Luis Aguilar: DEJEN PASAR AL VIENTO

Luis Aguilar: Dejen pasar al viento

DEJEN PASAR AL VIENTO: LA SOLEDAD Y LA MUERTE DEL TIEMPO EN LOS CUENTOS DE LUIS AGUILAR MONSALVE

Modesto Ponce Maldonado

Luis Aguilar Monsalve ha presentado su cuarto libro de relatos (Editorial Eskeletra, 2004, 139 páginas). Primero fue El umbral del silencio, que tiene dos ediciones, seguido por La otra cara del tiempo y Creo que se ha dicho que vuelvo. Ahora ha escrito Dejen pasar al viento, una colección de dieciséis cuentos, de los cuales dos, de excelente factura, ya aparecieron en Creo que se ha dicho que vuelvo.

La paridera de un libro debe ser una pequeña fiesta, porque entregarlo a los lectores es mucho más que la impresión y puesta en circulación, la invitación a un acto donde hablan dos o tres personas y luego se sirven dos copas de vino, la entrega a las librerías para que la obra inicie su viaje hacia las manos que lo tomen y los ojos que lo lean. Estos alumbramientos carecen de aguas bautismales o bendiciones que le concedan la gracia de ingresar alguna vez en celestes y eternas esferas, pues el libro sobre la tierra se queda, no muere aunque se haya agotado el último ejemplar, pues siempre podrá haber alguien que lo guarde, que lo conserve en la memoria, que lo comente. El libro puede prevalecer, nos sobrevive, puede inclusive gozar de la inmortalidad, pero siempre en este planeta. Ese es su privilegio.

Pero hay otro aspecto en este organismo viviente que llamamos libro, ya se trate de los retazos de vida reproducidos en el cuento o en el universo que desarrolla vidas de una novela. Es una faceta que no siempre reparamos, satisfechos de la calidad de la impresión, del acierto de la portada, del formato, cuando acariciamos la cartulina brillante y hojeamos las páginas, dispuestos a empezar a leerlo esa misma noche. Me refiero al “antes” y al “después”de cada obra literaria.

Ese “antes” es el autor o la autora sentados ante la pantalla de un monitor, quizás a la madrugada, o a medianoche, o un sábado a la tarde, un sábado robado, con sus dedos que teclean, avanzan o retroceden, con sus manos, con los brazos unidos a un tronco con corazón y estómago, un tronco que lleva un cerebro que lo ha almacenado todo, durante años, ojos que han visto y oídos que han escuchado, un tronco unido también a piernas y pies que han caminado y tropezado, que han buscado y que han huido, un cuerpo, en suma, que vive, que ama, que sufre, que odia, que aprende, recibe y rechaza, que late, sueña o es soñado. Ese “antes” del libro es, pues, el autor o la autora, en realidad esos desconocidos, casi extraños para nosotros. Pedazos de sus mundos, esquemas incompletos de sus universos que se filtran y quedan grabados en las páginas, ante nuestros ojos lectores, porque, en definitiva, el escritor se queda atrás, relegado, puesto en un rincón, muchas veces no identificado pues la mayoría de los lectores no les conocen sino por la fotografía de la solapa, solo con sus propios fantasmas, con las sensaciones o recuerdos que lo llevaron a escribir, con las apetencias o los desahogos que formaron personajes, sucesos o pesadillas, con sus pasados “gravemente enfermos”, para tomar una expresión de Nabokov. Dependiendo del lector, de la lectora, algo podrá deducirse o sospecharse de ese “antes”, pero la mayor parte quedará sepultado, como el iceberg, como el centenario árbol con raíces cuya longitud nadie podrá calcular, para aparecer únicamente en algunas decenas de hojas, limitado por la historia escogida, por la forma literaria elaborada, por las exigencias y el rigor que lo estético y el oficio imponen.

Con el “después” es otra cosa, está en manos exclusivas del lector, de la lectora que, en cierta manera, han eliminado al autor, se han librado de él, para batirse a solas con cada relato, recrearlo, buscar sus propias interpretaciones, posibles paralelismos con sus existencias, acercarse a cada personaje, vivir sus vidas, inventar tal vez otras historias que no fueron ni serán jamás contadas. No puede ser de otra manera, están en el otro lado, y también están solos, totalmente solos cuando leen. Son, entonces, dos soledades que se encuentran sin encontrarse, la del escribidor y la del destinatario.

La verdadera dimensión de cada obra está en la profundidad, tanto humana como estética de su contenido, de su forma.. Por eso la literatura light, la mayoría de los best sellers, o las novelitas esotéricas, de autoayuda o que coadyuvan a acercarnos a la divinidad o a la energía universal, no podrán sobrevivir, aunque nos entretengan o nos alivien. La verdadera literatura es de este mundo, no del otro, no es vaporosa ni artificial. Dimensión y hondura que se reproducen en quienes leen y dejan en ellos huella, enriquecimiento, sabiduría o sabor de vida realmente vivida. La verdadera literatura, a través de la forma, siempre de la forma expresiva y del lenguaje escogidos, nace de la hondura y conserva la capacidad de cavar y calar bien adentro en otras mentes y espíritus.

No pude evitar estas reflexiones después de haber leído, pausadamente, con lápiz en mano, que es la mejor forma de leer, estos relatos escritos por Luis Aguilar Monsalve. Desde el epígrafe escogido, tomado de Mario Vargas Llosa, el autor nos introduce de un golpe en el mundo de la literatura, como expresión de rebeldía y cuestionamiento de la verdad. Manifestación de rebelión, sí, porque la vida cotidiana puede llegar a ser insoportable. Siempre necesitamos algo más que puede estar relacionado con la creación, con el servicio a los demás, con el aprovechamiento de aptitudes escondidas, con lo que sea. En el fondo, de alguna manera, todos somos o podemos ser creadores. Cuestionamiento de la verdad también, porque literatura e historia no necesariamente se contradicen y están en campos distintos. Mientras pasan los años cada vez pienso con más certidumbre que hay más verdad y realidad en la ficción que en la misma historia, por la simple razón de que la literatura no necesita pruebas y la historia está sujeta a intérpretes, a intereses de poder, a versiones, a subjetividades, a mentiras, de hechos de difícil verificación, de dudosas verdades oficiales. Y porque, además, el ser humano es, en todos los órdenes, más sujeto de mitos, leyendas, fantasías, sueños, esperanzas y hábitos, que de otra cosa. Sin soñar nos moriríamos. Seguimos aquí, por ejemplo, anclados en este Ecuador, sin lanzarnos a un abismo y sin establecer tribunales populares para el ajusticiamiento, no de muchos, quizás de unos cincuenta individuos, simplemente porque soñamos en días mejores. Pero no sólo la verdad literaria dentro de la ficción, que es verdad de vida, y eso lo sabe Luis Aguilar muy bien y lo conocemos los escritores, sino nuestra propia verdad como seres humanos.

Tanto el título del libro —Dejen pasar al viento—, como los títulos de la mayoría de los relatos, son ya una invitación, unos a la meditación, otros a la insinuación o a la sorpresa, a la curiosidad de conocer lo que está por contarse, a la afirmación de lo poético, a la elementalidad de un nombre o de una situación simple que convoca: Al otro lado de la voz, Cuando ella dijo que sí, El primogénito del escritor vagabundo, ¿Me llamarás hoy?, Pétalos en el pórtico, para mi concepto un cuento de antología, Nick, Trasluz en el sótano.

El elemento primario de la ficción es el tiempo, y Aguilar Monsalve es un extraordinario artífice de los tiempos narrativos al introducir en sus relatos el tiempo sicológico o emocional y destruir la cronología de días, meses y años. El novelista rumano Mircea Eliade, en La noche de san Juan, habla del “tiempo concentrado” como una definición de la necesidad del “espectáculo” (entiéndase literatura) como vehículo para exorcizar el “destino”, para concluir que para escaparse de ese tiempo, para salir de él, hay que asumir la calidad de espectadores. “Tiempo concentrado” muy diferente del “aborrecible tiempo detenido” (entiéndase cronológico) de que habló Alejo Carpantier en El siglo de las luces, o del “tiempo unidireccional... que termina con la muerte” sobre el que escribió el usamericano Thomas Pynchon. Eso es lo que Luis Aguilar ha logrado, gran admirador, como no podía ser de otra manera, de Borges que dijo que el tiempo es “la despedazada copia de la eternidad”, y por supuesto de Cortázar.

¿No somos —pregunto—, los seres humanos tiempos acumulados? Somos lo que conversamos anoche con nuestra pareja, el recuerdo del hermano que murió al nacer hace cincuenta años y que no conocimos, el amigo que un día se fue, el amor fracasado, un beso, una relación de hace años, aquel libro, esa calle que nos fascinó en una ciudad lejana, los estudios universitarios, esa melodía, nuestros padres muertos, los nietos que vimos el fin de semana... Todo eso somos, mientras el tiempo, que es lo que molesta, sigue como el viento, pasando en forma inalterable...

Me ha impresionado hondamente Al otro de la voz donde el paso del pasado al presente es la clave. Cuando ella me dijo que sí da la impresión de que el narrador, sin mencionarlo, se ha volcado hacia un pasado enterrado no revelado, reproducido en fragmentos idos. El ya citado Pétalos en el pórtico, por lo menos en mi percepción, puede ser contado desde el punto de vista de la novia de hoy que dejó el convento hace tiempo o de la monja que cosía el vestido para una mujer que será novia en los próximos días: la mancha de sangre en la tela de seda comprime el tiempo y desata las invenciones.

Otro de los elementos constantes, reiterativos, que aparece en las páginas de Aguilar, no ya de la estructura de los relatos, sino de las mismas historias contadas y, ante todo, de la vida o de los momentos de los personajes, es la soledad y su compañera preferida, la muerte. En otro de sus libros Luis Aguilar usa como epígrafe un texto de Sábato que dice que “el gran tema de la literatura es (...) la aventura del hombre que explora los abismos y cuevas de su propia alma”. Si la modalidad estética o de los puntos de vista del autor violenta los tiempos, las historias y sus personajes son violentados, casi devorados diría, por la soledad y la incomunicación. Nada se consuma o realiza, los acercamientos sucumben, las aproximaciones se desvían. Textos y personajes corren la misma suerte: no sabría decir si son los textos, abrumados y cansados por la resistencia de los personajes, los que se escapan a otras latitudes, o son —posiblemente es así— esos personajes los que fugan, cambian y huyen y a las palabras no les queda más que seguirlos tras las casas y las calles de su mundo de papel. Los grandes temas de Aguilar Monsalve se llaman soledad e incomunicación, soledad que se halla ya sugerida por el cosmopolitismo de sus relatos que, salvo uno que está situado en Cuenca, la ciudad en la que nació el autor, y otro en París, pueden estar en cualquier lugar, fruto acaso de su vida fuera del país, de sus años en Europa. En este sentido también, una indiferencia ante los espacios y los lugares que acentúan esa soledad y que la definen. Seres, sus personajes, supremos errantes, sin tiempos ni espacios o anclajes.

Allí, por ejemplo, el hombre niño y el niño hombre, juntos porque son el mismo, en la playa solitaria, con los bañistas lejanos, en “hileras hiperbólicas”, “porque el gentío es molestoso y ofende”, y, tal vez, hasta esa misma visión del mar no sea sino el fruto de la imaginación. O la soledad extrema, definitiva, en Migajas de esperanza, en espera de la muerte que entra suavemente con figura de mujer, mientras el personaje escucha cómo repetidamente timbra el teléfono, sin que pueda levantar el auricular, y se reproducen en su mente los diálogos previos a encuentros pasados, la defensa de su propia libertad que no le permitió jamás ser “leal a una mujer”, las “máscaras de farándula añeja”. He descubierto que, en más de un relato, se repite, tal vez sin que el autor se haya percatado (porque el subconsciente también escribe nuestras historias) que el personaje se encuentra en un café (símbolo de la transitoriedad, del estar de paso) deseando mantener una conversación que el desconocido de la mesa vecina. ¿No nos llegan fatalmente a todos nosotros esas mismas sensaciones? En Aristas huidizas de un contemplar oblicuo, el personaje, en una habitación solitaria, se mira en las facetas de un espejo triple. Nunca podrá saberse si vivió o vivirá, o acaso imaginó vivir, lo que vio en las pulidas láminas. Este cuento está precedido de un epígrafe de Borges que tuvo obsesión por los espejos. Pick-up en Cuenca nos habla del amor pasajero y de la perennidad del arte, esta vez no de la literatura sino de la pintura, cuento que se refiere a la maravillosa novela de Sábato El túnel, por propia confesión, una de las piezas preferidas del autor. En El gateo del desengaño, para el director teatral que estrena una pieza, las mujeres que mira desde la acera en un segundo piso son, como en las tablas o como en una novela, nada más que personajes, todo se reduce a un escenario donde actuamos de acuerdo a un guión preestablecido. En Nick, donde desfilan autores, títulos literarios y títulos de filmes —referentes indispensable del escritor, pues son parte del aire que respira—, están nuevamente la soledad y el amor imposibles, las uniones que jamás se consuman, aunque se encuentren en ocasiones muy cerca. Es un cuento que me atrae especialmente. En Trasluz en el sótano las rupturas del tiempo vuelven con un relato magnífico, extraño, absorbente, semejante a los remolinos y vértigos sugeridos en la portada del libro, obra de un alumno de Luis Aguilar.

No puede dudarse que detrás de esta obra hay un trabajo serio, paciente. Es el oficio de escribir que, ante todo, es constancia, disciplina, exigencia hasta en el detalle más ínfimo, sudores y desalientos superados. No se encuentran tropiezos, ni piedras u obstáculos regados por el camino. No son páginas fáciles ni tienen por qué serlo. Ya lo dice Dan Rogers, de Wabash College, en la contratapa: estos cuentos “piden mucho de sus lectores”.

En el fondo, me atrevería a sostener que se adivinan otras historias dentro de los relatos, historias apenas escritas o simplemente referidas, cuentos que no se han contado pero que se adivinan, paralelismos, insinuaciones, juegos de circunstancias y ambigüedades, retazos que se entreveran. No obstante, es necesario precisarlo, la unidad de los cuentos no se ve afectada. Dentro de la disparidad, de los ocasos y de las mediasluces, prevalecen estructuras sólidas, estéticamente bien formadas, sin desperdicios ni sobrantes, sin vacíos que reclamen explicaciones o motiven preguntas. Los vacíos son de otra índole, muy diversos, son los vacíos propios de la condición de existir, de mantenerse en el mundo, y será cada uno de ustedes, a quienes recomiendo el libro, que asumirá como propios esos universos creados por Luis Aguilar Monsalve y los resolverá a su manera —prodigios que solamente la buena literatura consigue—. Porque la literatura debe ser también desafíos, enigmas, puertas entreabiertas que invitan, zonas de silencio que tientan, luminosidades que se descubren al otro lado, formas que quizá aguarden en la habitación vecina, contornos, ritmos y pasos que cruzan de acera a acera y buscan una banca en un parque cualquiera, bajo un árbol de hojas quietas, en espera de quien sabe qué, de alguien que no vendrá o de la nada...

Para terminar cito al gran Gesualdo Bufalino, que escribió su primer libro a los sesenta y murió quince años después, en 1996, en un estúpido accidente de tránsito. Dice Bufalino: “Yo no tengo amigos ni fábulas, sólo compongo cábalas y retahílas de palabras, bromas y disputas de palabras para engañar a la muerte...”

Luis Aguilar Monsalve nos ha ofrecido una nueva muestra de tu talento. Mientras tanto, por lo menos para los que estamos cercanos a la literatura, el viento seguirá pasando y nos traerá otras palabras y otras páginas escritas con igual pasión y amor, con sangre, en suma, que es uno de los requisitos para escribir bien...

(Quito, enero de 2005)