto es que Modesto Ponce Maldonado es un nombre nuevo en el mundillo de las letras, en el cual la mayoría se cono­ce a costa de méritos y hasta de rencillas. Viene de Quito con un libro de relatos bre­ves notablemente bueno. Y eso es lo que merece este saludo entusiasmado. 

Hace pocas décadas, el cuento es un gé­nero de preferencias. Se consume con rapi­dez y precisión, permite el trabajo en una hora de clase, tiene acogida entre lectores y editores. Pero como dice Jenny Carrasco en la solapa de "También tus arcillas", para­dójicamente, es de esforzada escritura. Sus historias exigen un extraño poder de condensación, al de punto de que, en muchos de ellos, no ocurre mucho. Flota más bien en esta clasde de obras la capacidad de sugerir, de evocar, de impulsar la imaginación, por eso, muchos estudiosos lo han asimilado al poema.

Modesto Ponce escribe sus primeros cuentos -e ignoro cuánto tiempo de escritu­ra le habrá significado- con una fluidez sor­prendente. No se advierte para nada al es­critor que va escogiendo las palabras, que va redondeando personajes con el cuidado de las empresas novatas. Al contrario, la narratividad corre rauda, con seguridad y soltura en las diferentes perspectivas que ensaya. En la tradicional omnisciencia del narrador que lo sabe todo pero se distancia ("Hijo del hombre"); en la precipitación del actuante de un hecho insólito ("Esta vez con zapatillas de cuero"); en la imita­ción del laconismo informativo de un per­sonaje que se comunica por fax ("Nos ver­emos pronto mi amor"), domina el tono del cuento con metas claras. Los 13 cuentos del libro se pasean por un mundo bastante amplio. Los personajes infantiles, por ejemplo, vivencian sus tempranos dolores frente a adultos que tienen abiertos los puentes hacia ellos. Las parejas amorosas entrelazan sus complejas relacio­nes en el artilugio de quererse y mentirse. Padres e hijos se buscan y se desamparan mutuamente en el incontrolable terreno del desconocimiento. Impresiona en esta línea esa expresión de la literatura fantástica que bien podría reconocerse como ucronismo, que es el cuento "Hijo del hombre" en el cual se figuran los dolores de un José, pa­dre de Jesús, sobreviviente al sacrificio re­dentor.

Después del consumo de un libro de cuentos, los lectores también tenemos pre­ferencias. Mi cuento favorito es "Tengo un compromiso a las doce", actualización de un chulla muy quiteño y muy fin de siglo XX. Dedicado al personaje de Jorge Icaza, la sola mención de Luis Alfonso Romero y Flores nos ubica en el cuadro exacto: pare­cer antes que ser, engañar a la pobreza a costa de simulaciones y de sueños, colarse ! en los lugares elegantes, respirar a medias los ambientes del poder y la cultura oficial. El lazo edípico singulariza a este nuevo ¡ chulla y lo arrincona en un dolor que no co­noció su antecesor, el de la orfandad en la madurez.

Mucho más podría decirse de este libro interesante y valioso. Aquí trato de saludar al autor desde la hospitalidad de Guayaquil, y señalar sólo unos pocos rasgos de su aporte a la ya larga historia del cuento al ecuatoriano. Como con cada obra de reciente nacimiento lo importante es leerla y que cada uno encuentre en ella lo que su propia vivencia le provoque.