COMO EL SILENCIO de Lucrecia Maldonado (2004)

Como el silencio de Lucrecia Maldonado

Cuando Lucrecia Maldonado me pidió que presentara esta obra, recordé que hace algunos años, cuando aún no nos conocíamos, leí sus doce cuentos de No es el amor quien muere, su primer libro. Fue una circunstancia excepcional, porque nada pudo cruzarse entre la autora y el lector, ninguna influencia o simpatía, los relatos estuvieron obligados a defenderse solos, y, en suma, sirvieron, no sólo para reconocer a una verdadera escritora, sino para iniciar una firme amistad, siempre entremezclada con el oficio de escribir, con la obsesión de personajes e historias, con las torturas de las páginas en blanco, con las incertidumbres de las hojas llenas de signos y significados que no siempre sabemos de dónde vienen y adónde van a parar. Me gustaron esas historias, hasta tal punto que escribí este comentario en la revista 15 Días en la cual colaboraba: “Resalta la maestría con que la autora ha trabajado y estructurado sus relatos. En cada uno de ellos ha encontrado el punto de vista justo, el tono de voz exacto, la modalidad de narrar precisa para obtener el efecto deseado. En el planteamiento de cada historia, el lector entra de lleno, desde el comienzo, en su individual dimensión, que es percibida de inmediato. A veces se presenta un reto, un desafío; debemos entonces retomar el cuento, leerlo con más atención. No obstante, lentamente, sin recursos falsos, la misma historia nos toma de la mano y nos conduce hacia la realización final. La autora dosifica hábilmente la intervención del lector y abre poco a poco las posibilidades.” Allí están, por ejemplo, y son mis preferidos: Dolor de corazón, De usted a vos, La palidez y el sueño, un cuento de antología, El otro vos. No es el amor quien muere ha sido reeditado, y vale la pena conocerlo.

Hace cinco años Lucrecia presentó su segunda obra: Mi sombra te ha de ser falta, también reeditada. Escribí, esta vez sólo para la autora, una breve opinión. Decía: “más allá de las cualidades narrativas, del buen uso de la palabra, de los conocimientos técnicos, del oficio, está algo sin lo cual escribir no sería sino un recorrido más o menos superficial alrededor de mundos y personajes más o menos interesantes, algo que es savia, nervio, vuelo y espesura de la aventura de escribir: la imaginación”. Nuevamente sorprendieron los temas, la amplia gama de situaciones, los puntos de vista, las diversas técnicas de tratarlos. Son mis preferidos Ese maldito gusto por la música (cuento que, según Lucrecia, fue concebido después de una conversación conmigo sobre música y que tuvo la deferencia de dedicarme), La otra, Mi sombra te ha de ser falta cuando te fatigue el sol, y especialmente La trampa, que recrea a un Cristo humanizado que disgusta a las jerarquías eclesiásticas que prefieren un Dios “Altísimo”, mención que la hago con toda intención para resaltar la agudeza de la autora, más aún después de haber sido bañados en sangre por la intolerable y sádica película del señor Gibson, que utilizó un tema y una forma para ganar millones a través del marketing y de las creencias religiosas, inclusive con la ayuda del Espíritu Santo y la inspiración del mismo Dios, según declaró en la televisión internacional (este católico confeso, buen director sin duda y mejor inversionista, que olvidó el segundo mandamiento), y con la ciega complicidad de muchos católicos, no de todos felizmente, y por cierto de la misma Iglesia que encontró en el filme otra oportunidad para recordar a los pobres mortales la muletilla de pecado-culpa-arrepentimiento-redención-cielo eterno, etcétera; y que criticó por la misma razón a la película El evangelio según san Mateo del marxista Passolini, película que fuera dedicada a Juan XXXIII, condenó al Dios-hombre de La última tentación de Kazantzaquis-Scorcese, sin siquiera caer en la cuenta que, aún desde el punto de vista católico, no va contra el dogma, y atacó a José Saramago por El evangelio según Jesucristo por el delito de escribir una obra literaria basada en la libre interpretación de los textos pero alejada, porque tenía el derecho de hacerlo, del dogma y de la doctrina. Hasta un niño puede entender que hay un campo para el mito, para el dogma o para la creencia en cualquier “verdad” oficial, otro campo para la historia, que siempre es incierta y cambiante, y otro para la literatura. Existen biografías noveladas, y a nadie le llama la atención que Rulfo haya escrito Pedro Páramo, en la cual todos los personajes están muertos, o Günter Grass El rodaballo, un libro donde el personaje central es un pez que habla, ni podía haberse producido el llamado realismo mágico. Ni siquiera El Quijote podía haber sido escrito.

No obstante, esta noche, ante el último libro de la escritora, sólo existen “la verdad de la mentiras” o “el arte de mentir”, si seguimos a Vargas Llosa; o la recomendación de Hemingway que sostenía que cuando se inventa algo hay que hacerlo como si fuera verdad; o la opinión del argentino Pligia que sostiene que la especificidad de la ficción está en su relación con la verdad, ya que en la literatura “se cruzan la ficción y la verdad”, puesto que “la misma realidad está tejida de ficciones”. Y no se piense que me he apartado de los textos de Lucrecia Maldonado. Al contrario, no está por demás recordar el papel de la literatura en nuestras vidas, que, en el fondo, en el sentido más amplio, aún para las personas que leen poco o que no leen nada, es el papel de los sueños y de las utopías. Día a día fabricamos ensoñaciones o mitos, como seres humano y como colectividades. Por más que la vida nos golpee y aunque el país siga hundiéndose, seguimos adelante, pensamos en el mañana, en el próximo año, trabajando, haciendo planes, seguimos eligiendo en las urnas, aunque nos hayamos equivocado tres, cuatro, veinte veces, aunque elijamos a un “burro de cuatro patas”, para usar una expresión usada por Carlo Emilio Gadda en una de sus novelas, y aún a sabiendas que el país es casi inexistente y que lo poco que subiste está en manos de los todopoderosos dueños y señores de la nación. Si los escritores pudiéramos disponer de ellos como disponemos de los personajes, simplemente aplastaríamos la tecla “delete” y los volatilizaríamos. Lástima: pacientemente tenemos que confiar en la ley natural, y la pobre no distingue porque es ciega. Lástima igualmente, porque los libros no cambian al mundo; sólo tratan de explicarlo. ¿Qué nos queda, entonces, preguntamos? Nos queda eso, nuestra lucha, nos quedan nuestros sueños, como país, como ciudadanos, como individuos, y, entre ellos, en forma de libro, los sueños y las noches en blanco de escribidoras y escribidores.

Porque en el momento que decimos “libro” (un buen libro, por supuesto), abrimos nuestras mentes a la vida, dialogamos con personajes, casi de carne de hueso (si no lo son en realidad), los reconocemos y nos reconocemos en ellos, de modo que el mundo concebido por la autora o el autor pasa a ser también nuestro universo, nos apropiamos de él, lo recreamos y volvemos a inventarlo. Porque así como somos, según dicen los astrofísicos, “polvo de estrellas”, fruto de una evolución que comenzó con la gran explosión hace millones de años, como seres humanos buena parte de nuestras vidas la empleamos, si consideramos con objetividad las cosas, en retornar a esas mismas estrellas. ¿Qué quiero decir? Simplemente que nuestro alimento habitual son los sueños. La historia de las civilizaciones es también una lucha por encontrar algo que llegará en el futuro. La historia de las religiones es la búsqueda de una utopía que puede existir o no pero que de todos modos la necesitamos. Nuestras pequeñas historias individuales, nuestros dramas existenciales son igualmente eso: lo que esperamos que llegue, lo que fantaseamos. Cada existencia, en lo individual, en lo familiar, en el campo del trabajo, en el amor y en la amistad, en la historia de las ciudades y de las naciones, es un rastreo por lo que vendrá, por lo que esperamos que ocurra. Muchas historias oficiales enseñan lo que nunca aconteció. “Qué sería de nosotros si no soñásemos”, escribe Saramago en Memorial del convento. Y me satisface que estas reflexiones, aparentemente fuera del pilche, hayan sido impulsadas por este nuevo libro. No podemos separar la literatura de la vida, como tampoco debemos desvincular la capacidad de creación nuestra o de las expresiones artísticas de otros, de la rutinaria cotidianidad. En el fondo, estoy haciendo un llamado, a nombre de Lucrecia, para acercarnos a la buena literatura, y si se piensa que no hay tiempo, recomiendo a ustedes no ver noticias por televisión, que nada se pierde, y buscar un libro. Podemos comenzar esta misma noche con Como el silencio. Creo que fue Abdón Ubidia quien una noche me dijo: “leer es un acto de fe en lo increíble”.

La primera impresión ante Como el silencio —y esto ya lo sabe la autora porque se lo he dicho a propósito de su segunda obra— es de una escritora “que siempre mira, observa, percibe, reconoce; camina por las calles, se mete en algún recoveco, en una rincón de la ciudad, en un pasaje que termina en un viejo patio, entre dos amantes. Entonces procesa. A veces alza los ojos, o los cierra, y piensa en algo más de lo que le rodea, en un mundo que no ha cesado de girar. También ella añora, o recuerda, o imagina. O, tal vez, sueña. Así pienso que nacen sus relatos: tomando lo que está fuera y lo que se ha quedado adentro”. Y a este “lo que se ha quedado adentro” voy a tratar de seguirlo la pista, pues, en definitiva, se ha convertido en otra obra. Se supone que para eso, y no para divagaciones, Lucrecia tuvo la amabilidad de invitarme para que presentara este libro.

Existen tres elementos, tres condiciones básicas, diría, sin las cuales simplemente no puede “funcionar” quien se dedica a escribir: la imaginación, la técnica y el trabajo.

Alejo Carpantier nos habla de “las fugas imprevistas de la imaginación, la eterna loca de la casa”, y ha sido Rosa Montero, en la última de sus obras que ha titulado justamente así, “La loca de la casa”, la que nos ha pintado el mundo de quienes a escribir se dedican, poblado de fantasías, de ensoñaciones, de los fantasmas que habitan en los cerebros, de las sombras que deambulan tal vez buscando palabras que las delaten, de los demonios de la memoria y del olvido, de los diablos del subconsciente que son posiblemente, puesto que no están controlados por la voluntad, los que hacen de las suyas frente a la pantalla del computador. No olvidemos que imaginar es inventar e inventar significa hallar, encontrar. Sin embargo, todas las sacudidas de la imaginación casi de nada servirían sino existiese ese segundo elemento, que es la forma, la estructura estética del relato, el modo cómo está concebido, el manejo del punto de vista, que permiten, no solamente encontrar la manera de decir lo que quiere decirse, sino también que hacen posible llegar al lector, interesarlo, sacudirlo, provocarlo, para que ante sus ojos se abran, mientras lee, todo lo que está dicho y se cuenta, aquello que se sugiere, aquello que se oculta, o la sorpresa que se evade, y que, en los buenos cuentos, no deben necesariamente mencionarse. Lo que en definitiva conmueve es el cómo se dicen las cosas, más de lo que se dice, y este cómo, debemos precisarlo, está, en suma, ligado íntimamente a quien escribe, porque la escritura sale del ser mismo de la persona, porque la escritura “es” la persona, y por este motivo cada uno escribe en forma distinta, puesto que no existen ni pueden existir dos seres exactamente iguales. Y finalmente, constancia, trabajo, en definitiva oficio. Porque escribir no es disponer de un tema, definir un personaje, encontrar una historia; es mucho más que eso; escribir es una obra de orfebre, una labor de artesanía, y hasta los relatos más simples, los aparentemente más fáciles —y lo sé por propia experiencia —, son a veces los que más conmueven, y nadie sabe, salvo la autora o el autor que se quemó los ojos, repasando cien veces cada párrafo. García Márquez es el ejemplo perfecto: produce la sensación de que no es difícil escribir como él lo hace; ese es uno de los secretos de su genialidad. Alguien dijo que “escribir es pensar” y el gran Macedonio Fernández, quién más podía decirlo, afirmó que “corregir es casi todo el Éxito”. No recuerdo quien pensaba que “la inspiración consiste en sentarse a la mesa de trabajo y coger la pluma”, ahora prender el computador.

Con estos nuevos doce relatos —entiendo que este número es cabalístico para la escritora—, Lucrecia ha demostrado nuevamente que cumple con los tres requisitos.

En el relato titulado La lista de Schindler, escrito en segunda persona —y Lucrecia tiene predilección por el uso de la primera y segunda personas—, junto a las menciones y recuerdos de varios filmes vistos el personaje, cuyas referencias cubren casi la totalidad del texto, hay una relato que no se cuenta, que corre por debajo, tal vez una historia inconclusa, algo que no pudo ser, algo que se quebró un día, de modo que el cuento se convierte en aquello que la escritora calla, cuando la protagonista (también puede ser el protagonista) rememora todas las películas vistas con alguien a su lado, o tal vez algunas sin ese alguien que quería que esté a su lado, y deja en los espacios de la sugerencia, de lo no manifestado, de modo que, al final, quizá las lágrimas que brotaron al finalizar la película se confunden con aquel “en realidad nunca voy a poder contarte... las escenas finales de La lista de Schindler”. Este cuento tiene un excelente manejo del tema, un gran ritmo. Atrae porque el cuento es otro, lo que nunca se escribió y el repaso sobre las películas que un día vieron juntos —repaso que, por otro lado, demuestra gran conocimiento del arte cinematográfico y de obras como esa inolvidable Sacco y Vanzetti (aún recuerdo su magnífico tema musical), que se presentó hace muchos años—.

Allí tenemos también otro de mis preferidos, escrito éste en primera persona. Me refiero a Ainadamar, una seguidilla que comienza sin mayúscula y termina sin el punto final, en el cual la autora ha logrado, con un despliegue estético y técnico valiosísimo, ofrecernos en pocas páginas cuatro niveles narrativos manifestados a través de una mujer que se multiplica para escribir un cuento robándole tiempo al tiempo, que tiene a la vez obligaciones profesionales y domésticas y un marido a quien debe dedicarle atención o, en su defecto, buscar la forma de reconciliarse, que lee un libro de poemas de García Lorca, “un libro de tapas anaranjadas sacado al acaso de una biblioteca”, parte de cuyos poemas se reproducen en el relato, y que medita a la vez sobre el asesinato del inmortal poeta y de la última pareja que tuvo. Este cuento es un extraordinario caleidoscopio que me ha recordado el juego del cubo de colores, y demuestra al alto nivel estético que, a través de todos estos años de dedicación y esfuerzo, ha logrado Lucrecia Maldonado. Claro que la mención al cubo la hago, no pensando en el lector, sino en el imponderable trabajo de la autora para conseguir el efecto perfecto, el perfecto equilibrio.

Hay otro relato, Por las tranquilas aguas del recuerdo, dedicado a ese lector obsesivo e incansable que es Raúl Serrano Sánchez, gran amigo, a quien le está permitido y hasta recomendado tener una amante exigente y absorbente que se llama literatura —“litera-tura” escribió Joyce en el Ulises—, escritor también y de los buenos, en el cual relato, usando otra vez la segunda persona, nos obliga al final a cerrar los ojos y recrear en nuestra mente aquel bar, aquel lugar de mesas para dos, con cervezas que se piden igualmente, de a dos y bien heladas, un diálogo que suspende la vida o que nos la devuelve — quién puede saberlo—, una conversación que nos hace exclamar —y ahora yo uso la primera persona del plural porque Lucrecia me llevó de la mano en estas páginas—: “y tengo que contarte que es de sabios marcar las distancias pero es de más sabios borrarlas por completo para ingresar sin miedo en la totalidad de la ternura”. Con este cuento Lucrecia nos obliga a hacer algunas anotaciones al margen, inclusive a algunas reconsideraciones, preguntar, por ejemplo, ¿dónde están ciertos recuerdos?, ¿dónde los puse?, ¿dónde la ternura?, ¿aún existe?, ¿qué hacer mismo con nuestras vidas?, o nos lleva a hacer una llamada por teléfono, citarse en un bar, sentarse en una pequeña mesa y decir: “por favor, dos cervezas”. En fin... Porque la cotidianidad, y era ya momento de expresarlo, ha formado y sigue formando parte de las creaciones de nuestra autora. A eso me refería cuando mencionaba hace un momento como Lucrecia “mira, observa, percibe y reconoce”.

Hay un sustrato de vida, de vida de todos los días, la que tenemos que atravesarla cada veinte y cuatro horas, de donde nacen y se desarrollan las alas imaginativas y se forman las estructuras estéticas de la mayoría de los cuentos. Y aunque sepamos que la literatura no tiene otra materia prima que esa misma vida, Lucrecia Maldonado le da un giro tan especial, un “toque”, muy propio de su sensibilidad, que torna sutil e interesante a la cotidianidad, atractivo a lo prosaico, inolvidable al suceso tal vez excesivamente repetitivo, hasta tal punto que he llegado a pensar que ella escribirá siempre porque si parase de escribir no podría mantenerse en pie, dejaría de respirar y el mundo se le caería encima.

En Como el silencio, que presta su título al libro, nos encontramos con una narración excepcional, difícil, un alarde de técnica y de pulcritud estética, un juego de tiempos y de sensaciones que desafían y pone en aprietos al lector, atraído en todo caso por retomar con el hilo de lo contado, descifrar el pequeño misterio, que en el cuento no es otro que el de un niño que perdió a un padre y marido déspota y machista, y luego de muchos años a su madre, y que encierra en pocas páginas el paso de la infancia a la adolescencia y el descubrimiento de cómo su madre, que adoraba a los Beatles, un día comenzó a salir y así sobrevivir a la soledad, “con pañuelitos de colores para nomás de ir a rezar el rosario frente a la Virgen María” y obligó a su hijo a pensar en “que terrible es entender a los mayores cuando uno todavía no lo es” y, mucho más tarde, en la postrer despedida, decirle: “No se preocupe, mami: yo le entiendo”.

Y ahora vamos a Patchwork, o sea remiendo o unir retacitos, un texto corto, bien armado, un cuento triste, de esa tristeza de la cual nadie puede librarse y a veces no sabemos cómo manejarla, como tampoco sabemos muchas veces manejarnos y carecemos de respuesta a la pregunta “¿qué hacer de la vida”?, “¿qué del amor”?, salvo que se nos ocurra, “cuando ya se tiene bastantes pedacitos... tomados del suelo y de otras partes... (aunque) a veces los retazos no combinen... (pero necesitaría) muchos retazos para que salga suficientemente grande, de manera que me pueda envolver de pies a cabeza para ver si así se me va ese frío de muerte que de vez en cuando aún se pone a morderme el corazón, a lamerme las articulaciones, a arañarme el vientre...” Palabra de Lucrecia. Abran el libro y comiencen con este cuento. Es mi recomendación.

De los doce cuentos, cuatro tienen referencias cinematográficas. Marcelo Báez, ese buen amigo guayaquileño quien sabe tanto de cine y que también escribe (no lo he visto algún tiempo), en su obra Adivinen quién cumplió 100 años (los cumplió el cine en 1995), reproduce una frase de Carlos Fuentes: “en celuloide eres y en celuloide te convertirás, en virtud de la patética semejanza (del cine) a lo cotidiano”. Sería una posible explicación, entre otras, de la inclinación de la autora a usar, y con gran acierto, constantes menciones al arte cinematográfico, como si además de lo que ofrece el mundo necesitase algo más para tejer sus ficciones y añadir más “material”, para decirlo prosaicamente, a la cotidianidad. Nada de lo que cuenta Lucrecia sorprende —si apenas es la vida—, pero fascina y atrae la forma cómo lo hace. Esa es una de sus grandes cualidades: no necesitar de artificios, de complicaciones, de enredos. Simplemente escribir como lo hace.

En El muchacho, el soldado y el mendigo la autora retoma el tema evangélico. El cuento, que se inicia con un párrafo de gran ternura, recrea a la prostituta María Magdalena y su encuentro con Jesús, llamado “el Hombre”, la defensa que Jesús hizo de ella cuando ella era maltratada y, cómo, al final del cuento la mujer le dice, puesto que lo conocía: “Vuelve, por favor, ven otra vez a que conversemos”.

En alguna forma, desde un punto de vista diferente y desde la mente de un niño que no podía hacer distinciones, en El señor Jesús —en realidad el hijo del carpintero del barrio—, vuelve al tema religioso cuando este Jesús muere justamente el viernes santo y el otro (pronombre que se acostumbra a escribir con mayúscula) resucita al día siguiente. Estoy de acuerdo con Lucrecia: el ser humano vive acosado por los dioses, no puede librarse de ellos: Dios resulta siempre, o una solución que no llega a concretarse, como cuando nunca llega el empleo prometido o el préstamo del banco, o un persistente interrogante, una pulga en la oreja y, para muchos, una promesa presente en sus vidas.

Dejésmoslo ahí es una pintura del alma femenina, rodeada de misterios, luchas diarias, incertidumbres, rutinas y sueños, embarazos, hijos, trabajos, un marido aburrido..., y de un cuidador de carros, un muchacho, que siempre le daba la mano y le preguntaba “está buenita?”(ese quiteñismo tan significativo), hasta que un día le confesó “¿Qué más puedo hacer yo, si estos ojos se han fijado en usted”?

En Todos amamos a Lucy, donde usa referentes del cine y de una película hecha hace medio siglo con un conocido grupo de comediantes, vuelve a un tema que es constante en Lucrecia, la soledad de la mujer, el deterioro del amor matrimonial, e incluye comentarios sobre la situación del mundo, una crítica al capitalismo e inclusive ciertas dudas bíblicas, para, finalmente, poner en boca del personaje estas palabras: “pero a mí me gusta pensar que si la serie se ha pasado por la tele durante cincuenta años sin parar un día es porque quizás existe algo parecido al amor eterno”.

Con Acuérdate de agosto la escritora busca otros ambientes. Se trata de un cuento largo, en el cual se van incorporando lentamente los datos, de modo que el lector es obligado constantemente a cambiar de ruta y Lucrecia es la que va enderezando su rumbo, ubicándolo. Da la sensación de desafío, de caramelo que ofrece, de juego, que incorpora también un erotismo diferente, sorpresivo, que contrasta con el típico y sofocante ambiente de curas y monjas. Un trozo de diálogo me gustó mucho. Ella dice: “Ya sabía”. “¿Qué sabía?”, pregunta él; y ella responde: “Que usted no puede más. Por eso vine”.

He dejado con intención al final la mención al texto que abre la obra: Cómo se llamaba ese país. No es un cuento y no hace falta que sea. Es un texto poético, muy hermoso, escrito sin ninguna puntuación que enmarca, en suma, la escena final que reproduce un suceso cotidiano (un minicuento acaso): la muerte de un individuo a causa de un balazo disparado por la policía. La autora nos está diciendo: sí, señoras y señores, en este país vivimos; en este país escribimos.

Un cuento debe cerrarse bien, sea o no en forma sorpresiva, pero, repito, debe cerrarse correctamente. Lucrecia Maldonado no tiene especial preferencia por los finales sorpresivos, aunque todos sus cuentos son una sorpresa. No obstante, después del juego de los niveles narrativos, de los claroscuros, de los cambios de escenarios y tiempos, de ese oleaje emocional que contiene cada relato, de los personajes que aparecen con sus pequeños cargamentos a cuestas, siempre se encuentra la forma justa de poner el punto final, de “abrochar” al relato. Tal vez yo hubiera sugerido a Lucrecia, en ese maravilloso relato que es Patchwork, suprimir las últimas frases explicativas.

Deseo resaltar en todos los relatos una constancia que sugiere, sorprende y provoca: siempre hay otra historia debajo de cada cuento, un relato que no está escrito en palabras, pero que allí está, yacente, como si de ese fondo salieran solamente algunas palabras para ser llevadas a un libro y se quedaran otras para ser adivinadas por los lectores, o quizá en espera de otras aventuras posteriores, o acaso que todavía no quiere o no se atreve a sacarlas la escritora.

Otra característica es el uso, ya lo dijimos, de la primera o segunda personas. Son modos fascinantes y muy ricos que permiten variaciones de sentido y de puntos de vista. Esta característica tiene relación con los personajes y ambientes preferidos de la autora, y con su necesidad interna, tanto de expresarse como de participar y comunicar. Sin desmerecer en modo alguno una sola línea de sus relatos, hace pocos días le decía a mi buena amiga: mira, Lucrecia, prepárate para la tercera persona; es posible que te haga falta. Como también comentamos que, como el Ecuador es país de cuentistas (y me refiero a los escritores, no a los que sabemos), debemos alguna vez preguntarnos si rehuimos la novela porque acaso no queremos contarnos. Espero, en algún momento, una novela de Lucrecia Maldonado. Mientras tanto, mi solidaridad con la escritora, con su trabajo; mi adhesión a esa imponderable sensibilidad y esa fuerza imaginativa y estética puesta al servicio de la literatura. Mi felicitación renovada a Editorial Exkéletra que no cesa de editar, que tiene fe en la literatura y que pone todas las ganas en cada libro. Una pregunta final que no está obligada la escritora a contestar este momento: ¿cómo haces para que tus días sean de treinta horas y no de veinte y cuatro? Gracias a ti, Lucrecia, y a todos por escucharme.

Quito, mayo 5 de 2004