Saramago: un hombre, una obra (Hoy)

Modesto Ponce Maldonado

Un hombre, porque recibimos a obras y autores, pero no a “la persona que el libro esconde”. Desde las “cuatro paredes ciegas” de su casa campesina de la infancia, Saramago está comprometido con el mundo. También con Ecuador, cuando en sus Cuadernos preguntó, debido a la guerra con Perú, si era “necesario que mueran unas centenas a cambio de unos cuantos kilómetros de selva”. Hace diez años no era conocido en Quito, pero leí deslumbrado El evangelio según Jesucristo. Todo comenzó así...

Porque el Saramago hombre, su vida, sus ideas y sus creaciones —bastan sus palabras al recibir el Nobel— se originan en su infancia en los campos pobres de un Portugal dominado por el salazarismo y la Iglesia. Porque a Saramago (su apellido, jaramago en español, fruto de un error en el registro civil que usó el apodo de la familia, significa una hermosa planta que crece entre los escombros), no le hizo falta pisar las aulas universitarias y el único título que obtuvo es el de “mecánico cerrajero”. El primer libro propio lo tuvo a los catorce años y leía a la noche en una biblioteca pública de Lisboa.

Saramago comenzó a escribir novelas a los cincuenta y cinco años y sus éxitos comenzaron con Memorial del convento (1982), después de Manuel de pintura y caligrafía y Alzado del suelo, ligados con el oficio de escribir y su niñez. Para explicarse la vida, la muerte, la historia, la religión; para poder entender qué sucede y ha sucedido en el universo, después de décadas de periodista no encontró otro camino que la literatura, que las quimeras creadas por la palabra. Él mismo lo ha declarado: “Soy un ensayista que escribe novelas”. En Salamanca dijo que Alonso Quijano “abandonó la razón y no al revés como piensa todo el mundo. El Quijote intenta recrear al mundo y muere cuando se da cuenta de que hace falta algo más para que el mundo cambie”. Se ha sostenido que Saramago “nos lleva de la irrealidad a la realidad”. De allí su luminoso ateísmo, su marxismo coherente y puro. De allí su lucha por los valores éticos, su humanismo: no hace falta que nos amemos los unos a los otros; basta que nos respetemos. De allí también su pesimismo: “El amor es probablemente en la última cosa en que el escéptico puede creer”, escribe en Historia del cerco de Lisboa”. Y, en Los Cuadernos: “Dios es el grito del hombre en el silencio del universo”. Cree que “el autor existe para contagiar el desasosiego”.

Sus novelas encierran los grandes problemas humanos. Memorial es la utopía ante la tiranía del poder y del dogma. El evangelio explica a Dios, el bien y el mal y denuncia la mejor arma del poder: hablar a nombre de un Dios que jamás opina. La historia del cerco combina los tiempos narrativos con los reales y confirma la relatividad de la historia. El año de la muerte de Ricardo Reiss es un homenaje a Pessoa que habla de la memoria y del olvido. La balsa de piedra es la afirmación de lo ibérico. Con El ensayo sobre la ceguera concluye que ciegos somos los que vemos. Todos los nombres es la novela sobre la muerte. La Caverna, el mundo de este siglo. El hombre duplicado, la identidad personal. Y en dos meses más tendremos Ensayo sobre la lucidez...

En abril de 2003, el autor de estas palabras le envió una larga carta. Necesitaba decirle qué piensa y cómo somos. La respuesta fue una nota sincera de su mujer y traductora, Pilar del Río, en la cual decía que “visitar Ecuador será un compromiso de corazón”, y el envío de Viaje a Portugal con una dedicatoria muy personal de José Saramago.

(Quito, febrero 2004)