Cap. 41

Empezó a dejar de comer. A Lariza la notaba cansada, algo pálida, inclusive durante y después del amor. Su mirada se había opacado y una tonalidad mate la cubría. La piel era también diferente: una sombra descolorida, amarillenta, apenas perceptible, la sensación de tenue rugosidad o sequedad al tacto. Estaba enferma y no lo sabíamos al comienzo, acostumbrada como estaba a períodos, a veces largos, en los cuales todo su organismo se rebelaba: respuestas del cuerpo a sus sacudidas interiores. Es posible que ella haya presentido su enfermedad. Lariza luchaba entre el deseo de vivir, o de sobrevivir más allá de su tiempo, y la fascinación por la muerte, no porque deseaba acabar, sino porque algún día, en cuarenta años más, llegaría a vieja. Y eso, ella no lo hubiera soportado. Quizá para ella vivir no merecía tanto la pena. Alguna vez me dijo: “Mira, los seres humanos somos mejores que la vida; la superamos”.

            Por eso te busco, Tadeo. Más asiduamente. Supe en su momento de tu amiga la canadiense, ¿su nombre era Lina, no es así?; la vi un par de veces, lindísima, y después te embromaba: un cuarentón enamorado hasta las patas de una extranjera mucho menor que vino a un posgrado. Ahora te busco cada semana. Te llamo por teléfono. ¿Recuerdas esa tarde de nubes grises y sobrecargadas que parecían aplastarnos en cualquier momento, en la que nos reunimos en el restaurante chino para confesarte que no me gusta como está La Negra? Caminamos por el Parque Metropolitano. Charlamos por teléfono en las noches o nos encontramos en cualquier lugar.

            —Llevamos juntos casi cinco años.

            —Con ella has dado sentido a tu vida...

            —Sí, Tadeo, aunque nunca he entendido totalmente aquello del sentido de la vida. Necesitamos algunas cosas, no muchas, para vivir. Un trabajo, cierta seguridad, un lugar, amar y ser amados, creer en algo, por ejemplo, en que el mundo o el país son mejores de lo que son. No se precisa tanto como muchos piensan, pero tener algo de lo poco que se requiere no es fácil. La ambición, la desmesura, la diabólica ruleta del consumo o del acaparamiento nos embrutece.

            —Inclusive te negaste a ejercer de la manera tradicional tu profesión de abogado...

            —Sí, quiero combinar la necesidad de vivir decentemente, inclusive pensando en la vejez, si tú quieres, pero también que se me llene el alma con algo, aun en perjuicio de los bolsillos.

            —Te entiendo... Además, no tenemos muchos bolsillos, son pequeños, y tratar de llenar todos es exagerado…

 —A través de Lariza, Tadeo, he podido amarme un poco a mí mismo. Debe tener un significado mi hábito de no alterar mi forma de vestir, usar ternos, corbatas y camisas de un solo color, y jamás haber comprado una camisa blanca.

            —¿Te aceptas a ti mismo?

—Tal vez me disgusta la idea de haber nacido, pero me interesa, si ya nací, estar y seguir vivo; me molesta saber que algún día moriré, y sería incapaz de decidir si deben volatilizarme en un horno o ponerme bajo tierra; escogería lo menos aconsejable, lo más estúpido, un nicho, sólo por la maldita idea de que “todavía estoy”, todo por esa sensación de seguridad, de permanencia...

            —Con Lariza redescubriste la literatura.

            —Más, mucho más que redescubrirla... No sé cómo explicártelo. La literatura fue mi amante, mi vieja, fiel y clandestina amante desde que tenía dieciocho años, pero hasta este momento mis obras completas se reducen a esos ocho relatos cortos escritos a los veintidós años, mal editados y publicados en papel periódico, que ni siquiera fueron leídos por todos los amigos o parientes, y de los cuales no guardo un solo ejemplar.

            —Recuerdo que el único que conservabas lo echó al fuego una de tus amigas, resentida por algo, antes de dar un portazo e irse para siempre —dices.

            —Me he limitado a leer, a leer todo lo que he podido. Y a vivir o a dejarme llevar por la vida, no lo sé, Tadeo. Me entristece la idea de que hay que leer las grandes obras dos o tres veces y no alcanzarán los años.

            Entonces caigo en un silencio de varios minutos. Tú lo comprendes y también callas. —Ya no pienso en la literatura, que no me puede abandonar, sino en Lariza... En los últimos años he escrito mucho, normalmente de seis a ocho de la mañana, muchos sábados o domingos, en los cuales, por complicaciones con sus hijos o compromisos de familia, o porque Lariza prefería quedarse sola en casa, no podía salir con ella. Cerca de cumplir los cuarenta sé que, durante los años que sean necesarios, deberé escribir y escribir. Hoy ni siquiera pienso en editores y menos en lectores.

            —Siguiendo el consejo de Hemingway, Tadeo.       

            —¿Cuál era?

            —Que se requiere un detector de mierda junto a la mesa de trabajo.

            —¡Ah! 

            —Y el de Stendhal, que recomendaba a los novelistas leer el Código Civil; o el de Ribeyro, el peruano, que pensaba que una buena novela puede escribirse sólo después de los cincuenta.

            —Sólo eso falta, ¡tu Código Civil!

            —Sí, yo sé que me voy por las ramas. Nos vemos por la situación de Lariza y me pongo a hablar de otras cosas... Tengo miedo. Cada vez más miedo.

            Volvemos a vernos unos días después, en el café de siempre. Necesito hablarte. Que me escuches.

            —Siempre observo sus manos y no las tiene quietas un instante, Tadeo; y eso no me gusta, me pone nervioso.

            En realidad, ella entrelaza los dedos, retorciéndolos. Frota sus palmas. Los cierra con fuerza mientras yace a mi lado. La que un día, a los doce años, juró que nunca lloraría, la que lloró a gritos abrazada a mí cuando no pudo más, comenzó a llorar dormida. Lágrimas breves, brevísimas, que rodaban espaciadas, una a una, como si cualquiera de ellas fuera la última.

            —Llora por ti.

            —Llora por sus dos hijos. Llora por ella misma. Sí, también por mí. Lo sabe y no dice nada. La Negra es así, Tadeo, siempre fue así. Ella aprendió a llorar dormida. Arregló sus asuntos. Todo lo ha presentido con claridad. Le preocupa la seguridad de sus hijos. Son universitarios, pero requieren de algo para despegar. El padre de ellos será una compañía a medias, en la cual Lariza no confía. Redujo su jornada de trabajo y va con mayor frecuencia a mi departamento. La encuentro arreglándolo, cambiando las cosas de su lugar. Ha repintado las paredes y colgado nuevas cortinas. Jamás te dije —nunca tú y yo hablamos de nuestras intimidades— que, cuando hacemos el amor, las horas se suspenden. Tiene orgasmos muy largos, tal vez menos profundos que antes, pero que se prolongan, como si trataran de no desprenderse de algo que no volverá más. Los prefiero así, pero recelo de que algo se quiebre dentro de su cuerpo. Inclusive se suspende la amenaza de la esfinge de ojos huecos, la que cierra los ojos de los humanos. Luego se queda dormida y yo temo que deje de respirar en cualquier momento.

            —¿Qué dicen los médicos? —preguntas.

            —Los médicos no dicen nada. No lo harán, porque Lariza no quiere verlos.

            —Pero...

            —Ella conoce su cuerpo. Y yo haré lo que ella quiera.

            Bajo la presión de lo intolerable, tú y yo podemos hablar tres o cuatro horas. Hablamos de antes, de los amigos de escuela y colegio, muchos de los cuales no sabemos dónde están, pero que se suponen vivos, de nuestras novias.

            —Claro, Tadeo, es cuestión de estadísticas. En veinte años más estaremos por los sesenta. Empezaremos a morir cuando leamos las notas necrológicas de los conocidos. Es cuando entramos en la recta final. Hasta que nos llegue el turno.

            —Hasta que leamos nuestra propia nota, que ni siquiera estará redactada por nosotros.

—Habrá que tomar medidas previas; además, es inadmisible que nos obliguen a asistir a misa en semejantes condiciones, acostados e inmóviles dentro de una caja, mientras escuchamos estupideces de un cura que jamás nos conoció...

Te cuento que pasaban las semanas y Lariza seguía sin sentir dolor alguno. Sólo un debilitamiento progresivo. La vida se le va a gotas, en partículas, cada minuto. Casi hasta el final fue a mi departamento. No recordaré cuándo y cómo nos amamos por última vez. Se borrará de mi mente, aunque trate desesperadamente de regresarlo.

            “Ahora debo estar en casa —me dijo al fin—. Tienes que ir allá para estar conmigo. Por favor, no desordenes tu departamento, planifica las compras del mercado y que el polvo no se acumule. Escucha mucha música. Y no dejes de escribir... Estaré observándote...”

            Ahora Lariza ha acercado su cama a la ventana. Acomodada con varios almohadones, abre las cortinas para mirar dos pinos y un arupo florecido, lamentándose del magnolio que siempre quiso y nunca tuvo, sus ojos vuelven a brillar y sus labios tienen una sonrisa nueva, melancólica. Como cuando era niña, nuevamente ha convocado al sol. Llenan la habitación aromas de yerbas que sólo ella conoce, traídas de los desfiladeros de las montañas o de oriente. Casi ha dejado de comer y bebe únicamente infusiones. Muy cerca de ella está mi fotografía: “Me gusta mucho; resaltan tus ojos azules”. Para cada día —no serán muchos— escoge una especie de túnica o kimono de suaves tonos. Ella misma, llegado el momento, levantará sus manos y bajará sus párpados. Ha dispuesto ser cremada y que sus cenizas sean esparcidas en un riachuelo cristalino que baja de las montañas y al cual ella iba a sentarse por horas en la finca, mientras mojaba sus manos o sus pies cuando era pequeña.

            —No recuerdo quién escribió que es imposible olvidar a la mujer con quien uno ha dormido. ¿Fue Clarice Lispector?

            —Sí —respondes—, debe ser imposible.