VIENTOS DE AGOSTO de Carlos Arcos (Rev. Eskeletra)

HISTORIA, PAÍS Y NOVELA

Modesto Ponce Maldonado

A los seis años de Un asunto de familia (El Conejo, 147 págs.), Carlos Arcos (Quito, 1951), nos entrega Vientos de Agosto, su segunda novela (Planeta, 415 págs., cuya portada ilustra una fotografía de Lucía Chiriboga). Sociólogo, profesor universitario, ensayista y editorialista, el autor, al comenzar la madurez, ha buscado en la literatura ese “algo más” que se necesita de la vida.

En los últimos años tenemos sobre todo cuentos y poemas. Novelas sólidas también, pero no suficientes en número. Otras, a veces escritas por jóvenes, buenas pero sin la debida promoción. Conocidos escritores aún corrigen sus nuevas creaciones. Pero una novela como la de Arcos, una obra de volumen y de aliento, invita a conocerla y meterse en sus páginas, más aún después de ese interesante diálogo que mantuvieron con el autor María Isabel Hayek y Omar Ospina el día de la presentación en el Centro Cultural “Benjamín Carrión”. Con todo esto quiero decir algo: necesitamos novelas “grandes”, y las necesitamos con urgencia. Novelas que nos hablen, como ésta, sobre lo que nos pasa y dónde estamos.

¿Historia novelada o novela histórica?

Por supuesto no lo primero, pero tampoco se trata de una novela histórica. Esta obra ha creado personajes y ha desarrollado vidas: argumento suficiente para desechar estos encasillamientos, en todo caso difíciles de precisar. La ubicación de las acciones en las ciudades de Riobamba (especialmente), Guayaquil y Quito, y la amplitud del tiempo cubierto —desde los comienzos del siglo hasta los setenta, con la mención de hechos y personajes de nuestra vida nacional— tampoco le convierten en histórica. Esto no quiere decir que, inclusive por formación académica, el autor no se haya anclado en esa historia y en la sociología para levantar su obra. Y ha hecho bien. Toda novela se sustenta en la Vida y es escrita por una sola cabeza. Por otra parte, ¿cuáles son los límites entre realidad y ficción?; ¿cuáles los linderos —inclusive— entre literatura e historia?, sabiendo que ésta es la versión y las conclusiones de quien la interpreta y la escribe. Tal vez la novela sea más “real”, más auténtica. “La verdad de las mentiras”. El autor no aceptó, el día de la presentación del libro, la idea de que se trata de una novela histórica.

En todo caso, existe en el texto una íntima vinculación entre los hechos oficiales y los personajes de la obra. Se da un sólido y permanente entramaje de tiempos entre los sucesos relatados en el plano de la ficción con los acontecimientos más sobresalientes del país.

Referentes del relato.

Carlos Arcos comienza a referirse en firme a los hechos “reales” desde las primeras páginas, con la muerte de Alfaro. Se presentan los grandes episodios que marcaron el siglo pasado, a partir de la construcción del ferrocarril como elemento integrador, las conquistas de la revolución liberal, el boom del cacao y el dominio de los grupos costeños que se adueñaron del país (no hemos cambiado mucho, por lo visto), el centralismo político-militar-administrativo de la capital, la crisis que desembocó en las reformas implantadas para reorientar a la nación a fines de los años veinte, las consabidas quiebras bancarias que nos arrastraron al pozo, las escaramuzas y guerras con el Perú (“los ecuatorianos exageran todo cuando se refieren al Perú” —¿el enemigo imaginario creado por políticos y militares?—), el Protocolo de Río, la prolongada influencia de Velasco Ibarra (que aún sigue vivo y destructivo en sus hijos y nietos políticos), el terremoto de Ambato, la revolución cubana que transformó los esquemas mentales a partir de los sesenta, los comienzos de la insurgencia indígena y de la reforma agraria con la tímida entrega de los huasipungos (que tanta polvareda y escándalos produjo, treinta años antes de que casi todas las tierras de la provincia de Chimborazo —¡quién lo hubiera imaginado!— pasaran a manos indígenas), la Junta Militar de Gobierno, la psicosis anticomunista inspirada por los EE.UU., los grupos subversivos y la utopía revolucionaria, el descubrimiento del petróleo…

Riobamba: eje y símbolo.

Recordemos que el primer Quito —Santiago de Quito— fue fundado en esta ciudad el 15 de agosto de 1534. Aunque la fundación al parecer fue simbólica, no hubiera sido mala idea tener la capital del país en llanura tan amplia, en el corazón del país, y no en el recoveco absurdo del actual Quito, con sus quebradas y laderas, cuya topografía, aunque hermosa, asustó al mismo Cieza de León y a los cronistas extranjeros que la visitaron desde la época colonial. No olvidemos que, con la auge de la riqueza cacaotera y la vecindad con Guayaquil, sumada al poder feudal de los latifundistas del Chimborazo y a la acción de sus familias aristocráticas muchas de las cuales iban a pasar sus vacaciones en Europa (dos hermanos en los años veinte tuvieron más de cien mil hectáreas que se extendían, en varias propiedades, hasta la costa), Riobamba fue, en su época y desde que se inauguró el ferrocarril, un centro de gran actividad. Esa es la ciudad que Arcos pinta y añora; esa es la ciudad también que un día comenzó a ser abandonada por sus habitantes, que bajaron a instalarse en Guayaquil o se trasladaron a Quito, cuando las cosas cambiaron y vinieron las épocas flacas.

Es un mapa —el Mapa de Darquea— obtenido por Pompeyo, el personaje principal, para sumarlo a una colosal biblioteca de manuscritos, documentos y legajos raros, el que se transforma en el símbolo y en la añoranza de una ciudad que nunca fue, de una urbe únicamente anhelada. El Mapa (que realmente existió y fue elaborado por Bernardo Darquea después del terremoto que destruyó a la ciudad en 1797) se convierte en una alegoría llena de significados.

Riobamba se presenta también —una metáfora de todo el país— como una mezcla de riqueza y prepotencia, frente al estado casi animal que, hasta hace cuarenta años, vivían los indígenas del Chimborazo, esclavizados por los terratenientes, las autoridades y la Iglesia Católica tradicional. Ciertos cantones de Chimborazo se ha caracterizado por ser los más pobres del país. Arcos nos está diciendo también cómo somos y cómo hemos sido.

Mirada desde el punto de vista de Pompeyo, Riobamba se convierte, aunque no sea su lugar de nacimiento, en la ciudad (la que fuere) con la cual tratamos de identificarlos, en el sitio (el que sea) donde nos hubiera gustado nacer, hacer la vida y morir. Riobamba sigue siendo, entonces, un símbolo, el sentido de “lo mío” o “lo nuestro”: esas calles, esas gentes y casas, esas montañas nevadas, el pasado por rescatarse, el futuro soñado que nunca vendrá…

Este “localismo” de la obra no afecta a la comprensión de las situaciones por parte de un lector ajeno a la historia ecuatoriana. En términos generales, no hay motivo para dejar de entender los diversos episodios. No olvidemos —y valga la precisión— que el universalismo está en un localismo bien logrado. Ejemplos no faltan entre los más grandes creadores: Proust, Foulkner, García Márquez, Vargas Llosa, Amado…

Los personajes en el relato.

Los grandes méritos de Vientos de Agosto están en los personajes y en un texto fluido que lleva al lector sin tropiezos. En su apertura. Carlos Arcos sabe contar y cuenta bastante. Pompeyo es el colombiano que llega al Ecuador desde París después de la muerte de un amigo ecuatoriano a causa de un duelo por amor, y llega a Riobamba en busca de la madre del amigo fallecido. Pompeyo, un personaje bien logrado, tampoco desea regresar a Colombia, donde la violencia (no de la guerrilla y del narcotráfico, sino de la lucha entre liberales y conservadores, quienes, con los grupos de poder como los cafetaleros, fueron los iniciadores de la violencia en ese país) acabó a tiros con toda su familia. Huyendo de la muerte, en definitiva, Pompeyo se exilió en París y huyendo de la muerte llega a Riobamba. El nombre del amigo desaparecido —fantasmas y vericuetos de la mente de los escritores—se llama César Arcos. La muerte de la familia y el desarraigo persiguen a Pompeyo a lo largo de su vida, y la muerte sigue presente como venganza cuando se entera, años después que los asesinos de su familia han sido eliminados. En Riobamba se casa con Ana, la hija de su socio, y forma una familia, hace una fortuna con negocios de todo tipo, incluyendo un banco, y se queda para siempre. Pero Pompeyo, sobre todo, busca desesperadamente, no solamente echar raíces, sino descubrir los orígenes de su lugar de adopción, y es así como construye una gran casa, en plena ciudad, con patios interiores y salones y un inmenso espacio destinado a almacenar obsesivamente toda clase de documentos, libros de hacienda, escrituras y testamentos que reproduzcan la historia de la ciudad, magníficamente descrito en la página 178. Cuando su mujer, cansada de Riobamba y harta de él, se traslada a Quito, Pompeyo no se mueve y prefiere vivir en soledad.

El inicio de la obra es vigoroso e invita a seguir adelante. Los diálogos son bien llevados e intensos. Los personajes comienzan a desfilar desde que Pompeyo llega en barco a Guayaquil para luego de unos días tomar el ferrocarril en Daule para viajar a Riobamba. Sobre el lanchón en el río Guayas Pompeyo conoce a Pericles García y a su hija Ana, quienes también iban a la sierra. La trama empieza a construirse y los personajes a relacionarse entre sí. Vienen Doménico, el italiano que pone una fábrica de pasta en Guayaquil y termina regresando a su país; los artistas Juan Carlos León —una especie de poeta raro y “decapitado”— y Rosario, que participan en las veladas culturales en casa de Pompeyo, recitan a Baudelaire y escandalizan a la sociedad timorata y conventual; el primo Jairo, que llega de improviso de Colombia, del cual se enamora una Ana cansada de las extravagancias de Pompeyo, pero que no pasa de ser un romance de salón y de cartas perfumadas, platónico y sin posibilidades de acercamientos, propios de ambientes cerrados. Llega también el cholo Cifuentes que, además de cholo es comunista, responsable de ordenar y clasificar los papeles y documentos del enorme archivo y escribir la historia de la ciudad, causante de críticas y reacciones de parientes, amigos y curas (¿tal vez un referente parroquiano y no confesado del autor a Carlos Marx quien, en la biblioteca del Museo Británico, quemó sus pestañas analizando las relaciones entre capital y trabajo y elaboró un diagnóstico —que seguramente perdurará— de la sociedad y del hombre?). Pero viene sobre todo Sofía, hija de Pompeyo y educada para atender al marido y cuidar de los hijos, casada a presión con Temístocles, sujeto desagradable y mucho mayor que ella, el cual un buen día es abandonado con los hijos comunes por una Sofía enamorada perdidamente de su amante —clandestino al comienzo—, un hacendado de nombre Ignacio. Ambos destapan lo que tapado suele estar en ambientes tradicionales, llevan un romance tórrido y definitivo: las escenas de amor entre ambos —necesario contraste con lo embozado e hipócrita— son narradas con un erotismo abierto y sin barreras. La sociedad riobambeña jamás los perdona y ambos viven su obligado ostracismo encerrados en la casa de hacienda, casi sin salir. Como llega igualmente la ñata Merino que aprendió en Guayaquil las artes amatorias y seductoras, y Eduardo, el otro hijo de Pompeyo. Y se presentan, camuflados por una bodega que expende alimentos, los miembros de un grupo subversivo que usa inclusive nombres diferentes para sus integrantes, inspirado en el che Guevara y en la revolución castrista, donde el hacendado Ignacio —podrá ser un contrasentido— también tiene un rol importante; grupo que, al fin, fracasa por obra de un traidor y la implacable persecución de la dictadura militar. ¿No fueron, en esa época, muchos miembros de las clases medias altas o altas los que soñaron e idealizaron a la revolución y al cambio? ¿No podría ser esta la causa —tal vez lo sugiera el autor— de que la utopía socialista no prosperó por falta de compromiso del pueblo? (Recordemos a Fidel apoyado hasta por el último caserío cubano o a Mao que movilizó a todos los campesinos). En el texto aparecen muchos personajes más que le dan carácter y matiz a la obra: la acción de éstos, incluyendo por supuesto la emocional o psíquica, es insustituible.

El “intruso”: ¿narrador o autor?

Paralelamente al universo de Vientos de Agosto, y en capítulos muy cortos presentados en cursiva, aparece un escribidor innominado que cuenta, en primera persona, su propia historia, otra historia de una muerte que pesa demasiado y para siempre. Solamente al final, este misterioso personaje y Matri Trini, nieta de Pompeyo y amante de un amigo, conocida en una sesión de tragos y mariguana, se encuentran (por una sola vez) en el sexo, uniéndose con violencia sobre la hierba. El “intruso” tiene el mérito de crear un ambiente adicional de nostalgia y abandono —su presencia es un grito de dolor— y el demérito de encontrarse aparentemente muy cercano del autor, lo que impide una perspectiva mayor. La pág. 248 lo retrata: “Ya no hay noche, ni día… ya no hay nada… sólo la lluvia que cae sobre las piedras, sólo la niebla negra de mi cabeza”. Sea como fuere, para la novela no se han inventado ni se inventarán reglas… y sabido es que, en una u otra forma, el ser mismo del escritor y sus fantasmas —estoy pensando en Sábato— están siempre presentes…

Cierre.

Como una chubasco violento, la novela se cierra en la desesperanza. Ya lo digo un crítico: “La nostalgia, la voluptuosidad o el sufrimiento del recuerdo es el clima literario perfecto”. Y con lo que calla, Carlos Arcos dice también mucho… (Ninguna novela debe decir todo). La misma Sofía, separada de Ignacio y fracasada su pasión, ya lo anticipa: “Tal vez no estemos viejas, pero estamos como muertas”. Y el propio “intruso” declara cerca del final: “La vida no es otra cosa que un continuo vaciarse”. Pompeyo, viejo y solitario muere en una silla de ruedas y es enterrado ¡en Quito! Antes de morir ha dialogado imaginariamente con el amigo muerto en París, sesenta años atrás. Su vieja casa se pone en venta. El cholo Cifuentes, amante de la recitadora Rosario, salva únicamente los papeles que pudo llevarse (“cholo de mierda, jode y jode por los papeles viejos de papá”), pero nadie quiere publicar su historia y debe contentarse con leer el Diario de Pompeyo, mientras Ana contempla de vez en cuando alguna fotografía de Jairo. Riobamba desde hace tiempo ha sido abandonada y las familias se han repartido entre Guayaquil y Quito. Los indígenas han ganado tierras, saben que son seres humanos, pero siguen pobres, marginados y explotados, ya no por los amos, pero sí por el sistema. Los revolucionarios no vuelven hablar del cambio, por imperativo que fuere. La historia del país sigue igual y se repite incesantemente, como los nueve círculos que conducen al Infierno. Ni siquiera el amor tiene sentido y el sexo con Mari Trini es mecánico y brutal: el amor reducido a un buen polvo y a polvo y escombros reducida la nación. Se vuelve, entonces, a los epígrafes del capítulo primero tomados del Génesis y de Antonio Machado: “Oíd ahora este sueño que he soñado” y “De toda la memoria, sólo vale el don preclaro de evocar los sueños”. Un viento de agosto se los llevó…

(Quito, agosto de 2003)