Cap. 12

En la madriguera.


—Algo le sucede al señor —informa alarmada la empleada—. Ha dejado de salir a la terraza, tiene ojeras y come muy poco. Me ha pedido dos cobijas.

—Qué te sucede, Ramón —dice Carmela, después de golpear inútilmente la puerta—.

—No me sucede nada. Tengo frío y quiero que me devuelvas mi espejo —contesta, casi sin abrir los labios, con esa forma de hablar que sólo Carmela, acostumbrada a las largas peroratas de sus pasadas borracheras, podía entender—. Déjame en paz.

—¿Quieres un calefactor? Tu hijo tiene uno.

—Quiero mi espejo, y que me dejen tranquilo. Debo pensar. Tengo planes. ¿No puedes entender que cuando estoy frente al espejo la misma Virgen viene a visitarme y me observa? Quizás quiera hablarme. ¿No te he contado que le rezaba todas las noches desde pequeño?

Carmela se aleja.  Esta vez decide no llamar al médico.

Que Dios me perdone, piensa Carmela, pero necesito que Ramón sea internado, si no revienta antes. Es la primera vez que responde a una pregunta mía. Estoy segura que no se dio cuenta de lo que decía. Luego arreglaré la habitación para alquilarla a un par de estudiantes o a una pareja de recién casados. Pagarán algo con derecho a dos comidas. Además, mis hijos me presionan y yo no tengo tranquilidad ni de trabajar ni de estar en casa. Esto se acaba.

Pero Mario Ramón lo que menos podría es concebir algún plan. Le invade un miedo insuperable. Introduce tiras de periódicos entre los intersticios de la ventana y tranca la puerta con la cama. Recuerda que sobre el velador están las pastillas con las dosis diarias. Va por un vaso de agua y se las traga todas de un golpe. Su cuerpo se pone cada vez más pesado. Se ha colocado algodones en los oídos. Quiere dormir, toma el colchón y todas las cobijas y se acurruca debajo de la cama. Recuerda que contaban que, en la época de anteriores propietarios, vivía en esa habitación una vieja costurera, fea y de nariz ganchuda, experta en maleficios. Le llamaban “el cuarto de la bruja”, aseguraba Carmela.

Está en una madriguera abandonada, al fondo de varios túneles estrechos que se bifurcan y entrecruzan. Le han dejado solo y escucha las garras de las raposas tratando de abrirse campo, los aullidos de lobos hambrientos, las dentaduras afiladas de otras alimañas esperándole, cuando deba salir a buscar alimento, la amenaza de los reptiles, escondidos en una piedra o bajo un arbusto seco. Afuera hay un arenal hirviente, con formaciones de roca y matas secas que apenas se sostienen. El viento sopla y su silbido llega a las profundidades.

“Estoy en mi cama y no puedo ir a la escuela. Mi cabeza es un caldero. Siento un fuego adentro que me quema y se me ocurren cosas raras. Transpiro pero mi cuerpo tiembla. Me ha visto el médico. Dijo a mis padres que me subió más allá del límite la temperatura. Tengo miedo de contarle al doctor que hay un bicho que me pica dentro de la cabeza. Un bicho rojo, caliente.

‘Es por la bola que mi papá tiene en el estómago. Estoy jugando fútbol en la cancha del barrio y me dan la noticia. He cumplido doce años y pronto entraré al colegio. Al colegio de los salesianos, para que me enseñen buenas costumbres y la santa religión, me ha dicho mamá. Ya eres un hombrecito, me ha dicho papá. Pero ahora le han llevado a él al hospital y debo dejar de jugar y correr a la casa. Es la bola que tiene en el estómago. Parece que se le reventó y empezó a echar sangre en el baño, y este momento lo están operando en el hospital, dice una tía que se quedó a ver la casa y cuidar de mis hermanos menores. Tu mamá está en el hospital. Confía en Dios, Ramoncito, que todo saldrá bien.

«¿Se va a morir mi papacito?»

«Reza y pórtate bien».

«¿Le sacaron la bola?»

«Reza y cállate»

‘Me pongo a orar y a temblar. A no comer, a no hablar una palabra en el colegio, a no jugar fútbol durante los ocho días que mantuvieron a mi papacito en el hospital después de la operación.

'Regresa al fin a casa. Parece un pajarito, opina mamá. Tiene vendas en el estómago que cubren una herida. Después se verá una cicatriz grande, Ramoncito, dice mi papá con voz muy débil. Deberá dejar de trabajar por el momento, ordena el médico. Tiene cuarenta y dos años y todavía es fuerte, dice mi mamá.

‘Mi mamá y el médico hablan en secreto. Los parientes tienen caras largas. Claro que le sacaron la bola, pero a los pocos meses deja de trabajar de nuevo. Era Contador Público como yo, y un día se muere, simplemente se muere, en la misma casa, sin dar tiempo para nada, mientras yo lloro y lloro metido debajo de la cama. ¿Por qué se muere si le sacaron la bola? ¿Por qué se muere si recé y confié en Dios? Ya veo, le imploré a Dios y me olvidé de la Virgen.

‘Ahora ya no me importan que los hermanos crezcan. Antes quería que se queden pequeños, para solamente ir yo solo, de la mano de papá, al parque y alquilar una bicicleta, a los helados los domingos, al aeropuerto para ver como salen y aterrizan los aviones, a las populares del estadio a ver a nuestro equipo.

‘A papá le meten en una caja y ahora todos vamos al cementerio. Lo bajan con sogas en un hueco, lo dejan allí y tiran tierra. Botan más tierra. No paran de botar y luego la apisonan. Papá esta sellado. Yo lloro debajo de la cama. No paro de llorar debajo de la cama.

‘Tienes que superarlo, Ramoncito, dice mamá. Desde que murió tu papá te mojas mientras duermes”.

—Señora —dice la vieja empleada—, algo pasa. Parece que el señor Ramón está llorando.

—No escucho nada —responde Carmela después de colocarse detrás de la puerta. Debe estar dormido. Ni siquiera ha comido. Probablemente está inquieto  y habló en sueños.

A Mario Ramón algo le molesta. Apenas abre los ojos. Se le caen los párpados. Parece haber duplicado su peso. Se ha orinado. Casi a rastras va al baño, se asea y se cambia de ropa.

Retoma entonces el sueño profundo bajo la cama. Un sueño que parece no tener pasaje de vuelta. Siente que el estómago le arde. Ha tomado algo de agua desde el grifo del baño y apenas se ha lavado la cara. Se ovilla aún más.

Ve emerger, entonces, desde su ratonera y en morosa sucesión, como si retornase de regiones negras, no delatadas, la inmensa mole del edificio del Ministerio. Ahora es un cubo de quince pisos, de simetría absoluta, un aburrimiento arquitectónico de cemento donde la fachada plana que combina dos tonos de grises, fue hecha solamente para instalar hilera tras hilera los ventanales, de abajo para arriba todos iguales y con persianas plásticas. Ninguna alteración, ningún cambio. El ambiente es pálido, nuboso. No puede establecer la hora del día ni distinguir si las luces del interior están o no prendidas. La calle es silenciosa. No existen árboles, ni letreros, ni luminarias. Únicamente la mole oscura. De transeúntes y vehículos apenas distingue siluetas imprecisas, fugaces, como el rápido movimiento que dejaría una cámara descontrolada, que aparecen de esos mismos espacios negros y vuelven a perderse en segundos. Las personas que entran por la puerta principal del Ministerio comienzan a detenerse, reducen el ritmo normal de quienes caminan y luego se convierten en figuras de una cámara, ahora sí, excesivamente lenta.

Entra al Ministerio, pero no se reconoce cuando trata de mirarse en los espejos del vestíbulo. Tampoco reconoce a nadie. Por el vestuario se adivinan solamente los sexos. También que unos son más altos que otros. Nada más. Han desaparecido las facciones y la individualización. No son máscaras. Son rostros borrados de prisa por un inmenso dedo. Baja al subsuelo. Allí están los archivos centrales. Es su primer trabajo. Es el mensajero de la sección desde hace dos meses y estudia contabilidad por las noches. Es una inmensa sala iluminada por tubos de neón con ocho hileras de estanterías que llegan hasta el techo y se extienden hasta el final, llenas de carpetas y cajas con oficios enviados o recibidos, actas, constancias, certificados, disposiciones administrativas, reglamentos, resoluciones ministeriales, decretos. Se han establecido secciones por orden alfabético. Las manejan veinte mujeres que disponen de una computadora al lado izquierdo y una pila de papeles a la derecha. Ellas casi no se mueven ni hablan. No es posible distinguirlas unas de otras. A la entrada del salón están, en fila india, las cuatro auxiliares de las secciones, cuyos escritorios están adornados por una lámpara de cristal verde con pedestal dorado. Más atrás la subjefa de sección tiene también otra lámpara verde algo más grande y, al final, junto a la secretaria, cuya mesa, como signo de distinción, está colocada en forma transversal, está el escritorio del jefe, éste sí de sexo masculino, iluminado por la hermana mayor de las restantes lámparas. El silencio es total. No se escucha una sola palabra, ni siquiera se oye el tableteo de las teclas de los computadores o el sonido que produce el movimiento de los papeles. Todos se encuentran con la cabeza sobre el escritorio. Apenas se mueven los dedos y los brazos y, a veces, alguien alza el auricular de un teléfono que no ha timbrado, habla sin voz y lo vuelve a colocar. Las pilas de carpetas y archivos están en constante rotación. Los documentos en cada escritorio se mueven solos, salen de las carpetas o entran en ellas, como impulsados por una inercia que ha durado siempre. Le llaman Marito y le llegan voces sin sonido: “Marito, tráigame de la sección D el EoFi, código 1238; páseme de la F el Ou-Ra, código 3457; guarde estas carpetas en su lugar”. Durante ocho horas continuas saca los archivos solicitados y guarda los otros. Se siente visto por decenas de ojos que no son ojos, juzgado como inútil, como lento. Cuando se pone nervioso confunde las letras y los códigos, se equivoca de lugar, para luego perderse entre las estanterías que se transforman en un laberinto imposible, hasta que suena la campana, todos abandona el edificio y él se queda encerrado, dando vueltas sin hallar la salida.

De repente, siente un estremecimiento en el piso, esas mismas luminarias suspendidas del cielo raso se agitan, las paredes parecen inclinarse de un lado a otro, las estanterías se mecen. Sospecha la existencia de un abismo que se abre bajo el piso, que se refleja en una sensación de vacío en el estómago. Aterrorizado comprueba, por los tragaluces ubicados en las partes superiores de los muros, que efectivamente son cada vez más cortos. Trata de dar una voz de alarma. De gritar. De correr. Es inútil. El edificio se hunde. Ya no está en el subsuelo. Está en el sótano y no encuentra la salida, confundido en el laberinto de estanterías volcadas en los pasillos, sepultado bajo un alud de archivos, mientras la mole del Ministerio es absorbida por una de las viejas quebradas de la ciudad que ha abierto sus fauces.

Mario Ramón, que sigue bajo la cama, toma las almohadas y el colchón y aprieta aún más los tapones de algodón en sus oídos. Ajusta los brazos contra el pecho y las rodillas las tiene dobladas sobre el estómago. La cabeza es un remolino a punto de estallar.   

—El señor Ramón grita y golpea la puerta, señora. Grita que quiere salir. Por favor, venga.

Carmela y la vieja empleada logran forzar la ventana y entran como pueden. Retiran la cama. Lo encuentran con la mirada perdida y temblando. Huele mal. Al parecer no tiene conciencia de lo que sucede. Únicamente llora. Llora sin parar. Llora a gritos. Sobre el piso están los frascos de medicamentos vacíos.

Carmela llama al médico de inmediato. Busca también a los hijos. Ha llegado al límite.