Cap. 1

Junio 26. La escalera de caracol.

 

Así fueron estos últimos meses, hasta el día de hoy en que, prescrita o caducada mi existencia, he decidido, en este acabamiento, terminar mi reclusión, buscar el fin, después de una sucesión indiscriminada y reiterativa de tratamientos y encierros, que ahora vamos a una clínica de reposo para desintoxicarte, que en casa deberás permanecer en el cuarto de la terraza bajo observación, que el médico opina esto o aquello, que debes hablar con él, ¿por qué no aceptas ayuda?, que no queda otra salida que internarte en el Sanatorio, entonces llegaron las consultas médicas, los horarios y los medicamentos, los paseos por el jardín, los otros pacientes, las enfermeras, mi habitación, en el fondo no más que un persistir estático de inmovilidad o vacío congelado después de una vida de derrumbamientos, porque hasta descubrí que es posible hacer desaparecer el tiempo, ¿debía adivinarlo desde siempre?, ¿o simplemente neutralizarlo, bloquear ese acaecer que nadie ha podido definirlo?, ¿por qué pasa el tiempo?, ¿es la velocidad de nuestra galaxia por el espacio?, ¿la rotación del planeta?, ¿el tiempo interno de cada persona?, ¿de dónde proviene esa magnitud que hace que todo cambie?, ¿o tal vez es circular y todo retorna y se repite?, alguna vez escuché que Urano es el único planeta que gira en sentido contrario, mientras nosotros, lanzados por accidente a una órbita de leyes ciegas y caóticos rumbos, sentimos nuestro desgaste y un transcurrir no recuperable, y no dejamos de intentarlo, volvemos a insistirnos, razón por la que busqué otra vida que podía reemplazar a la mía perdida, a mi gastado pasado, diseminado en fragmentos, en pedazos de un rompecabezas tirados en una caja de cartón, subsistir intolerable, disco rayado, ruta inalterable de un solo andarivel, o espiral que vuelve sobre sí mismo, como el muñeco de cuerda que da vuelta tras vuelta, porque he vivido a la vez duplicado, multiplicado en vacíos, prolífico en tumbos, ¿supe cuál vida fue la real?, ¿cuáles las falsas?, aunque es posible que se alternen y jueguen entre ellas, así se divierten  los dioses y el destino con los hombres.                                                      

No obstante, desde la habitación del Sanatorio descubrí un mundo diferente a las vidas despedazadas que quedaron atrás, eso quise, un corte tras otro corte, profundos, inapelables, otra dimensión donde podía sentir ese devenir, inclusive encontrar el renacimiento, aun para volver a envejecer, no hubiera importado, eso es lo que pretendí, lo traté inútilmente, fracasé, pero ahora nada importa, todo está terminado después de lo que descubrí en el viejo escritorio del desván el día de ayer, o, peor aún cuando, aterrorizado, una vez que develé sus secretos, recorrí la casa desierta y temí encontrarlos a todos ellos, estáticos, fríos, apergaminados, prestos a deshacerse al menor soplo, en realidad no dormí nada esta noche, me he pasado vagando como un fantasma, y acepté finalmente que las cosas tendrían que ser superadas de un solo tajo, decidí no regresar al Sanatorio y que debía levantar un muro definitivo, sin retorno, puesto que había llegado al límite, así que fui empujado y llevado, no ya por la desesperación, que de desesperaciones y recaídas estaba saturado, sino por la fijación postrera, por la certeza, hacia aquella puerta de acceso oculta bajo la grada del primer piso, que al ser abierta por primera vez hace algunas semanas, exactamente el día en que conocí la casa, me reveló una escalera que desciende hacia al sótano, estrecha, empinada, de tableros crujientes y con un pasamano flojo, tenía muy en claro que la misma Matilde me había informado que existe una tapa pesada en el piso de ese sótano que oculta una segunda escalera que lleva a un socavón, y, al comenzar a descender, noté que la bodega está apenas iluminada por unos ventanucos altos de vidrios sucios, de un sucio pegajoso, de años, que dan al patio interno, donde se halla el dormitorio que fue de Teodomiro, justamente allí debía instalarme al reiniciar mi nueva vida, según me propuso Anisha, ¿qué digo?, qué torpeza, ¡mi nueva vida!, si ya todo está acabado, no más mentiras, me dije, no más engaños, entonces encontré junto al último peldaño un interruptor, y un foco de luz mortecina iluminó un piso de ladrillos viejos y desiguales, repleto de cajas, en esa cueva de olvidos, por eso huele a polvo y a moho, las telarañas han tendido un espeso manto, apropiándose y defendiendo su mundo de desechos inmóviles, las polillas han dejado regueros bajo los cajones de madera apilados, con un indudable olor a papel y a libros, los sentí, los percibí, allí estaban, infinidad de historias, otras vidas impresas, ahora sé que hay muchas formas de existir, fueron los libros de César Aníbal, supe que los leyó todos alguna vez,  hubiera deseado sacarlos uno a uno, desempolvarlos, limpiarlos y clasificarlos, por Dios, eso no tiene ya sentido, César Aníbal se fue a París, se mantenía en contacto y pedía dinero, hasta que un día solicitó anticipada la totalidad de su herencia, y la familia decidió olvidarse de él, darlo por desaparecido, aunque nadie, salvo su hermano Marco, conoció la verdad, yo mismo acabo de descubrirla.        

Entonces en una esquina, apenas cubierto con una vieja cortina, alcancé a reconocer un espejo exacto, con el mismo marco de madera, al que está en el baño de la habitación del Sanatorio, pero lo encontré en pedazos, de modo que únicamente podían reflejar trozos de rostros o manos, imágenes quebradas, incompletas, como aquella pesadilla que tuve de niño cuando una carreta tirada por un flaco caballo llevaba amontonados partes de cuerpos humanos destrozados, y yo me puse a llorar y llamé a gritos a mamá, porque en el mismo lugar de ese sueño, en un camino de tierra que atravesaba un bosque, ese mismo día, cuando era pequeño, quizás de ocho años, no pude controlar la bicicleta y me fui de bruces, y me sentí perdido y fracasado, pero esta vez en el sótano yo ya no me veía ni siquiera en las porciones bruñidas, no miraba mis partes reflejadas, simplemente dejé de ser reproducido, como si no estuviese allí, no sucedió lo mismo con el otro espejo, el que yo mismo acabo de despedazar en el baño de mi habitación, en el Sanatorio, cuyos pedazos sí me reproducían fracturado, por última vez, por supuesto, fue entonces que sin dudar abrí la tapa que lleva al socavón, la que cedió crujiente al ser volteada, vi la escalera de caracol que conduce al subterráneo, tal vez un viejo túnel que apareció al edificar la casa, o un antiguo conducto de aguas servidas que dejó de utilizarse y fue condenado, apenas da paso a un hombre, y la escalera seguía bajando sin término, vuelta tras vuelta, enrollándose en sí misma en sus peldaños de metal, suspendidos en las vigas, como si succionaran hacia abajo, cuando comprendí, más que una tentación era un imperativo, que debía descender hasta el final, ya sin esa mezcla de atracción, provocación y miedo que antes me detuvo, sin ese vértigo que pueden producir los estimulantes fuertes, sino con una percepción que sabía a flor de adormidera, a placidez que se deshace y evapora, y hallé allí otro interruptor, la luz que producía era como una llamita titilante al fondo que parecía alejarse hacia un túnel mientras yo descendía sosteniéndome con los dedos y no acababa de bajar y bajar y la lucecita me llamaba, cuando me detuve, pensé por segundos y no supe por qué, en los cajones con las novelas de César Aníbal, vidas que se desarrollaron entre páginas y folios, que no terminarán como las nuestras, como si fuese el fugaz resplandor de los últimos instantes que permite entenderlo todo a los que están por extinguirse, si pudiera tal vez intentarlo, regresar, meterme en cada una de las hojas impresas, igual como me metí en esta misma casa cuando me escapaba del Sanatorio, volver a existir en una forma diversa, en la realidad de la ficción imaginada, como aliado de la perennidad de lo que escrito ha quedado, superviviendo sobre mujeres y hombres que nacieron para morir, sobre  construcciones que se deshacen, ciudades que cambian y serán otras, pero no, definitivamente no, yo ya había acumulado todos los agotamientos y el final se acercaba, hasta que di el paso en el último travesaño del espiral que terminó, antes había dejado caer la tapa de entrada, y sentí algo cenagoso, mis pies se hundían, atrapados, algo me tragaba, me engullía, y después no sentí nada, tal vez la calma que jamás conocí, una sensación de definitiva protección, de póliza contra el descalabro, la cobertura de una matriz gelatinosa y cálida que me absorbía, que tomaba poco a poco mi cuerpo, cada extremidad, cada órgano, para irlos desintegrando, no ya en la volatilización de un horno de alta temperatura que evapora a los cuerpos y los transforma en partículas invisibles que se disipan en los espacios, reduciéndolos a unas cenizas ingrávidas que alcanzan en un cuenco de arcilla, en un cajetín de madera, ni tampoco al proceso de asimilación cuando la tierra reclama la devolución de los despojos convertidos en más tierra, cadáveres que son devorados y luego digeridos, ni el irse lenta e implacablemente secándose hasta convertirse en polvo, porque sabido es que siempre algo queda, algo que se niega a desaparecer, como prueba de que esa materia soportó la vida, un puñado de residuos en un frasco de bronce, escombros y restos que fueron preservados a pesar de los tres metros de tierra, pero de mí no quedará nada y nadie sabrá donde terminé, donde me perdí, que estuve por última vez en esta casa, después de tantas visitas, porque la conocí toda, todos los rincones, me senté en los sillones, fui servido en el comedor, dormí en una de las camas, traté de amar y fui amado, caminé por habitaciones y corredores, subí y bajé las gradas, usé vajillas y copas, supe de la vida de cada uno de sus habitantes, supe también de El Cortijo, la casa de campo de la montaña, los conocí, hablé mucho con Matilde, enloquecí por Isabella, copulé con Anisha, desentrañé muchos secretos y averigüé de otras historias, entendí por qué los espejos fueron retirados y quedaron sus huellas en las paredes empapeladas, ni siquiera podrán decir que con mi muerte me llevé el secreto. 

No tendrán ni la menor sospecha, ni la enfermera, ni el doctor, ni Carmela, mi mujer, que ya no vendrá a visitarme los sábados al Sanatorio y nunca supo de mi vida en la casa, sin hablarme casi mientras tejía en la sala de visitas frente a mí o en la banca del jardín junto al viejo ciprés, esperando que sean las cinco, ante mi indiferencia quizás agradecida, ni mis dos hijos varones que no vinieron sino una sola ocasión, ni de mi hija que desde pequeña me tomaba de las manos y me hacía preguntas que no podía responder, y que siempre indagará por explicaciones aun de lo inexplicable, ella sí me visitó varias veces, y tampoco pudieron entender por qué les dije que no hace falta que vengan, ¿para qué?, ¿para contarme que los nietos están creciendo y no se explicarán qué sucedió con el abuelo?, ni tampoco el don Lucho, el empleado del Sanatorio, que me conversaba historias y me pasaba los chismes mientras arreglaba la habitación, ni Marta, la enfermera que me atendía todos los días, tiene la costumbre de entrar abriendo violentamente la puerta, decir con su voz chillona y con sus labios finos y inexpresivos aquí tiene sus pastillas, para después colocarlas en la mano y entregarme un vaso de plástico con agua azucarada, pero ahora fue muy diferente, pobre Marta, me encontró en el baño, en pijamas, con los pedazos del espejo roto en el piso, las muñecas cortadas, desangrado, varios hilos rojos perdiéndose en el desagüe del piso embaldosado, todo el inesperado espectáculo llegó a producirle una exclamación, dos segundos más hasta reaccionar, otros dos hasta decidir si se acerca a mí y me socorre, para resolver que es mejor precipitarse hacia la puerta, dar un grito al puesto situado en el corredor, y entonces vinieron las llamadas al médico de turno, timbrazos y más gritos, que vengan, que se desangra, es una emergencia, la espera hasta que aparezcan en el ascensor, otra carrera hacia la habitación, son cuatro personas las que entraron y me colocaron en la camilla para trasladarme de prisa al primer piso, a emergencias, aunque yo estaba seguro de que no podrían detenerme, que no me regresarán, debía tener un rictus desafiante en la boca, el esbozo de una sonrisa displicente, pero no se dieron cuenta o no dijeron nada, y sentí la mascarilla de oxígeno, dos torniquetes en los brazos, varios pinchazos en las venas, aparatos que se conectan conmigo, seguían los gritos y las órdenes, mientras yo me abandonaba, seguro, tranquilo, indiferente a las manipulaciones enfebrecidas de médicos y enfermeras, por un momento volví a la casa, al piso gelatinoso que terminaba de atraparme y de cubrirme en el túnel condenado, mientras mis ojos se cerraban y entré a formar parte de ese material espeso y frío, recordé el rostro y la figura de Isabella, pensé en Anisha que no envejecerá, en Anisha que le basta una sola noche de amor, con César Aníbal, conmigo, quién sabe con cuántos más, en ella que se preparaba desde ya para recibir al cambio del siglo y del milenio, ¿qué misterios ocultaría?, ¿quién es ella realmente?, pero ahora, Anisha, ni tú misma jamás sabrás qué fue de mí, por qué no me encontrarás en la casa, por qué razón nunca regresé te preguntarás, y no te enterarás que pasé a ser parte de los cimientos, te quedaste sin mayordomo, Anisha, nunca te llamaré señorita Anisha como pretendías, me propusiste ser tu empleado después de ser tu amante, sólo eso me faltaba, mientras en emergencias luchaban, las puertas se abrían y cerraban, otras enfermeras traían más equipos, otros líquidos eran introducidos en las venas de brazos y cuello, dos bolsas de plástico, de sangre fresca, pendían y se balanceaban sobre mi cabeza, veinte, treinta minutos, y al fin un pito alargado se escuchó y todos se paralizaron, como las sirenas de las fábricas que anuncian el fin de la jornada, como la alarma del reloj del velador que recuerda la hora prefijada, la del último día, la hora que no fue determinada por el destino ni por nadie, únicamente por mí exclusiva decisión, cuando quizás, por primera vez, pude finalmente dirigir mi propia vida, mi particular muerte, demasiado tarde, prepárenlo, dijo al fin el médico, mientras salía de la pieza rascándose la cabeza y moviéndola de lado a lado, en un signo de contrariedad que desaparecería en breve, mientras caminaba por el corredor hacia la oficina del director del Sanatorio a informar del incidente.