Carta póstuma a Francisco Parra Gil (El Telégrafo, noviembre de 1997)

Querido Paco:

Te escribo desde la vida. Todavía desde la vida, a la que tanto amaste. Aún estoy aquí, aunque no tenga certeza ni siquiera del día de mañana, ni siquiera de poder terminar esta carta. Así somos de leves, de ingrávidos. Venimos y acabamos sin derecho a consulta previa, sin poder tomar la más ligera precaución.

Cuando nacemos, en realidad venimos. Cuando morimos simplemente terminamos. Sólo la necedad humana -que también se llama derecho a la esperanza- nos hace decir: "se ha ido, ha partido". Te escribo a ningún lado desde éste, el único lado que conozco.

E insisto en no pretender traspasar la línea de la muerte, en busca del amigo que acaso -algunos piensan así- se encuentra en otra parte. Prefiero, aunque duela más, recordarte aquí, donde vivimos inobjetablemente horas intensas, que mitigar los desasosiegos con una dosis de "quizás" o con el "hasta vernos" que suelen usarse en casos semejantes, fre­cuentes e interminables, pues cada día estamos muriendo. La exis­tencia también es una sala de terapia intensiva.

Siempre supimos quienes éramos, pero no nos habíamos conocido. Nuestra amistad fue tardía. Tardía como tus libros. Como los míos. Nos encontramos una noche, en Quito, cuando ambos habíamos obtenido una mención en la Bienal del Cuento. Por supuesto, Mariella, tu mujer, te acompañaba. Fue exacta­mente hace dos años. Ambos nos descu­brimos en nues­tras vocacio­nes ocultas, en tus páginas, en las mías. En las páginas que arrancamos a lo vivido, Paco... En esa amante que compartimos siempre, a escondidas, sin confesarnos y sin ser delatados, y que se llama, así de simple, literatura...

Primero fue tu libro: "Blues de la cama vacía". Me lo entregaste en Cuenca, hace un año, con una dedicatoria cariñosa que me declaró "compañero en aquello de las vocaciones tar­días", cuando ambos asistimos a escuchar hablar de libros y más libros en el VI Encuentro sobre Literatura Ecuatoriana. De tu obra preparé un comentario que el diario "El Telégrafo" tuvo la gentileza de publicar el 23 de enero último.

Convenimos que yo te ayudaría en Quito para presentar tu obra. Raúl Pérez Torres, nuestro amigo común, debía comentar­la. Por mi parte reservé la sala e hice algunos arreglos prelimina­res. Te comuniqué por fax y no recibí respuesta. Sucedió hace un año. Fueron las primeras advertencias de este silencio definitivo que hoy nos separa: habías viajado urgentemente para atender tu salud. La presentación de "Blues..." en Quito quedó para nunca, pero ni tú ni yo lo sabíamos. "Lo que está claro -leí en una novela hace poco- es que todas las vidas acaban antes de tiempo". El fin será siempre un imprevis­to.

Regresaste y con frecuencia conversábamos largamente por teléfono. Nos alimentábamos de nuestros proyectos, de más cuentos por inventar, de nuevas historias por escribir. En mayo pasado presen­té mi libro en Guayaquil, en el Museo "Nahím Isaías". Tu enfermedad había avanzado. Me dijiste que a veces no puedes salir de casa ni levantarte de la cama por varios días. No obstante, ese 15 de mayo, con esfuerzo, con un cariño de amigo y de hermano que me cruzó la garganta y me llenó los ojos de lágrimas, fuiste a acompañar a mi libro y a acompañarme a mí, lentamente, con un desgaste de siglos en tu cuerpo

-anticipos de la muerte que asecha y espera-. Marie­lla estaba a tu lado, ayudándote a caminar tomada de tu brazo.

Pasaron algunos meses. Casi no hablábamos. Ante la muerte somos cobardes. Hacemos mutis. Nos alejamos, pensando en nuestra propia muerte de mañana, para reiterar aquello de que ante al final estamos solos, totalmente solos. Casi nadie que piensa quedarse un poco más en la vida se atreve a acercarse. "La muerte de cualquiera es la muerte entera", dice Marguerite Duras.

Hace tres meses, tu amor desbordante hacia la vida, tu pasión por ella, tu coraje, tu optimismo, te llevo a la locura más hermosa que se ha dado: invitar a tus amigos a tu casa, ofrecernos música, charla, risas, licor, comida, en una velada que duró hasta la madrugada. Esa noche la muerte murió por pocas horas. Al despedirme y abrazarte, sabíamos que era la última vez. Que no habría más. Nunca más. Y junto a ti, con todos nosotros, siempre sonriente, Mariella. Y al conocer tu casa recordé nuevamente aquello de que "nuestra casa es nuestro cuerpo grande". Tu casa eras tú mismo, Paco.

Esa noche me regalaste tu segundo libro: "Canciones de alta mar". En la dedicatoria fuiste insistente: "compañero de ruta" me llamaste.

Hoy no estás. Estás muerto, Paco. Acabaste hace pocos días. Carmen Vásconez, poeta y amiga, en ese domingo feo que fue el 23 de noviembre, me llamó desde Guayaquil, la ciudad a la que tanto quisis­te, para decirme: "acabamos de enterrar a Paco".

Dejaste en tus libros todo tu amor por la vida. Dejaste en tus textos lo que viviste y sentiste. Has comenzado a perdurar a través de algo que no morirá: la palabra.

Pronto vendrá el tercero: "Vida y muerte del soldado Chalá". Se te quedó en las manos sin publicar. Yo, a lo lejos, seguía tus últimos días, cuando te faltaba poco -como médico lo sabías- y querías mirar el diseño de la portada del libro que jamás acariciarás. Casi como la mujer -siempre habrá una- que la creamos e inventamos y jamás será nuestra.

Guardaré tus libros con amor, nostalgia y rebeldía.

Esta carta la recibirá tu mujer. Tú ya no estás, compañero de una ruta excesivamente corta...

Con mi amistad. Con mi pena, Paco.