Eran tan coquetas y amables del lujo aquellas jóvenes, que todo les parecía poco para engalanar sus primorosas formas, despertar la envidia de sus amigas y llamar la atención de cuantos las conocían. En aras de esta pasión desordenada gastaban cuanto tenían y cuanto caía en sus manos. Si les faltaba de lo propio, pedían fiado o prestado y no se preocupaban de pagar o devolver. De este modo fue que estafaron y perjudicaron a todo el pueblo, tanto los ricos como a los pobres en lo que les fue posible. Las gentes, convencidas con tan dura lección de lo peligrosas que eran las relaciones con estas mujeres, trataron de evitarlas, pero fue entonces cuando ellas principiaron a ejercitar sus otras malignidades. Murmuradoras temibles y egoístas sin tasa, para ellas nadie era bueno ni nada era útil si no les beneficiaba inmediatamente y a plena satisfacción de sus desmedidas ambiciones. La persona que se negaba a sus pedidos o a sus exigencias, caía en la picota: a las pocas horas volaba su nombre por el pueblo, en todas las direcciones, unido a enredos y líos imposibles de imaginar. Si no tenía vicios o defectos, le inventaban los peores, los más ridículos o los más denigrantes; si no era autor de hechos vergonzosos o cobardes, se los tramaban a su gusto y paladar, con una habilidad desconcertante.
A cualquier hora que se pasara por la casa de estas malvadas, se oía el murmullo confuso de sus voces, pues, no hacían otra cosa que urdir chismes y tramar intrigas. Vivían atisbando el obrar y el vivir de los habitantes del pueblo para sembrar entre ellos la discordia y el dolor. Como maniobraban desde la sombra, nadie podía comprobar sus actos ni acusarlas judicialmente, pero tan graves faltas no podían quedar sin castigo, y el designio justiciero del Eterno cayó sobre aquellas que eran la negación de todo lo bueno, convirtiéndolas en estos horribles animales que conocemos con el nombre de vizcachas: quedó reducida la cabeza a esta de ojos medio salidos de las órbitas, de mirar audaz y agresivo; crecieron excesivamente los dientes, esponjóse perdiendo su elasticidad la lengua, y empequeñeció visiblemente la boca perversa, perdiendo, así, el uso de la palabra, el arma vil que tan cobardemente esgrimían. Unióse a ello el cuerpo estrecho, deforme, cubierto de áspero y deslucido pelo, que termina el conjunto de estos voraces roedores. Cuando se pasa cerca de sus viviendas se oye el confuso y bronco cuchicheo, tara de sus antiguas habladurías, costumbre indigna que, habiendo estado unida a ellas, a pesar de la transformación que sufrieron y de los siglos que pasaron, no han podido olvidar. En la fealdad incomparable que las caracteriza, llevarán por siempre el duro castigo de sus almas frívolas y perversas. . Por eso es que tienen miedo a la demanda las vizcachas. - terminó la vieja, satisfecha de haberme convencido con esta razón irrefutable.