Alberto Luna Tobar (El Comercio)

(Publicado en la Revista La Familia del diario El Comercio en agosto de 1996)


                                                                             Modesto Ponce Maldonado


"Loco fue Cristo que nunca puso mitra en su cabeza..." escribe el gran novelista portugués José Saramago en "Memorial del Convento". Loco, sí, porque hay un Dios que está en el corazón y en los ojos de los humanos, especialmente cuando sufren; o junto a un árbol, a una hortaliza que crece bajo tierra, a una piedra; y hay otro, el lejano, el Altísimo, el que no tiene voz, ni oídos, ni ojos que no sean los de sus representantes autorizados, de sus agentes en la tierra. No existe un "Manual de Instrucciones para Encontrar a Dios".

Hubo quien un día dejó el púlpito de una elegante iglesia quiteña, y cambió la prédica por la Palabra, el sermón por el Verbo, la rogativa por la Acción, la "caridad" por la Solidaridad. Hubo quien bajó su mirada hacia los hombres, las mujeres y los niños, extendió sus brazos y sus manos para abrazarlos, dirigió sus pies por caminos polvorientos y áridos, por barrios periféricos y por laderas, casuchas y caseríos olvidados de todos; por los lodazales, la destrucción y los cadáveres dejados por el desastre de La Josefina. Hubo quien un día comprendió que primero hay que ser hombres para aprender a ser cristianos. Quizá para quienes el catolicismo se diluyó en el camino de la vida, nos es más fácil entender por qué no se nos ocurre llamarle "Monseñor" sino como siempre se le ha nombrado: "Padre Alberto". Porque jamás pensamos en el obispo sino en el cura; porque nunca hemos visto en él al "Ilustrísimo Señor" sino sobre todo al ser humano; porque Alberto Luna Tobar -que ha cumplido los cincuenta años de sacerdocio- destila humanidad, sabiduría, ponderación, una inconmovible decisión por los que sufren, una fe que va más allá de la Fe -y él que me perdone estas expresiones de un candidato a agnóstico-, una dimensión de pasión y entrega que supera, y vale mil veces más, que todos los credos y los dogmas. No está él en Quito ni en Guayaquil, sedes de las alas conservadoras de la Santa Madre Iglesia. Está en Cuenca y ahí se quedará hasta acabar. Ojalá tuviera, no una, sino dos, tres vidas aquí en la tierra. Más vidas, sí, para bajar a este suelo más retazos de cielo. No se vive del cielo prometido; se vive de construirlo en nuestras temporalidades, en nuestros desatinos y calamidades de errantes, de pasajeros de una sola jornada, de vividores de apenas unas decenas de años y nada más.

Y ahí está el Obispo Luna, día a día, mes tras mes, año a año, trabajando sin descanso a favor de quienes la sociedad les niega el derecho a la esperanza y a una vida mejor. Ahí está, mal mirado por algunas señoras elegantes y por otros señores importantes que prefieren ver las cosas desde lejos. Muchos recelan de él, le critican, inventan historias, le juzgan peligroso. "No sé que le pasó al cura Luna", dicen... Es tan simple la respuesta: el cura Luna encontró la Vida, sin mitra ni tiara sobre su cabeza. Nada más.

Porque es mucho más cómodo que nadie nos obligue a meditar en aquello que está corroyendo al país por los cuatro costados. Algunos se desgarran las vestiduras porque no ganó tal candidato. No nos desgarra, aunque esté cerca de tomarnos por los pies, el mundo de miseria y violencia sobre el cual vivimos. No nos importa. Somos egoístas, fríos, individualistas, lejanos a lo que ocurre con la gente, desde el señor chofer de camión hasta el señor diputado, pasando por el joven de vehículo rojo, el coronel y el gerente general. Y si hay un cura que rompa el esquema, lo establecido, habrá pues que cuidarse de él, llámese Proaño o Luna. Alguna vez el Padre Alberto escribió: "La pobreza es un gran negocio. Cada día aumenta más el número de pobres y la riqueza de quienes hablamos de ellos".

Muchos prefieren seguir mirando hacia arriba, creyendo y esperando prodigios. ¿Cómo puede agradarles Luna que acalló a milagreros y milagristas? Otros le acusan de "meterse en política", porque habla su verdad y la dice abiertamente. Es más cómodo -más cobarde y más cómodo- callar y dejar que la "opinión oficial" la lleven otros: no existe organización más política que la Iglesia Católica.

Admiro al Padre Alberto. Admiro, sobre todo, su corazón. Admiro su talento, que lo conocí cuando fue mi profesor, pero quizá más su sabiduría, su imponderable prudencia, que le ha permitido seguir en la ortodoxia, en su Fe, en la obediencia al Papa, inclusive al tradicionalista Juan Pablo II, sin ser “acusado” de "teólogo de la liberación"... La teología de la liberación no es más que un intento, a veces desesperado, de tratar de bajar a Dios a la tierra, aunque a algunos más les conviene, por el poder que ofrece a los dispensadores de sus gracias y perdones, un Dios inaccesible en lo más alto de los cielos. En el fondo es un problema de poder, y nada más. Que lo digan Boff y Casandaliga en Brasil, Gutiérrez en Perú, el jesuita Ellacurría asesinado en El Salvador, Proaño en Ecuador, y los innumerables curas que en el mundo piensan en forma diferente a la postura tradicional.

Al Padre Alberto pudiera aplicarse este diálogo escrito por el mismo Saramago: "¿Dénos su bendición, padre. No puedo, no sé en nombre de qué Dios os la iba a dar, bendecíos el uno al otro, eso basta, ojalá todas las bendiciones fuesen como ésa". Alguien dijo en el siglo pasado: "Dios está en todas partes, menos en las iglesias". Pienso que tampoco está en la cruz: prefiero un Dios que tenga la opción de sonreír alguna vez y no nos recuerde nuestras culpas.

(VII-96)