Cecilia Vera de Gálvez. 19 de octubre de 2005.

    “Mi voz —dice Batjin— ‘quizás signifique algo, pero en todo caso, mis palabras llegan envueltas en capas contextuales determinadas por las voces de los demás y por la pluralidad de lenguajes que viven dentro de cualquier sistema social’. A esto se lo llama heteroglosia (diversidad y pluralidad de lenguajes) y se considera que ‘la novela es el lugar privilegiado donde se reúnen los lenguajes plurales’... Batjin le atribuye a la novela una revolución radical del lenguaje humano, una liberación fundamental de intenciones culturales y emocionales anteriormente sujetas a la hegemonía de un lenguaje unitario. De la pluralidad de contextos inherentes al lenguaje, el texto narrativo extrae y concierta una serie de confrontaciones dialógicas que le permiten al novelista dar a las palabras significados nuevos y, sobre todo, problemáticos. La novela es el instrumento del diálogo en el sentido más amplio: no sólo diálogo entre personajes, sino entre lenguajes, géneros, fuerzas sociales, períodos históricos distantes o contiguos... Más que un género entre otros, los usa todos a fin de colocar al autor como al lector dentro de una era de lenguajes competitivos, en conflicto” (Fuentes, 36-37).

Con esta larga cita he infringido, sin lugar a dudas, toda norma de ensayo crítico. Sin embargo, no me arrepiento, porque creo que se convierte en un testimonio de sustento teórico que retrata, ante ustedes, exactamente el logro que obtiene Modesto Ponce con su novela El Palacio del Diablo, obra que combina en una pluralidad de voces, los múltiples discursos que se alternan para insertarnos en un mundo polifacético en el que dialogan el presente con el pasado desde la palabra de sus narradores, de sus personajes, de los autores citados, de los datos consultados y, sobre todo, desde una ciudad que es dicha, pero que también, a medida que avanzan las historias contadas, se va soltando y se va diciendo sola como si formara parte de un currículo oculto.

Leer la novela El Palacio del Diablo (PAN-ÓPTIKA Editores, Quito, 2005), de Modesto Ponce me llevó a muchas partes pero, fundamentalmente, me llevó y me trajo de muchos otros textos mientras mi atención se iba centrando, cada vez más, con interés profundo, en los planteamientos de una obra que involucra, no desmaya, abarca con ambición y entreteje una relación texto-lector, (lectora en este caso) que deja marcas y conmociona con intensidad.    Al mencionar este ir y venir por tantos textos a partir de la lectura, me estoy refiriendo a los aspectos de la intertextualidad, es decir a las asociaciones presentes en la obra misma y a aquéllas que como receptora de esta propuesta narrativa fueron mi aporte, desde los cruces culturales propios. Así, como en un periplo largo y de múltiples paradas, llegué inevitablemente a las propuestas teóricas de Bajtin asumidas, a la vez, por Carlos Fuentes en su libro Valiente Mundo Nuevo(1990). Y considero que es importante compartir algunas de sus reflexiones, de manera amplia, pues ilustrar con total pertinencia aspectos sumamente importantes del trabajo novelístico de Modesto Ponce. Para Batjin —dice Fuentes— la novela es un campo de energía determinado por la lucha incesante entre las fuerzas centrípetas que desdeñan la historia, se resisten a moverse, desean la muerte y pretenden mantener las cosas juntas, unidas, idénticas; y las fuerzas centrífugas que aman el movimiento, el devenir, la historia, el cambio, y que aseguran que las cosas se mantienen variadas, diferentes, apartadas entre sí.”

La presencia constante del contrapunto entre las múltiples historias, situaciones personajes ajetrean al lector, lo llevan de un tiempo a otro, de un espacio al siguiente, le hacen dar saltos retrospectivos para poder recoger datos que le permitan configurar la identidad de los personajes. Los hilos del discurso narrativo que configuran el entramado de la novela fluyen desde voces que nos hacen recorrer los diversos caminos de lo contado pero que también nos detienen con frecuencia por dos motivos que caracterizan esta escritura: la pintura de los espacios (la ciudad, Quito, que se convierte en protagónica, o un paisaje de campo, una habitación, una oficina, muchos ambientes), y digo “pintura” porque los detalles seleccionados en la configuración de imágenes van estructurando verdaderos cuadros que se visualizan, más allá de la descripción simple y llana. El otro motivo que nos detiene en el devenir dinámico de la narración es el de las reflexiones, las valoraciones fuertes, las opiniones de los narradores sobre aspectos históricos, políticos, sociales, de filosofía de vida, de cotidianidad, tomados muchos de ellos del referente real e insertados o enlazados con los sectores anecdóticos de la novela. Son momentos en que las asociaciones lectoras ya mencionadas nos recuerdan a los realistas del XIX (Balzac, Sthendal, Flaubert) pero en una combinación que actualiza la obra y la vuelve contemporánea por sudiferente organización, por la manera cómo están estructuradas sus partes. Esto último permite constatar, justamente, la tensión que menciona Batjin entre las fuerzas centrípetas y centrífugas que, en El Palacio del Diablo, entran así, en el juego de la ficción hecha lenguaje.

El oficio de escribir, el hacer literatura, los aspectos técnicos que han tenido que ser afrontados en el trabajo de la misma novela, aparecen con regularidad en los momentos en que el narrador principal se presenta como personaje y se enfrenta al que supuestamente escribe, generando una especie de desdoblamiento del yo narrativo, recurso que logra proyectar las tensiones y los conflictos que se producen en el acto de la creación misma. Este narrador llega siempre con la lluvia, lo que se transforma en una propuesta simbólica que vincula uno de los rasgos distintivos de la ciudad —se señala lo impredecible a la lluvia y sus efectos como una característica de Quito—, con lo que podría ser la impredecible presencia de esa voz narrativa que quiere apropiarse del discurso para ejercer el poder que le confieren las normas consagradas en cuanto a novelar pero que pierde generalmente la partida frente al desencadenamiento tumultuoso de situaciones y de acciones de unos personajes que cobran vida propia y anulan cualquier intento de dominio, tal como solía mencionar don Juan Rulfo cuando, después de escribir su novela Pedro Páramo, su propia creación del personaje, Susana San Juan, lo mantenía arrinconado, tal era la fuerza autonómica de esa mujer llena de palabras.

Al respecto de ese narrador de la obra de Modesto Ponce, se dice en una parte del texto: “Maldivinándonos, el narrador se impacientó. Dijo que no nos recomendaba comenzar con descripciones sobre el clima y la naturaleza, impropios de la novela moderna, como inadecuados son los retratos psicológicos que agotan al lector y dejan poco en claro; los personajes, añadió, viven y se muestran a través de la acción.” (245). Y más adelante el tal narrador queda descalificado ante el lector cuando quien supuestamente escribe afirma sobre él lo siguiente: “Pensativo, inconforme, ... el narrador preguntó ahora la pregunta que no sirve para nada: ‘¿De qué trata la novela? ¿Cuál es su título?’ Le expliqué que no importa el qué, sino el cómo, que lo que cuenta son los personajes-personas y las personas-personajes, que el argumento es un soporte indispensable, un andamiaje, casi un pretexto; que vale más el hilo emocional, la estructura, la manera cómo se enlazan las cosas, que no tenemos la menor idea del título, ¿cómo se le ocurre?; cuando nosotros mismos, de pronto y en medio de estas 

explicaciones comenzamos a dudar de lo que decimos, de nuestras limitaciones y de las limitaciones de lo que de límites carece”. (364).

Tales aseveraciones afianzan la concepción de la novela como una construcción de lenguaje que rescata, de alguna manera, en las ilimitadas posibilidades del decir, una realidad que siempre estará mediada por las voces que la nombran.

 

Raúl Serrano, en la presentación de la obra en Quito, afirmó con acierto que “esta novela cabalga como un animal de múltiples cabezas y bocas, a un ritmo realmente endiablado” y, justamente, desde tal ritmo se construye con vital arquitectura la visión de ese espacio-palacio, esa ciudad abarcadora que permite estructurar una novela desde la relación que mantienen con ella el narrador innombrado y Tadeo, el protagonista; una relación problemática de cercanías, afectos, desafectos, reproches y reniegos, como problemática es la vida de los que le habitan, sus personajes, los personajes de la novela. Manteniendo los contrapuntos como uno de los rasgos de la obra, estos personajes se convierten en los signos representativos de un entramado social, económico, político y cultural urbano en el cual están crudamente señaladas las dicotomías y paradojas entre quienes detentan todos los poderes y quienes, en los márgenes, sufren las consecuencias. Así, van configurándose quienes se ubican en el extremo del poder: el señor Presidente que es uno y pueden ser todos, cubierto de máscaras y maquillajes; su actual asesor, el banquero don Nicanor Sancho de la Palma, prototipo de la corrupción legitimada y su esposa Antonieta. Y los que se ubican en el otro extremo, el de la pobreza, víctimas de todos los abusos como la Zoila y su hija “la Carmelina linda” o ese retrato esperpéntico del mendigo, convertido, sin palabras, en la voz de la conciencia de don Nicanor, conciencia que debe desaparecer para olvidar orígenes, traumas y ausencia de bondades.

Pero la obra perdería actualidad, en este presente que no se puede concebir como sencillo, llano, binario, sino como el de las confluencias contradictorias del caos y la complejidad. Por eso, los extremos se incorporan a otras muchas historias de vidas en la aparecerán los personajes dedicados a la publicación de un semanario, que pretenden hacer periodismo transparente y crítico, liderados por Daniel Izquierdo, los que permiten acceder a la presencia de la vida familiar en interacción de silencios, soledades, pérdidas y recuerdos, relaciones parentales, de hermanos, de amistad incondicional, de pareja.

En ese mundo complejo de la ciudad-palacio con todos sus secretos y todas sus intrigas, combinación de escenas de una vida posmoderna que difumina las líneas de lo público, lo privado y lo social, hay en la novela una presencia enfática de la relación amorosa proyectada, sobre todo, desde la vida en pareja del narrador sin nombre y de Tadeo. Relaciones que surgen, en diversas edades según las cuales, cambian de fisonomía pero se centran, fundamentalmente, en un erotismo del que derivan los afectos, la necesidad del otro, la soledad de dos, la compañía de dos, la invasión o el respeto a la individualidad del otro. Desde mi lectura, es esta otra marca de identidad de El Palacio del Diablo que transversaliza toda la obra y que abre el acceso a una presencia fuerte de la mujer en personajes como María Teresa, Marina, Lina o Lariza. O fuera de la relación de pareja, la singular Nana. Son personajes completos, intensos, cuyas imágenes y caracterizaciones inciden con fuerza en la percepción del lector. Sin embargo, persiste en la construcción de ellas como personajes, algo de la idea tradicional que se mantiene en cuanto al ser mujer dentro de la cultura hegemónica tan característica de Latinoamérica: mujeres con cierto misterio que las convierten en impredecibles o de comprensión inalcanzable por parte de la pareja, mujeres que, a pesar del toque de originalidad que las acompaña como personajes de la novela, son vistas, permanentemente, sólo desde la mirada masculina.

El Palacio del Diablo causará polémicas por la particularidad de la visión desde la que lo ficticio se remite a la realidad, por las descarnada presentación de los oprobios, abusos, inequidades y corrupciones a los que se hace referencia, por el tono que en ocasiones se torna agresivo, descalificador o, cuando menos, escéptico o irónico frente a lo mencionado, manteniendo, a través de la visión del mundo tanto del narrador como de algunos personajes, una actitud de inconformismo que queda ubicado como testimonio cierto en la literatura. De allí la total pertinencia de uno de los comentarios que sobre ella se han vertido: “Novela compacta que ocasionará reacciones y debates. Libro para leerse con pasión y reflexión. Otra rebelde, irreverente, dura y tierna a la vez, que rescata el amor, el respecto, la inconformidad con un mundo injusto y la capacidad de creación, como los únicos elementos que nos permitirán sobrevivir.” (Contraportada del libro).

Coincido con quienes ya han afirmado que, por extensa que sea esta obra, el interés de la lectura no desmaya hasta la última página del libro. Felicito a Modesto Ponce por el gran trabajo realizado con su primera novela y le agradezco por su confianza en mis criterios literarios al haberme encargado la presentación de El Palacio del Diablo en Guayaquil.



Guayaquil, 19 de octubre de 2005.

Museo Antropológico y de Arte Moderno MAAC

* Se publicó en la Revista KIPUS (Universidad Andina "Simón Bolívar"), I y II semestres de 2005.