La pintura de María del Carmen Corral (1999)

La pintura de María del Carmen Corral

Debo reconocer que el afecto que me une a María del Carmen Corral y mi solidaridad hacia su trabajo no son motivos suficientes para presentar ante el público esta muestra. El asunto es todavía más complicado porque no soy un experto ni he confiado, por cierto, en que recibiré esta noche los socorros de los dioses que velan por quienes se encuentran en aprietos y embarazos. El cariño, ciego en este caso, hizo que aceptara el pedido de María del Carmen, que su riesgo se corre.

Así y todo, me he puesto dentro del pellejo de un asistente más a la presentación de esta noche y, como tal, como uno más, recuperado de la ceguera para poder mirar lo que pintado está colgado de las paredes en este local, que es casa y es posada —lugar para aliviar los cansancios de la crisis y levantar el espíritu oprimido por políticos y banqueros—, me he decidido a hablar, sin título ni antecedentes, con una madeja entre las manos, de la cual habrá que buscar la forma de encontrar la punta y ver qué puede hacerse después con hilos cruzados, nudos, roturas y enredos.

En un comienzo no pude, ante la pantalla del computador, no pude digo con lo que ahora estoy diciendo, hasta que me pregunté a mí mismo: “¿Qué pinta el pintor?” En esa forma por lo menos hallé la punta del ovillo...

¿Pinta el pintor lo que ve? ¿Lo que le rodea? Comencemos precisando que, de entrada, hay una dificultad muy seria: dicen los entendidos que es imposible de reproducir en un lienzo toda la gama de colores, intensidades y matices proporcionados por la luz natural. Si, por otro lado, hacemos un repaso superficial a la historia del arte, encontraremos, por ejemplo, que estrictamente los hombres primitivos que dibujaron siluetas de bisontes y renos en las cuevas, mucho antes de nuestra era, dibujaron eso, siluetas, a veces coloreadas, sin formas precisas. El arte precolombino está lleno de figuras que nunca fueron reales, principalmente por motivaciones religiosas o míticas o por interés de realzar ciertos aspectos. Ochocientos años antes de Cristo los asirios esculpieron un león con cinco patas, sabiendo naturalmente que tenía cuatro, debido a su interpretación de los ángulos de visión. Dando un salto de siglos, muchas obras del arte de la Edad Media, presentaban a los personajes principales, una virgen, un santo, con mayor tamaño que sus acompañantes con el propósito de darles importancia. Por otro, las reglas de la perspectiva, tal como ahora se conocen, se desarrollaron en el Renacimiento, de modo que durante siglos se pintó en dos planos, como lo hicieron los egipcios y muchos pintores de la Edad Media, o con perspectivas “defectuosas”. Y, posteriormente, se pintó con exageraciones, como en el caso de El Greco, de Goya. Los impresionistas buscaron otros caminos y, a través de sus obras, se recibieron sensaciones, no reproducciones. Cézanne, postimpresionista, fue el precursor del cubismo.

No creamos, entonces, que el llamado arte moderno es el único que pinta lo que supuestamente no está al alcance de la vista. Y, ojo, estoy diciendo supuestamente. Hasta tal punto que si nosotros comparásemos a todos los pintores que han pintado girasoles, árboles de roble, verdes prados, el rostro de un hombre determinado, o simplemente el mar o el firmamento, acaso lo más uniforme que existe en la naturaleza, estaríamos seguros de antemano que no encontraremos una pintura igual a otra. Es el ojo humano el que codifica la cromática.

De modo que el mundo que nos rodea, el universo que tiene el artista a su disposición, no resulta más que un referente más, otro elemento más que deberá tomar en cuenta, o aun desecharlo si lo prefiere, o encontrar aproximaciones parciales, o pintar inclusive el objeto de tal manera que no pueda ser detectado, o simplificar las formas al extremo.

Y no podría ser de otra manera porque quien pinta —o quien escribe o quien compone música, inclusive quien hace fotografía— tiene un cerebro, una visión personal de las cosas, un inconsciente, una vida; sobre todo una vida. Hasta lo insólito sucede: existen pintores ciegos.

Hasta tal punto que la llamada “realidad” vuelve a ser cuestionada. Y cuestionada aun en lo que teóricamente no admitiría discusiones. Los ejemplos pueden multiplicarse. Basta tomar la prensa o mirar y escuchar a algunos comentaristas de televisión para comprobar que algunos espacios no son sino una telenovela antes de la telenovela. ¿Dónde está, entonces, la realidad, la realidad real? Acaso “casi” no exista. Y si comenzamos a pisar los terrenos del inconsciente, de la psiquis profunda, de los misteriosos caminos de la sexualidad humana, las complicaciones aumentarían. Si aun lo cotidiano, lo ordinario es huidizo, relativo, discutible, ¿qué decir de las llamadas “manifestaciones del espíritu”?, expresadas básicamente en dos poderosas corrientes creadas y cultivadas por la cultura humana: el arte y la religión, que nos “sacan”, si me permiten el término, de la realidad y nos impulsan a otras regiones. En el caso del arte, habrá que estar con Humberto Eco que escribió: “Estar poseído por el diablo es necesario para triunfar en cualquier arte”. La religión, por su parte, seguirá buscando y tratando de comunicarse con seres superiores y cielos lejanos.

El conocido como arte moderno, o arte abstracto, o no figurativo, o no representativo, o no objetivo —se lo conoce con todos estos nombres—, sería llamado así porque de alguna manera hay que nombrarlo. Alguien lo ha llamado inclusive “arte concreto”, puesto que la abstracción tiene necesariamente un referente y lo no figurativo una contrapartida figurativa. El arte concreto —parece una paradoja— es eso, arte concreto, y no más. Puede afirmarse que, en el fondo, todo el arte pictórico sería una abstracción, en más o en menos, del propio creador.

Y todo lo dicho solamente por tratar de mirar el otro lado de las cosas. No es, por tanto, qué se pinta, sino principalmente quién pinta y, por cierto, cómo lo hace. En otras palabras, el pintor pinta lo que quiere, sin ningún límite. El arte no tiene ética. La única limitación, imprecisa, caprichosa, que varía, que a veces no se sabe dónde está, que admite muchas opiniones e interpretaciones, está en lo estético. Nada más. Y lo estético tiene que ver con la capacidad de conmover, de sugerir, de recrear, de comunicar en suma. El trabajo artístico es un símbolo visible del espíritu humano en busca de la verdad, de la libertad y de la perfección, todas ellas inalcanzables... “No queremos reproducir; queremos producir”, ha dicho un pintor moderno. También se ha dicho que “la pintura no es una imitación, sino una versión”.

Y acaso en la pintura, en la que se utilizan colores o ausencias de color, formas, líneas, figuras, en fin; acaso en la pintura, donde no se utiliza la palabra, las complicaciones sean mayores. Al fin y al cabo nos comunicamos básicamente con la palabra y con nuestro propio cuerpo, pero en la pintura —que, es, como todo arte, lo hemos dicho ya, también una forma de comunicación— existe un elemento caprichoso, impalpable, misterioso, hasta inaccesible.

El pintor, en este caso la pintora, es, por tanto, el centro, puesto que lo que nos ofrece es su propio punto de vista, sus mensajes ocultos, sus angustias, su mundo interno convertido en arte y en lenguaje. Quizá en el arte moderno la personalidad del artista se halla más al desnudo, está más él en cierto sentido. El cubismo, por ejemplo, nos da una visión fragmentada, rota, subdividida, de lo que el pintor ha visto; el surrealismo va al terreno de los sueños, de las pesadillas, del inconsciente, de los símbolos o de la locura. Se ha sostenido también que “la pintura actual refleja la complejidad de la vida moderna”. No obstante, el último premio Nobel de Literatura escribió: “El arte no avanza; el arte se mueve”. El escritor peruano Julio Ramón Ribeyro dijo: “En los cuadros de los grandes maestros está contenida potencialmente toda la pintura moderna, como en algunas páginas de Cervantes todo el arte literario de nuestros días”.

Las palabras pueden, en alguna forma, dar explicaciones generales, básicas, ciertas aproximaciones; nada más. Después, en la pintura quedan los colores solos y en la música los sonidos y los ritmos solos. Y queda, sobre todo, la representación de la realidad interior del autor o de la autora, la única que, en definitiva cuenta, sin perjuicio de que —y este es otra historia— el espectador recree o interprete la obra, caso en el cual el creador ha conseguido el objetivo, ha trascendido, se ha metido en la cabeza de otro. Pero, desde ese instante, el pintor muere en cada una de sus obras, desaparece; queda la obra sola ante los demás. En sentido estricto habría que hablar de dos muertes, de dos soledades, al terminar cada cuadro y al entregar la obra al público.

María del Carmen me ha dicho que de pequeña no le gustaba dibujar, pero que un día, cuando dejó de ser pequeña y era mujer de su marido y madre de sus hijos, una amiga le invitó a pintar. Fue en el año 1988. Y desde allí no ha parado. Se metió de cabeza en eso. Ha tenido tres profesores, se ha presentado en dos exposiciones colectivas en Quito y en una en Cuenca, y el año pasado abandonó país, ciudad y casa para irse dos meses a Austria y recibir un curso en Salzburgo.

María del Carmen buscó el abstracto porque encuentra más libertad de creación, mayores posibilidades; libertad y posibilidades que se trasmiten también a quien contempla la obra. Ella cree que la niña rebelde le salta ante el caballete. Su etapa de “la copia”, como ella lo denomina, se acabó muy pronto. Adicionalmente ha sentido una fuerte inclinación hacia el color como tal. También hacia el collage. Le atraen lo que se denomina “masas”, ”estructuras”. Igualmente los signos geométricos.

María del Carmen tiene una gran ventaja: no está satisfecha. Y ojalá sea siempre así. La satisfacción es la tumba de muchas cosas.

De todos modos, hay referentes ocultos relacionadas con la naturaleza, pero referentes en bruto como el aire, el fuego, el viento, la tierra, la luz, lo verde, lo negro, la noche, lo azul. Los fondos de muchas de sus obras, de un color predominante, ya representa un cuadro, de modo que podría decirse que hay dos niveles pictóricos.

No obstante, detrás de las confesiones de la artista, existe un universo que es solo suyo, un mundo silencioso, insondable, entrecruzado, el universo del silencio interno, origen, en definitiva, de la obra que tenemos a la vista. Ese es el mundo personal, único, intransferible, que pertenece a la pintora, del cual, irrevocablemente, nos ofrece esta noche una muestra o, acaso, un indicio. No lo podemos saber.

Al mirar sus cuadros con detenimiento hace pocos días, pude comprobar que con los últimos, los de formato más reducido, María del Carmen decididamente inició un lenguaje diferente. Eso es maravilloso, porque no se ha detenido, porque no está satisfecha, porque sigue buscando. No quiero ni debo decir cuales prefiero, ni tampoco lo que pienso, sobre todo lo que he sentido ante algunas de sus obras. Quiero mantenerme fiel a lo que dije al comenzar: estoy en la piel de un espectador más, de un asistente más. Que la sensibilidad de cada uno de ustedes salte libre y espontánea ante cada lienzo sin necesidad de presentadores o introductores.

Felicitaciones, María del Carmen, pero sobre todo nuestros agradecimientos por que has compartido tu obra con nosotros. Si todos pudiésemos, por lo menos en una mínima escala, ser artistas, mayores o menores, pintando, escribiendo, practicando una artesanía, inclusive una habilidad manual, haciendo versos en servilletas de papel, dibujando en cuadernos desechados, buscando los sonidos de una flauta, el mundo comenzaría a ser diferente.

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Quito, junio 2, 1999