Somos los otros (La Hora)

Fuera del pilche

Nunca estamos solos. Más aún, no somos solos. A más de ser únicos como seres, somos un producto de los otros . Decir “yo soy” es una verdad a medias; extrapolando, casi una mentira o ráfaga emotiva. El astrofísico Carl Sagan dijo que “somos polvo de estrellas”, frase que repite Jostein Gaarder en El mundo de Sofía; y al polvo —a la materia, a la energía universal, o a Dios, si se quiere—, volvemos al acabarnos. Mientras tanto, en el venir desde las estrellas y en regresar a ellas algún día, somos hechura de los otros. Desde que nos conciben, pues fueron esos primeros otros los que intervinieron, y esa familia, estable o descompuesta, la que nos marcó. Cada ser lleva en sí, a más de su ser único, toda la humanidad. Esa es la maravillosa paradoja del ser humano: ser en sí un mundo y ser parte del universo mundo y de la historia. Dice un personaje de Salman Rushdie: “Soy la suma total de todo lo que ocurrió antes que yo, de todo lo que ha sido visto y hecho, de todo lo que me han hecho (…) para entenderme, tendréis que tragaros un mundo…”. El recién nacido llega de la nada, pero no comienza en la nada.

Aún en el mito de la creación, los primeros seres fueron dos: hombre y mujer. Y, en el mito de la trinidad, Dios es tres. Por siglos Dios fue mujer antes de ser varón. El dogma católico descompone al mismo Ser Supremo en dos: Dios y Hombre. Y si pensamos en términos evolucionistas, la realidad es abrumadora. Fuimos, en suma, paridos por el universo, desde una partícula con un germen de vida hasta llegar al humano que no es más que un animal con un cerebro extraordinario. Genéticamente somos iguales a los otros, incluyendo algunos animales. Inclusive los problemas de identidad personal, de comunicación o de interdependencia se resuelven ante y con los demás. ¿En quién nos miramos? Día a día usamos los referentes de los demás para sentirnos vivos y actuantes. Generalmente dormimos con alguien.

En un mundo mediatizado e inmediatista, competitivo y consumista (y mentiroso además), a veces se piensa poco, y se profundiza menos. No nos permite el tiempo y la presión exterior agobia. A políticos, religiosos y dirigentes se les oye decir: “Seamos mejores para que la sociedad cambie”. Así que tenemos que ser diferentes para los demás modifiquen sus actitudes. ¿Y por qué necesariamente vamos a tratar de ser mejores tú, él y yo? ¿En virtud de que estímulo? ¿De qué exigencia? Primero fuimos o somos seres sociales; después sujetos personales. Nuestro desarrollo y los procesos de información y aprendizaje están marcados por todo lo que recibimos, desde los largos nueve meses dentro del vientre de una otra. La sociedad está antes que el individuo. Cada ser se explica por los otros. No hay individuo sin sociedad. La sociedad es mucho más que la suma de los que la forman. La ética se entiende porque existen semejantes.

No es difícil concluir que para ser distintos debe cambiar primero la sociedad. Nuestro deseo de ser felices no puede eliminar a los demás. Que para ser “libres”, esa libertad debe insertarse en la libertad de los otros. Que nuestra “igualdad” debe realizarse dentro de la igualdad con los otros. Y que, por supuesto, el bienestar social o la “riqueza” común no podrá ser nunca la suma de las felicidades y de los bienes individuales…

Para ser distintos, necesitamos otro tipo de sociedad. Sólo una sociedad diferente nos hará cambiar. Y no se conoce otra vía que las ideas seguida de la acción política… Salvo que se crea vivir un estado ideal o que los otros no nos importen, caso en el cual el cambio —o el caos— llega por otras vías…

“Somos los demás de los demás” dice José Saramago.

(Quito, abril 2008)