Tero, (Leyendas)

Habían sido los teros, en lejanas épocas de la historia del mundo, los mozos más acaudalados de la región en que vivían. Extendíanse sus heredades por leguas y leguas, y el ganado que pacía en ellas era incontable. Quintas, molinos y palacios diseminados por doquiera, completaban el fabuloso patrimonio que les dejara al morir, su padre, producto de largas fatigas y sacrificios sin cuento.

Presumidos, atildados, vanidosos y dueños de una fortuna que nada les había costado, principiaron a gastar de ella sin medida y sin miramiento alguno. Eran infaltables a las fiestas, reuniones o convites donde hubiera que gastar y divertirse. Ellos mismos los organizaban a cada momento y con cualquier motivo. Los días de holganza y de derroche se sucedían unos a otros, de modo que los disipados caballeros no se ocupaban ni en saber de sus haberes que iban en constante disminución. Una turba de amigos los seguía, adulaba y avivaba en ellos el afán de holgorio y de divertimiento. De este modo se les fueron como por entre los dedos sus cuantiosos bienes, quedando en la miseria más espantosa. No pudiendo soportar las miradas compasivas y las palabras irónicas de sus propios amigos, huyeron a lejanas regiones, donde profundamente arrepentidos y amargados, ellos mismos se maldijeron. Cayó la maldición sobre sus cabezas, convirtiéndose por ella, en el acto, en estas aves nerviosas y esquivas que aún llevan visibles en el cuerpo, la corbata y la camisa, únicas prendas que en tan vergonzosa miseria les quedó sin vender. Conservan todavía en sus ojillos negros e inquietos, el círculo rojo delatador del abundante llanto que vertieran ante la inmensa desgracia que derrumbó sus vidas. Por eso es que los teros son tan huraños: temen como nadie a las miradas indiscretas que han de descubrir a sus hermanos, la ridícula situación en que vivirán para siempre.