Alfonso Barrera Valverde

En la presentación de un libro, deben ser los especialistas quienes que se pronuncien, tanto más que en nuestra capital ellos suelen hacerlo con propiedad. A la amistosa deferencia de Modesto Ponce Maldonado se debe, sin embargo, mi concurrencia como caso de excepción, pues jamás me he atribuido otra calidad que la de lector. Lector que no ocultó su entusiasmo cuando pudo ojear capítulos sueltos de la muy cuidada novela a la que después tuvo el privilegio de acceder como a un todo orgánico.

Por supuesto, la generosa apertura de lo que hasta entonces era parte del mundo privado del autor no me libera ahora de cierta disciplina, tanto más cuando no hay motivos para desentonar sino para sumarme a quienes, mucho más autorizados que yo, se pronuncian ahora y calificaron ya con los mejores términos posibles el volumen de cuentos publicado en 1997 con el título “También tus arcillas”. Llego, pues, complacido, para engrosar el grupo de quienes ratifican, en juicios actuales sobre la novela, su fe y sus predicciones de entonces sobre el cuentista.

            Comienzo por allanarme a las reglas de los escritores, cuya primera demanda al novelista subraya la necesidad de un estructura narrativa. Como lector declaro que El Palacio del Diablo, desde el punto de vista estructural, me parece una fortaleza inexpugnable, concordante con los méritos señalados en los primeros pasos de la novelística mundial. En cuando lo digo caigo en la cuenta de que esta afirmación tiene connotaciones militares. Me protejo de la andanada de la crítica previsible con una defensa aceptada por sirios y troyanos. Consiste en recordar el imbatible nombre del irreverente reverendo Laurence Sterne, primer ejemplo, o segundo precursor, o segundo fundador de la novela actual, en el sitio y en el idioma en que se la fundó por segunda vez (después de Cervantes), por allá, por 1760 ó 1767, en Irlanda, según la práctica, tanto insular como continental de Europa, de fundar lo fundado. No olvidemos que esta fundación no tuvo muchas pretensiones de seriedad, ya que el novelista y predicador Sterne y su no siempre risible personaje emplearon años en construir en broma sus réplicas de fortificaciones, trincheras y maquetas, como fondo o marco de la biografía y de las opiniones del caballero Tristram Shandy. Respecto de estructuras y estructuralistas, queda, así, pública la confesión no sólo de mi incapacidad como examinado o examinador, sino también de mis otras deficiencias literarias, algunas de ellas sin propósito de enmienda.

            De esta manera arbitraria me he dado permiso para aventurarme, guiado por Modesto Ponce, en la vida pública y secreta que ha fluido dentro de las murallas del palacio. ¿Negro o rojo, su color interno o externo? ¿Descrito por Modesto según el Quito Negro de Oswaldo Guayasamín, o predestinado a la portada de esta novela por nuestro pintor en una de sus intuitivas predicciones? Preguntas surgidas de una confusión entre la ciudad y su prostíbulo, confusión que nos lleva a otra pregunta. ¿Qué es un palacio del diablo? Porque temas hay en el país, ciertamente endiablados, que nada tienen que ver con las pequeñas diabluras de los fantasmitas negros o con las de inocentes mandingas infantiles, africanos y afroecuatorianos. Sí con los que también a ellos les aherrojan y mantienen y sujetan como a galeotes en tierra. Los otros, los duros, son los temas centrales y terribles que nos plantea la novela de Modesto Ponce, en el Quito de la más íntima trama de la narración, la ciudad donde, en frase de Raúl Serrano, el poder es un “fantoche del demonio”. Fantoche de que, por hoy, muy temporalmente, vemos liberado al palacio de Carondelet, pero no a los otros recintos de las complicidades de los poderes demoníacos.

            No incurriré en el atrevimiento de teorizar y menos aún de discutir sobre los personajes, el contenido y la técnica de la novela. Pero no me privaré de un gusto más grande por más libre: el de volver a ella, varias veces, como lector. Que esa condición no me la niego ni es posible que me la nieguen. Por otra parte, en cuanto a criterios profesionales, entre quienes se ocupan de la obra de Modesto Ponce están varios de los escritores más queridos o respetados por mí: Luis Aguilar, Fernando Tinajero, Cecilia Ansaldo, Eliécer Cárdenas, Francisco Proaño y Antonio Sacoto. Y alguien que en este caso tiene mención aparte, Raúl Serrano, a quien conocí por su cercanía a Modesto y ahora aprecio por su valor intelectual.

            Se trata de un obra con más de un narrador. ¿Dónde, la tenue línea, si existe, que separa al autor de ese narrador? ¿No es la novela un epílogo, dividido en 49 capítulos, de la memoria del entrañable niño de tres años, entregado al balcón donde la madre le olvidaba, segura de que nada le ocurriría? ¿No es la novela una historia de ese lento olvido que dura hasta hoy día? ¿Cuál es el vínculo o la separación entre él y el periodista a quien el autor le confía la crónica de varias vidas? ¿Cuándo se despidió Modesto de ese niño? ¿Se despidió alguna vez? Porque no es cierta la afirmación del editor, quien cree que la novela carece de niños. Están, ellos, todos, porque está uno de ellos. Y no se trata de nostalgias, tema temido y hasta condenado por quienes no pudieron madurarla. Se trata de lo fundamental, constante con varios nombres en el reparto o elenco del texto. Desde luego, coincido con María Cecilia Mera en su percepción de la trama básica, donde, muy deliberada pero silenciosamente, el escritor sugiere la pregunta de si no es Quito el protagonista abismal.

            Porque de abismos venimos hablando. La “llanada” que vio Cieza de León no era llanura sino una sucesión de serpenteantes quiebras donde resultaría difícil edificar mucho cuando la ciudad intentara “alargarse”. Moradores de valles y colinas, los quiteños deberían aprender que las diversas proximidades y distancias medidas desde el poder generan odio y amor, respectivamente, y en la altura andina la angina se llama angustia y es menester una rebeldía, la de los amigos de Modesto Ponce en las páginas de su novela, para hallar asideros internos contra la desolación en que viviríamos si nos rodearan solamente el político depravado y su financista, el banquero hipócrita, aceptado como dirigente social, corrupto y corruptor.

            Novela de exploración del amor, llega al espíritu de la mujer (o de las mujeres) con una actitud de encuentro. Las vivencias surgen a través de los testimonios de ellas en cada relación de pareja. Hay un respeto que surge naturalmente y un cuidadoso límite donde el hombre no incursiona más allá del registro consentido por ellas.

            En fin, la narrativa del Ecuador está de fiesta. Pero no quiero omitir la mención de una característica del autor en torno del cual nos hemos reunido. Permítaseme recordar a alguien que en vida fue amigo de escritores aquí presentes. Para César Dávila Andrade no era posible, en persona alguna, que hubiera calidad artística sin calidad humana. A mi intervención de esta noche le faltaría una razón de ser si no consignara ciertos datos de la comprensión entre Modesto Ponce, el hombre con entera fe en los intelectuales, devoto de escritores consagrados, y un lector como yo, con menor fe que él en ellos, que empieza por vivir insatisfecho de sí mismo y de sus obras y que se empeña solamente en mejorar como lector de lectores. Cuando mi entusiasmo inicial por el contacto con fragmentos de los originales de la novela de Modesto se convirtió en revisión más lenta, no hubo momento en que esa noble condición de él, de entrega al arte y de valoración de los demás, dejase de traducirse en muestras de modestia, apertura a sugerencias y sensibilidad de tal grado que el amigo podía convertirse en consejero y una consulta compartida, en aprendizaje de fraternidad franciscana, que era yo quien debía agradecer.

            Termino mis palabras con la consignación de una sorpresa de la cual no podré salir fácilmente. En El Paladio del Diablo, sin duda, ha habido maldad. En Modesto Ponce, en cambio, mucha calidad literaria y humana. A esta calidad debemos atribuir que una persona como él haya podido salir ileso de tan infernal recinto. Recinto en cuyo derredor no faltan moradores con algunas de las virtudes de él.

           

Fundación Guayasamín

8 de junio de 2005

(*) Este texto fue reproducido por la Revista PODIUM de la UEES , Guayaquil, N. 6, febrero 2006.