Año sabático

¿Qué hacías antes con

todo lo que tienes adentro? 

Nadia Gübttel 

Fue simultáneo. El rayo de sol sesgado, encauzado por finas hebras, como las que atraviesan las hendiduras de puertas centenarias o el follaje de un milenario bosque de arrayanes, la figura que pasa por la acera frente a la ventana del café, la imagen que, sin detenerse, ya ha fugado, el clic que en décimas de segundos penetra la retina y se imprime en su cerebro, el deslumbramiento, la imprecisión de los contornos, la imposibilidad de un rostro. Entonces él baja la cabeza, recoge con sus dedos, una a una, las migas que han quedado sobre la mesa, las pone sobre el plato, toma la taza y sorbe un poco de café, prueba el último bizcocho, se limpia los labios, estira y cierra varias veces los dedos de la mano derecha. Es un hábito. 

    Aun si se hubiese detenido ante la ventana, el resplandor y la tenue bruma del vidrio polarizado le hubieran impedido ver su pelo castaño claro, liso y corto, las gafas plateadas, ovaladas y a la moda, la chompa de gamuza hasta los muslos, la bufanda larga, de tonos vinos y azules, el pantalón blanco, los zapatos bajos de cuero habano con suela de caucho, su porte delgado, dos cámaras fotográficas colgadas del hombro, y, entre la cadera y el vientre, una pequeña cartera de lana suspendida del cuello. Ella jamás acercaría su cara al ventanal de una cafetería para tratar de mirar hacia adentro. Tal vez se sentaría un momento en el estrecho respaldo, de espaldas a la vitrina, para consultar la guía de la ciudad. Y, de entrar al café, se dirigiría directamente a la barra para pedir té o un jugo de frutas sin azúcar, sin percatarse del hombre de pelo abundante, que aún no cumple cuarenta años, de lentes redondos con montura de metal, saco de cuadros y botines negros, delgado, que en ese momento bebe de la taza. 

    Él ha demorado en terminar el café y lo apura casi frío. La súbita impresión persiste y prefiere quedarse quieto. Decide pedir otro, ahora sin bizcochos. Levanta la mirada y ve a través del cristal. La calle debe ser la misma de siempre, la gente que se cruza, los automóviles rodando sobre el adoquín. El repentino resplandor no tiene explicación. ¿Existió la figura evaporada? Una ensoñación, acaso. Él no cree en los milagros. Aun las realidades las toma como apariencias provisorias, casi sospechosas. No obstante, no duda de que la vio. El café es servido. Paga el importe y sale. 

    Desde hace cuatro días está solo en la ciudad desconocida. Al día siguiente de haber llegado, mientras caminaba después del almuerzo, había descubierto ese café y el lugar le agradó. Luego fue al parque central a mirar la catedral, cuya construcción comenzó a fines del siglo XIX, imponente, con sus torres inconclusas, y al frente, al otro lado del parque, la vieja, levantada en la colonia, totalmente restaurada. Visitó las obras de arte religioso en el Museo de las Conceptas en la varias veces centenaria casa. 

    En el hotel abre su laptop. Revisa el correo. Responde dos y desecha los demás. Esta vez Ángela no ha escrito. Va a la carpeta “Novela” y abre “Capítulo I”. Persiste el síndrome de la página en blanco. Desde que llegó escribe sin escribir. Llena tres páginas, recompone los párrafos, los intercambia, borra, regresa al comienzo, lee nuevamente y termina eliminándolas. Sabe que esa misma tarde irá nuevamente al café; las nubes están cargadas y llevará su paraguas. 

    Una vez allí, el escritor piensa que el sitio es hermoso, desde el letrero de madera adherido a la pared, con signos verdes y enmarcado en hierro forjado, las sillas con asientos de cuero y las mesas de patas torneadas, todas en tonos oscuros, el mesón pesado y gastado por el tiempo, la pared del fondo cubierta por piedras verdosas, tres vitrales laterales, en colores, que le dan al sitio un ambiente de intimidad y misterio, y que separan el local de un pasaje de ingreso que lleva a un patio interior. El escritor cree que está en una ciudad ideal para escribir una novela. Nunca en el campo, donde hay demasiada sensación de quietud, de sosiego. Allí solamente se las concibe o se las corrige. 

    Todavía no se explica cómo terminó en esa ciudad. Fue un amigo del decano de la Facultad de Letras en la Universidad que dijo que es la más hermosa de Ecuador. Jamás supo antes sobre ella, y todavía no asume la distancia de miles de kilómetros que lo separan de la suya, como si en dos o tres semanas la volvería a ver, inconsciente aún que la dejará por un año. Tampoco acaba de asimilar lo que hará en una ciudad de cuatrocientos mil habitantes, metida en Los Andes a 2585 metros de altura, y que fuera fundada en el año 1557 por el conquistador español Gil Ramírez Dávalos, según se enteró de un folleto tomado en el avión que lo llevó de Guayaquil a Cuenca cuando la tarde estaba a punto de desaparecer tras los cerros. También se informó que a dos horas por tierra se hallan las ruinas de piedra de un conjunto levantado originalmente por los cañaris y luego por los incas, que estuvieron apenas algo más de medio siglo dominando la zona antes de la conquista, quinientos años atrás. Se preguntó qué pudieron haber hecho los incas en tan poco tiempo. ¿Qué quedará de aquellos que antes de la conquista española vivieron en esas tierras por siglos? Tendrá que averiguarlo. Por el momento sabe que está solo y que no conoce a nadie. 

    Hace mucho frío y el escritor se pregunta si deberá comprarse un poncho de lana y un sombrero de paja toquilla. Ha pedido lo de siempre y unos pastelitos dulces. Le preguntaron si deseaba quesadillas o delicados. Con una sonrisa respondió que ambos; jamás los había probado. Mira cómo golpea la lluvia contra la ventana. Ráfagas de viento aceleran la precipitación y las gotas se enloquecen en la lisura del cristal. Recuerda entonces el clic, la brevísima alucinación, la irrupción inexplicable del rayo solar, la imagen furtiva, evanescente. Por varios minutos la busca y la recrea en las siluetas que pasan apuradas y borrosas, rotas y desfiguradas por el errático y diminuto lente, infinitamente multiplicado, de cada gota de agua, de cada reguero. 

    Al disminuir el chubasco, él la imagina, entonces, mientras solicita la inevitable segunda taza. Parece, piensa él, que ella tenía el sacón muy flojo. También algo sueltos los pantalones blancos. Cree recordar que no eran ajustados. O quiere inventar. O inventa. Es posible que nunca vea su rostro ni se entere del color de sus ojos. Ni de su sonrisa. Ni de sus dientes. Ni de su voz. Ni de sus manos. En la acera la gente ha disminuido el paso, algún coche apresurado baña los tobillos de los transeúntes. Cuando regrese al hotel, luego de una caminata de varias cuadras, sentirá el olor que dejan las lluvia en esas serranías y comenzará a mirar, por vez primera, cómo son las casas de la ciudad, sus zaguanes y sus patios. 

    Son la seis de la tarde. Ya en su habitación, decide trabajar largo. Casi nunca lo hace a esas horas. Prefiere escribir desde la madrugada o a comienzos de la tarde. A la noche únicamente lee y prepara sus clases. No va a la cama acompañado de sus propios fantasmas. Abre la computadora y va a la página vacía. Desiste y repasa el listado de archivos de su novela: personajes, lugares, épocas, referencias, un guión provisional, los temas centrales, los puntos de vista. Sucederá en un viaje (originalmente en una travesía en barco, aunque resolvió hace meses que no cabía: Cortázar escribió Los premios), un largo viaje en autobús por Sudamérica, partiendo desde Buenos Aires y atravesando Bolivia, Perú y Ecuador, para terminar en el Caribe, en Cartagena. Un grupo de treinta personas. El escritor previó un conjunto heterogéneo: parejas de jóvenes, matrimonios de adultos y de viejos, profesionales, estudiantes, hombres solos, mujeres solas, retirados. Buscó los extremos: neuróticos y efervescentes, silenciosos y charlatanes, sensuales y tímidos, transparentes y opacos, viejos y jóvenes. Entre ellos, un arqueólogo que iba a recorrer los vestigios de civilizaciones pasadas. Había escrito: “Simbolismo de los viajes, desplazamientos, huidas, encuentros y desencuentros, seres hijos de las crisis, de sucesivos derrumbamientos, de sociedades casi acabadas, tejidos que se forman, amarras que se entrecruzan, rupturas y reiteraciones, odios, personalidades diversas, universos opuestos, vulnerabilidades o fortalezas descubiertas, apertura a una variedad de escenarios y modos de vida, y, en el fondo, un deseo inconsciente en todos de encontrar un sitio, un lugar que no existe, un país o una ciudad que están fuera del mapa...”. De pronto, sin saber por qué, el escritor se estremece: Ismael, el arqueólogo, está solo. Vuelve a sentir un sacudón al recordar El contrabajo de Süskind y lo último que leyó en casa, antes de partir: “¿Sabe qué necesito? Necesito siempre a una mujer que no pueda conseguir”. 

    Se siente desolado. No hay respuestas interiores. Sufre de congelación, de repentino agotamiento. Piensa que la esterilidad es pasajera. Sucede y él lo sabe. Es el viaje. El cambio a una ciudad extraña. De altura. Inclusive la falta de un conocido en el café, un saludo de acera a acera, una llamada telefónica, salir a comer con Ángela. Pero Ángela está muy lejos. Sin embargo, aún no siente la necesidad de hacer el amor. 

    Abre el correo. Algunos mensajes. Dos de sus colegas profesores. Uno del decano, su gran amigo. Sobre todo el de Ángela, que escribe un día sí y otro no. Ángela trabaja en la Biblioteca de la Universidad. Divorciada. Dos hijos de escuela. Encantadora. Dueña de sí. Son amigos pero no saben qué les convierte en amantes de vez en cuando; son amantes y siguen siendo amigos, sin entenderlo. Ángela estuvo con él en sus malos momentos: estuvo casado cinco años hasta que se consumió el matrimonio. Todo fue una mierda desde el comienzo, suele repetir él, la convivencia, el sexo, los diálogos, las salidas, los gustos, las compras, el arreglo de casa. Quién cayó en la primera infidelidad, no lo saben ni lo sabrán nunca. Cuando llegaron a enterarse no les importó. Vendieron la cama king size y la cambiaron por dos. Fue cuando se acabaron sus esporádicos encuentros sexuales, inevitables, furiosos, vengativos. Se ocultaban para desvestirse. Luego resolvieron por las habitaciones separadas. Se pusieron de acuerdo en ciertas reglas mínimas, inclusive una muy especial: salvo caso de ausencia o viaje, siempre desayunarían juntos. Lo hacían en silencio pero era lo único que les ataba. El desayuno y el techo. Nada más. Al fin, ella dijo que se casaría con un abogado y se fue, llevándose sus cosas y algo más, siempre de mutuo acuerdo. Él, por su parte, vendió todo lo que quedó y alquiló un departamento en un último piso, con una pequeña terraza. Ángela le decía: “Curioso, nunca tuviste con ella ni un sí o un no, jamás una disputa; un caso de excesiva precocidad destructiva, una tendencia enfermiza a romper la unión y buscar el divorcio. Posiblemente algo genético, insoluble”, repetía Ángela. 

    No fue entonces la soledad. Tampoco la tristeza. Fue el vacío, la obsesión por el trabajo, la dedicación a sus clases, la preparación de un texto de estudio que, al fin, lo había terminado después de dos años de labor. En el fondo, camuflado, un cansancio tempranero de vivir. Hasta que al fin la misma Ángela, apoyada por el decano, le dijo: “Basta, necesitas algo más que vacaciones. Lárgate y escribe la novela. Irás de profesor invitado y las condiciones son buenas. Te esperaremos. Cambia de ambiente. Olvida. Tu interior es un caldero hirviente a punto de romperse. Necesitas escribir la novela”. 

    Llegó el sábado. El primer sábado en la ciudad desconocida. El lunes deberá presentarse en la Universidad y comenzarán las clases. No ha consultado una guía. Aún no ha preguntado nada. Supo de la existencia de un páramo inmenso, a poca distancia, con más de doscientas lagunas y lagunetas al que deberá ir en algún fin de semana. Sale sin rumbo y pasa nuevamente por la catedral. Llovizna y sopla un viento helado. Ha llevado nuevamente el paraguas. Descubre una pequeña plazoleta con un mercado de flores. Es un estallido de colores, donde se mezclan y confunden los matices de los vestidos típicos de las cholas vendedoras, todos bordados a mano. Camina en zigzag, se codea con paseantes y turistas. No es fácil avanzar pero se siente a gusto. De pronto, a varios metros, escondidos tras varios clientes, un perfil, una nariz recta, la certidumbre de una piel blanca, una gorra de visera, una mano que señala un manojo de rosas, quizás hasta cree ver la cartera de lana, las cámaras, nuevamente el sacón y el pantalón blanco. “¿Es ella? ¿Es ella nuevamente”?, ahora sin el resplandor que la borraba, sin el paso apresurado que la perdió en la acera, frente al café. Empuja y se abre paso. Un niño se cruza y le ofrece caramelos y billetes de lotería, un cargador le corta la perspectiva. En menos de un minuto llega al sitio. Más clientes se arremolinan mientras preguntan el precio o lo discuten. Ya no está. Pregunta a las vendedoras, que se alzan de hombros. Se vuelve y recorre todos los lugares con la mirada. Sale a la calle. Corre a una esquina. A la otra. Cree verla a una cuadra cruzar apresuradamente la calle y dirigirse a una plaza. Llega y no la encuentra. Hay un museo. Entra. El edificio es muy amplio, con grandes patios de piedra rodeados de corredores con pisos de ladrillo, llenos de figuras y esculturas precolombinas o antropomórficas, pilas centrales y bancas de madera al pie de varios naranjos. Si está, no será difícil encontrarla, piensa, tal vez en una de las salas. 

    La encuentra entre estudiantes y visitantes, junto a dos personas, una mujer y un hombre, sin duda extraños, mayores a ella. No puede acercarse en un comienzo, solamente mirarla, saber que existe, que es real. Espera y trata de hallar un pretexto, inventar una pregunta sin sentido, iniciar la conversación de alguna manera, confesarle que es argentino, profesor de literatura en Buenos Aires, y que ha venido por un año a escribir una novela y dictar clases. De improviso ella da vuelta y deja la sala, pasa junto a él sin mirarlo, y sale. El escritor únicamente alcanzó a conocer su nombre, por haberlo distinguido en el maletín donde llevaba sus cámaras y sus lentes. 

    Esa noche no puede dormir. En la duermevela siente que necesita que alguien le lleve de la mano hacia la primera página. Siempre supo que es difícil tanto empezar como terminar una novela. A las cinco y media de la mañana se despierta. Después de lavarse la cara con agua fría, se cubre con una cobija, pasa a la pequeña salita de la suite y se sirve té. Abre la laptop. Revisa los nombres de sus personajes, alguna que otra característica física, los sexos, las edades, las ocupaciones. Piensa que son seres inexistentes, ni siquiera momificados. Están fríos antes de comenzar a existir, esperando el soplo, el dedo vivificador, el levántate y anda, cuando, ya introducidos en una página, comiencen a descongelarse y se desate la ficción, en caminos que se abrirán paso lentamente hacia el dilatado universo del relato. Muertos al revés que corren por igual el peligro del olvido. Los imagina estáticos, como en un filme que se ha detenido, esperando, con sus maletas y mochilas, que venga el autobús a recogerlos. Luego pasa a la cámara lenta, pesados, indecisos o como si esperasen a alguien, depositando sus pertenencias en el depósito de equipajes, asegurándose de que llevan la cámara de fotos, algún saco ligero, sus pequeños bolsos, acomodándose gorras y sombreros, caminando hacia la puerta delantera, hasta que el movimiento de las sucesivas escenas vuelve a la normalidad, con los conocidos veinticuatro cuadros por segundo. De repente, hay alguien que se acerca y sube al ómnibus. Es una mujer joven. El escritor, sorprendido de la intromisión y sin haberlo planeado, asume que ella se incorporará a la gira. 

    Son las siete. Se pone de pie, corre la cortina sujeta por anillos de madera, y a través de pequeños vidrios rectangulares se distrae mirando la calle, las casas coloniales y las levantadas en la época republicana. Conoce que poner un nombre a una novela, a un relato, es casi siempre un acto poético. Sabe que la literatura es también un juego. ¿Y poner un simple nombre a una mujer que acaba de subir al autobús sin ser invitada ni prevista? El escritor no sabe si será expresión poética o un ruego silencioso y anticipado del arqueólogo e investigador de vestigios y tumbas —¿por qué no?—, o necesidad subconsciente del autor de atarla desde ya a la narración, de evitar que la mujer que subió al autobús lo deje en la próxima parada porque alguien la llamó a informarle que su madre ha enfermado y es necesaria su presencia. Recuerda entonces que en algún antiguo pueblo buscaban los nombres de los recién nacidos en las noches de luna, consultándolos a los dioses a fin de que los protegieran de todo mal, tirando hojas de diverso tamaño y forma en los riachuelos que bajaban de las montañas. Unas se detenían. Otras desaparecían absorbidas por un pequeño remolino. Otras se escapaban por un rápido. Algunas se juntaban y navegaban acompañadas. El nombre estaba allí, en las hojas que se unieron, y había que descifrarlo sobre una piedra plana. Los más viejos, que poseían sabiduría y gozaban de la confianza de los dioses, las separaban con delicadeza, mientras los menos viejos prendían una hoguera con las ramas secas del bosque vecino. 

    El escritor se sentía él también embarcado en el autobús que al fin partió y le faltaba un pequeño detalle, únicamente un nombre, mientras los demás viajeros se conocían entre sí, daban los suyos entre sonrisas e incertidumbres, acomodaban sus cosas, los jóvenes se buscaban para sentarse juntos, otros se levantaban de sus asientos para examinar rostros, indumentarias, algún rasgo o indicio que comience a responder a las preguntas: “¿Quién será aquél? ¿Cómo será la señora del fondo? ¿Y ese que parece tan sonriente? ¿Y la pareja que no para de besarse y que conversan entre murmullos? ¿Podrán resistir las semanas de travesía los viejos?”. El arqueólogo, situado en la primera fila de asientos, la vio subir después de haber entregado al encargado de los equipajes una mochila azul; y cómo, ágil, distante, sin mirar a nadie, pensando en sus propias cosas, subió al transporte y se acomodó al fondo. La vio, le pareció hermosa, pero no se fijó en ella, interesado en comenzar a revisar sus apuntes. 

    El escritor tirita y se arropa aun más con la cobija de lana en su habitación. “Es la mañana más fría desde que llegué”, se dice. Cierra los ojos al comenzar el juego. No son hojas tomadas de arbustos cercanos ni hay riachuelos a la mano: se halla hospedado en un hotel. Son hojas desprendidas de instantes pasados, de ocasionales encuentros, justamente de aquellos que no llegan a la unión, menos a la consumación. Hojas que no pueden distinguirse en la caprichosa corriente, que se pierden en un recodo y desaparecen, que se niegan a seguir y no se detienen en la arena o en un tronco, sino que permanecen en el recuerdo —tomadas de su propia vida—, hojas de imposible olvido tras un beso de despedida en la mejilla o con un “hasta mañana” que nunca llegó. ¿Por ejemplo —se dice—, la chica con quien conversé, hace años, junto al barandal de la pequeña embarcación, aquella noche que atravesamos el Río de la Plata? Jean azul y blusa blanca. Jamás la volví a ver. Era brasileña, hermosa, y respiraba por todos los poros. ¿Cómo era su nombre? ¿Y la chica en Valparaíso, cuando viajé a Chile por el Seminario, la misma que me dijo, ante un mar frío y solitario, que no la toque porque tiene un novio? ¿Cómo se llamaba? Muy linda, con su pelo ensortijado y sus labios húmedos. 

    Ahora el escritor regresa con su imaginación al transporte. Ha hecho la primera parada en un pequeño pueblo, conservado intacto desde la época de las misiones, durante la colonia. La iglesia es una joya que llama al recogimiento y a la meditación. Todos los pasajeros han bajado. La chica que subió es fotógrafa. Trabaja para varias revistas europeas. Ismael, el arqueólogo, la ve pasar delante de él. Todos se dirigen a la iglesia y el cura, un joven bastante moreno, simpático, los hace pasar. Sobrecoge el recinto. Encanta por su simpleza. Por las altas ventanas rectangulares entra a raudales el sol del atardecer. La fotógrafa se ha adelantado hacia el altar central. Se detiene y corta un haz luminoso. El arqueólogo la ve detenidamente por primera vez. La chica se ha iluminado y resplandece, bañada por la luz dorada. El arqueólogo mira su pelo castaño, liso y corto, las gafas plateadas, ovaladas y a la moda, la chompa de gamuza hasta los muslos, la bufanda extremadamente larga, de tonos vinos y azules, el pantalón blanco, los zapatos bajos de cuero habano con suela de caucho, su porte delgado, el típico bolso de los fotógrafos colgado del hombro. La visión ha durado instantes. Ella se retira, avanza unos metros y comienza, indiferente a lo que hace el grupo, a tomar fotografías. Antes, lo había hecho con la fachada, el campanario solitario y la pesada puerta de entrada. 

    Ella es alemana, decide, y tiene 29 años. Aún falta su nombre. Entonces ha tomado una hoja de papel, ha escrito una serie de combinaciones antes de levantarse, ir a la pequeña cocina y preparar un plato con leche, cereal y plátano, calentar dos tajadas de pan de centeno y un café pintado. Hasta que se decidió por el nombre. No tuvo necesidad de afinar las nostalgias. Únicamente jugó con las letras, como si fueren las hojas empapadas sacadas del riachuelo. El nombre estaba esperándolo. Escondido en otro, en ese nombre grabado en un maletín... Y, junto al nombre recién nacido, escribe: “Ella tiene necesidad de algo, de alguien, salir de meses de soledad, por eso se decidió por la gira... ella tiene miedo, huye, como si algo le hubiese quedado adentro, pero no puede soportar el aislamiento y escogió un viaje largo con desconocidos, la misma fotografía la llama hacia fuera... tal vez duerma con la puerta entreabierta y con una pequeña luz, siente temor a la oscuridad... es posible que ella alterne entre el mutismo y el desborde, entre el silencio y la risa abierta, ruidosa... ¿Hay una rebelde que se oculta, que ame lo prohibido, que salte las normas, y luego vuelva a replegarse, a envolverse hacia adentro?... Es posible sospecharlo únicamente con la expresión de los ojos, sus repentinos silencios, la reacción ante ciertos comentarios, el movimiento ondulante de su interior que se aleja o se acerca con igual facilidad, que provoca levemente y rechaza, que se acerca y que, repentinamente, se va.... ¿por qué está sola?, ¿qué busca? ¿quién es?”. 

    El escritor, luego de ducharse y vestirse, trabaja toda la mañana. No se detiene. La novela se ha adelantado sola y no puede dejarla ir, así, sin más. Debe alcanzarla y continuar escribiéndola. Al mediodía mira su reloj, cierra su laptop y sale. Ha trabajado cuatro horas. 

    A la noche abre el correo. Ángela reclama noticias y pregunta si ha comenzado la novela. Y él responde que sí, que justamente esa mañana, al fin, ha comenzado a escribir. Copia las primeras páginas. Comienzan así: “Cuando, al salir de la pequeña iglesia, Ismael le preguntó cuál era su nombre, ella respondió que se llamaba Nadia Gübttel y que era fotógrafa, antes de darse la vuelta para mirar las lejanas montañas nevadas”. 

    Antes de dormirse, el escritor siente la necesidad de hacer el amor. Pero no piensa en Ángela. Piensa en ella, y que volverá al museo al día siguiente o recorrerá la ciudad hasta encontrarla. La necesita como al aire que respira. 


2008