TE PROMETO
Por Tzitziki Janik
ADVERTENCIA: Historia para mayores de edad por contener escenas sexuales explícitas.
Si no te gustan estas historias o eres susceptible, por favor no lo leas... y si lo haces al menos deja saber que te pareció.
Hacía una semana que se fué y ya lo extrañaba muchísimo. Era la primera vez que se marchaba por tanto tiempo. Las anteriores ocasiones solo eran uno o dos días nada más y después él llegaba con un sinfín de obsequios para ella. Pero lo que a Candy realmente le gustaba era sentir su cuerpo junto al suyo y saborear sus besos.
No entendía el cómo o el por qué se enamoró tan profundamente del que había sido hasta ese entonces su mejor amigo. Tal vez sucedió cuando se enteró quien era o posiblemente cuando lo besó por vez primera, pero su entonces enamoramiento del inglés la mantuvo cegada.
Pero ahora ya no importaba, porque ella pertenecía a él.
Se tocó amorosa el vientre plano donde sabía que albergaba una nueva vida. El fruto de su amor crecía en su interior y ardía en deseos de decírselo y ver la expresión de su rostro. Soñadora se sentó en el amplio sofá de su habitación, aquel que muchas veces había sido testigo de sus apasionadas entregas así como de horas de increíbles charlas o de apacibles silencios mirando las llamas en la chimenea, tomados de la mano.
Con una sonrisa pícara en sus labios, recordó las noches en que se dejaba adorar por su hombre y redescubrirse como mujer. Atrás habían quedado los días en que su tristeza y soledad la empujaron a querer morirse. O cuando se enfrentaron a las suspicacias y comentarios mal intencionados de aquellos que miraban su relación como algo imposible por las diferencias que existían entre ellos.
Entonces sus verdes pupilas se posaron sobre el hogar de la chimenea hasta descubrir su tesoro. Ahí, sobre el lugar de honor, un pequeño cuadro resaltaba. Y sin poder evitarlo un torrente de recuerdos llegó a su memoria invadiendo de calidez su corazón. Porque esa pequeña pintura significaba mucho para ella.
Sus memorias la llevaron varios años atrás cuando ilusionada dejó todo para vivir con Terry en Nueva York. Por única vez fué egoísta pensando en ella antes que en los demás. El mismo día de su llegada hizo el amor con él, sintiendo que su pecho estallaría por la emoción de la entrega. Esa noche se hizo mujer y se convirtió en su amante, esperando inútilmente la propuesta de matrimonio que nunca llegaría. Por un motivo u otro él no se decidía a formalizar su relación.
Las fiestas, los excesos y las amantes en turno de el actor pronto la transformaron en una mujer vacía y con el corazón lleno de celos. Pero él se las arreglaba para enloquecerla en la cama y lograr su perdón. Unos días, tal vez dos semanas era lo máximo que duraba su felicidad para luego enterarse que nuevamente había sido burlada por él.
Un día se miró al espejo y el reflejo que observó no le gustó nada. Ya no era más aquella niña de coletas, pecosa y optimista. Ahora su cuerpo mostraba las curvas de una mujer pero había perdido el brillo en su mirada y su sonrisa contagiosa. Las grandes ojeras y su rostro mustio la asustaron.
Y fué que tomó la decisión.
Salió con su pequeña maleta y con lo que llevaba puesto. Tomó el tren hacia casa. Solo bajó en Chicago para comprar un sándwich y un pasaje hacia Lakewood, hacia la colina de Ponny. Deseaba llegar cuanto antes y encerrarse entre los brazos de aquellas dos mujeres que bien sabía siempre la apoyarían y nunca le reprocharían nada.
Y fué que se reencontró con él.
Había visitado a Tom en su rancho y pasado unos días agradables a su lado. Pero el disgusto que observaba en el rostro de su esposa la obligó a acortar su visita a su querido amigo. Sabía que una mujer celosa era insoportable y no quería causar problemas.
Tom se disculpó por la actitud de su mujer. Candy solo le abrazó y montó la yegua que él le ofreció.
— No te preocupes Tom, entiendo que es difícil para Rosie soportar mi encantadora presencia. Mi pasado me persigue y condena. A mi edad debería estar casada y al menos con tres chiquillos corriendo alrededor de mis faldas. Pero ya ves, solo soy yo… — terminó con la voz quebrada y con disimulo limpió una traicionera lágrima.
— Tú siempre serás bienvenida en mi casa — le dijo el guapo vaquero palmeando suavemente la mano de su hermana — Sabes que cuentas conmigo, además en el rancho Stevens mando yo y no unas enaguas.
— No Tommy, no quiero causar molestias. Ella es una mujer preciosa y espera a tu segundo hijo… — le dijo con una sonrisa en sus labios — además, aunque no lo reconozcas Rosie ya ha tomado las riendas de tu vida — terminó diciéndole mientras golpeaba suavemente los ijares del animal — Mañana te regreso la yegua, cuídate y cuídala — fué lo último que dijo antes de azuzar su montura y que esta trotara sobre el verde campo.
Candy disfrutaba su cabalgata sobre aquella yegua criolla. Era una bestia imponente pero increíblemente tranquila. Acarició las crines y el cuello del animal y le ordenó aminorar el paso. Cruzaron por el bosque cubierto de frondosos follajes, escuchando el viento silbar entre las hojas de los árboles. El trino de los pájaros inundando con sus cantos el silencio. Rió divertida cuando levantó la vista y miró como las ardillas peleaban entre ellas por comida y se perseguían unas a otras. Recordó a Clin, su hermoso coatí que tuvo que regresar a Annie cuando se mudó a Nueva York y que luego supo murió inexplicablemente un tiempo después.
— Yo lo maté — susurró para sí.
Annie le comentó en una carta que el veterinario le había dicho que murió de viejo pero ella sospechaba que se había dejado morir de tristeza. Fué enterrado con honores en el jardín de la mansión de Chicago. Mientras Annie dedicaba unas palabras al hermoso animalito, Archie tocaba la gaita en su memoria y sus hijos lloraban desconsolados.
Candy suspiró agobiada. Sabía que tenía que dejar esos tristes recuerdos atrás pero no sabía cómo hacerlo. Cada vez que se empeñaba en olvidar siempre había algo que los sacaba a flote y la hacía sufrir. Entendía que debía de tomar una vez más las riendas de su vida pero no tenía fuerzas, ya había perdido toda esperanza, solo quería dormir y tal vez, con un poco de suerte, no despertar más.
Hasta ese día había mantenido la ilusión de que Terry la buscara pero ya había pasado casi tres semanas y ni una llamada, un telegrama o alguna carta. De pronto la yegua se encabritó sacándola de sus más oscuros pensamientos, trató de controlarla pero a la alazán parecía que las herraduras le quemaban. Recordó en esos instantes la forma tan dramática de cómo murió Anthony y el pánico se apoderó de su cuerpo, se sujetó con fuerza al cuello del animal y como si se tratara de una señal este salió disparado, cabalgando a una velocidad exorbitante.
Totalmente engarrotada, gritaba con fuerza tratando de detener la loca carrera de la yegua pero su cuerpo no respondía. El terror la invadió al mirar hacia dónde se dirigía su montura. El acantilado no era muy profundo pero sabía que quien cayera no la libraría tan fácilmente. Cerró los ojos sintiendo ya la próxima caída y se aferró con más fuerza al cuello y cuerpo de la alazán.
De pronto otro caballo y su jinete salieron de la nada, acortaron la distancia transversalmente imprimiendo la máxima velocidad que las patas del mustang podían ofrecer. Candy sintió como una mano le arrebataba las riendas haciendo girar a la alocada yegua a unos pocos metros del borde del precipicio y posteriormente detener en forma abrupta la carrera de la alazán, al mismo tiempo que el desconocido le dirigía palabras amigables tratando de tranquilizarla.
— Tranquila bonita… tranquila. Ya pasó todo.
Candy sentía como esa masculina voz calmaba su corazón. Y cuando sintió que el caballo hizo alto total abrió los ojos respirando aún agitada y temblando del susto.
— Muchas gracias… ya estoy más tranquila — le dijo aún con voz temblorosa.
— Las palabras eran para esta preciosidad — dijo el alto chico aguantando la carcajada y palmeando la cabeza de la yegua, luego se apeó y ayudó a Candy a desmontar.
Al escucharlo la rubia sintió las mejillas arder al comprender su confusión. Aquellas palabras no habían sido dichas para que ella se tranquilizara si no para la yegua que montaba. Y de pronto se sintió celosa al ver como el bello animal era a quien le prodigaban las atenciones. ¿Quién se creía él, si era ella la que había estado en peligro? Era ella quien necesitaba al menos un abrazo y no esa estúpida yegua.
— Yo soy la que estuve a punto de morir — dijo sin notarlo, externando su enojo en un susurro pero lo suficientemente audible como para que la escucharan.
— Disculpa ¿Que has dicho? — preguntó divertido el hombre.
— Nada… no he dicho nada — le contestó, furiosa consigo misma al notar que sus pensamientos fueron traicionados por sus labios — Muchas gracias por arriesgarte y salvarme de la caída — le dijo agradeciéndole de corazón pero aún molesta con él, sin entender el porqué.
— Ha sido un placer, señorita — dijo tocándose el ala del sombrero y dejando ver por unos instantes unos increíbles ojos castaños que hicieron punzar su corazón y la dejaron con la boca más seca de la que tenía. — ¿Puede montar? — ella asintió — entonces la acompañaré hasta donde vive para evitar algún otro percance.
Entonces él tomó su mano y a pesar de llevar guantes de cuero, Candy pudo sentir una calidez especial con su toque. Abochornada dirigió la mirada hacia el otro lado tratando de ocultar su repentino sonrojo pero fué imposible no estremecerse cuando él tomó su pie y lo acomodó sobre el estribo, luego sorpresivamente el montó con agilidad sobre la grupa de la yegua y tomó las riendas guiando al animal por senderos más tranquilos, seguidos por el mustang pinto.
Candy estaba sorprendida de la acción del atractivo hombre. No podía negar que lo que estaba sintiendo la mortificaba. Claramente se podían escuchar los locos latidos de su corazón y ver el carmesí de sus mejillas. Cada vez que el trote de la yegua hacía que sus cuerpos se rozaran, ella sentía como un chispazo recorría su piel y aceleraba su respiración. ¿Qué le estaba pasando? Parecía una adolescente con las hormonas desatadas ¿O acaso sería que su cuerpo le exigía tener sexo, tal y como lo tenía acostumbrado a hacer con Terry? Una vez más maldijo al inglés porque la tenía acostumbrada a sesiones enloquecedoras y ahora con tres semanas de abstinencia su cuerpo le exigía satisfacción.
Intentó alejarse un poco del masculino cuerpo pero para su sorpresa él se lo impidió colocando una de sus manos alrededor de su cintura y la atrajo hacia el ancho pecho. La sensación era exquisita y ella se dejó hacer. No hubo necesidad de palabras ni dar explicaciones. Cerró los ojos y no supo en qué momento se quedó dormida. Despertó al otro día en su cama con el cuerpo adolorido pero lleno de nuevas sensaciones. Por primera vez en tres semanas durmió muy bien.
Preguntó con sus madres pero ellas no quisieron decirle quien era el caballero que la llevó en brazos hasta su habitación, solo le comentaron que se encontraba hospedado en el rancho Cartwright. Ella rápidamente se bañó, vistiendo un par de vaqueros y una blusa de algodón y se dirigió hacia el rancho; tal vez alguien le podía dar información y agradecerle, ya más tranquila, a su salvador. Por un momento se detuvo, luchando con el deseo de montar nuevamente a la yegua alazán o caminar hasta el cercano rancho. Se decidió por lo último, no quería un nuevo susto.
Cuando llegó a la cima de la pequeña colina, inhaló aire con desesperación. No recordaba que el camino fuera tan cansado y tan largo. Cuando divisó a lo lejos, se sorprendió de que el rancho ahora fuera más grande y obviamente más próspero de lo que recordaba. Se veían los corrales llenos de cabezas de ganado y en los pastizales trotaban en círculo un grupo bastante numeroso de caballos salvajes. La misma casa ahora era una hermosa residencia que le hizo recordar a la mansión de los Leagan. Se sentó sobre el pasto bajo la sombra de un gran árbol y se dedicó a observar el paisaje. Necesitaba refrescarse, no quería llegar agitada y acalorada. De pronto escuchó la misma voz grave y profunda del día anterior.
— ¿Verdad que es hermoso, bonita? — lo que le provocó que respingara asustada y mirara que de un árbol cercano alguien se dejaba caer con la agilidad de un gato.
— Me has asustado — reprochó — pero tienes razón… es hermoso — ¿Sabes si el señor Cartwright aún es el dueño? — preguntó tratando de que él no notara su turbación ante su cercanía.
— Hasta donde sé, los Cartwright siguen siendo los dueños. Quien lo ha hecho florecer es su hijo después de que el padre falleciera hace cinco años.
— ¿El señor Cartwright murió? — preguntó estupefacta devolviendo la mirada a su interlocutor — No sabía que él tuviera hijos, él vivía solo y en ese tiempo quiso adoptarme. Uno de mis amigos trabajó en este rancho. — dijo con tristeza.
No pudo evitar recordar a aquel pequeño que le arrebató su título de jefe entre los niños del hogar y por el cual tuvo que luchar contra él, luego este se convirtió en su segundo al mando y en su sombra. No había acción en que no la secundara ni sitio a donde no la acompañara. Llegando al hogar les preguntaría a sus madres por el destino de Jimmy. Ese pequeño la había sacado de su letargo tras la muerte de Anthony. Recordó su carita bañada en lágrimas gritándole en el muelle y sintió como su corazón se entristecía. Como nunca deseó ser de nuevo aquella adolescente y que aquel chiquillo apareciera para sacudirla y hacerle olvidar su melancolía.
— ¿Lo extrañas? — escuchó sorprendida.
— ¿A quién?
— A tu amigo.
— Si… el llegar aquí me ha hecho acordarme de él… solía llamarme jefe.
— ¿Jefe? — preguntó divertido el alto vaquero.
— Es una larga historia — dijo en un suspiro.
— Tal vez siga trabajando en el rancho ¿Porque no vamos a preguntar?
— ¿Tú crees que él esté ahí? — preguntó con una sonrisa en su rostro.
— Nada se pierde con intentar. Posiblemente esté felizmente casado — él comentó.
— Jajajaja, no lo creo, es aún muy joven — susurró entre su ahogada risa.
— Pero ya debe ser un hombre — dijo su acompañante con un toque de disgusto en la voz.
— Un hombre — Candy habló más para sí. No podía imaginarse como sería Jimmy. Recordaba a un niño pequeño, que siempre le decía que ella era solo un poco más grande que él. No tenían un registro de su nacimiento así que la señorita Ponny calculó su edad. — Un hombre — volvió a repetir y entonces soltó una sonora carcajada… no, no podía imaginárselo.
— ¿Vas a ir a no? — le apresuró — Los peones no tardan en reunirse para el almuerzo — le dijo.
Al ver la indecisión de la rubia, él la tomó de la mano y la llevó hasta la entrada del rancho. Candy quiso darse la vuelta pero su acompañante ya no estaba, la había dejado sola. Caminó entre aquellos rudos hombres, recordando aquella vez en que se atrevió a hablar con ellos y confundir al mismo señor Cartwright con uno de sus trabajadores. Ellos la miraban expectantes pero Candy no encontraba las palabras adecuadas. De pronto una enorme mano se posó sobre su hombro y ella se estremeció.
— ¿Señorita Candy? — alguien le preguntó.
Ella rápidamente giró su cuerpo y miró extrañada al hombretón. Luego miró su sonrisa y fué que lo reconoció.
— ¿Peter? — preguntó aún con duda en su voz.
— Si señorita, soy yo. ¿Puedo preguntar que la trae por aquí? — le dijo mientras la conducía un poco más lejos de sus hombres.
— Pues no sé si puedas ayudarme. Se escuchará como una tontería pero… — interrumpió sus palabras mientras pensaba que efectivamente era una tontería.
— ¿Pero…? — Peter la instó a continuar.
— Olvídalo, es una tontería.
— Pues si no me lo dice, no podré decir si lo es o no. — Ella suspiró.
— Tal vez recuerdes al pequeño Jimmy. Desde que dejé Lakewood no supe más de él… — de pronto calló al notar que ante la sola mención de ese nombre todos la veían con atención y empezaron a cuchichear — ¿Le pasó algo? — ya asustada.
— ¿Porque quiere saber de él? — preguntó de pronto uno de los peones.
— El es mi amigo — le contestó.
— A un amigo no se le abandona — reprochó otro.
— Yo no le abandoné — Candy mencionó a modo de defensa ¿En qué momento una simple pregunta se transformó en una acusación? Y en dónde ella tuviera necesidad de justificarse. Entonces su susto pasó al pánico, pensando en que algo grave le había sucedido al pequeño Jimmy.
— Si señorita, a un amigo no se le abandona. Usted se fué y lo dejó solo. El esperaba una carta, una postal… pero nada. Leía los periódicos tratando de encontrar una noticia suya en los diarios. Todos los días montaba hasta la gran mansión esperando saber algo de su “jefe” — dijo haciendo énfasis en las comillas con los dedos — Cuando nos enteramos que usted era una Andley le persuadimos a olvidarla… los ricos nunca recuerdan a los que trabajan para ellos, los pobres somos como fantasmas — Otro peón escupió su desprecio hacia ella.
Candy escuchaba los reproches en silencio. Sabía que tenían toda la razón, no había argumentos para defenderse mucho menos para tratar de justificarse. De pronto las lágrimas inundaron las verdes pupilas y ella solo atinó a dar la media vuelta y correr sin fijarse por donde iba. Hasta que tropezó con ese fuerte cuerpo haciendo que ambos cayeran sobre la dura tierra.
Ella ya no se levantó. Inundada de remordimientos sollozaba sobre el cálido pecho. El poco a poco él se incorporó cargándola entre sus brazos para llevarla lejos de las miradas indiscretas hasta el interior de la casa. La depositó con suavidad sobre una mullida silla y luego sirvió dos copas de whiskey. Le ofreció una a Candy y se asombró cuando esta la bebió como si se tratara de agua.
— ¿Mejor? — preguntó ofreciéndole un nuevo trago. A lo que ella estalló de nuevo en llanto. — Tranquila preciosa… tranquila — le habló acariciando la rubia cabeza y secando con sus dedos las cálidas lágrimas, como si estuviera calmando el berrinche de una niña pequeña.
Cuando los sollozos aminoraron, ella levantó la cabeza para fijarla en la castaña mirada sintiendo como esas pupilas la llenaban de calidez. Y sin pensarlo siquiera, solo siguiendo un impulso, lo besó con desesperación. Lo tomó desprevenido pero luego notó que él correspondía. Le sorprendió la forma en que la besaba, con un toque de timidez casi con miedo de romper el contacto y que terminara el momento.
— ¡Wow! — él exclamó — generalmente beso a las mujeres al menos después de ser presentados.
— Yo… ¡Lo siento! No fué mi intención… me tengo que ir. — Candy le dijo totalmente abochornada, ocultando su rubor entre los rizos dorados. Levantándose rápidamente, quiso huir pero una fuerte mano se prendió de su muñeca impidiéndole que se marchara. — ¡Por favor, suéltame! — suplicó.
— No, hasta que al menos sepas quien soy yo.
— No hay necesidad, lo que pasó fué un error… yo… — de pronto calló al escuchar el nombre del hombre que había besado con desespero.
— Me llamo James… James Cartwright…
— ¡Jimmy! — ella susurró y entonces deseó que la tierra se abriera y la tragara.
Esa noche Candy no pudo conciliar el sueño. Recordando lo vivido en ese día. Aún se preguntaba que fué lo que sucedió, ya ni recordaba cómo había salido el tema de Jimmy a colación, luego se vio empujada a preguntar qué había pasado con él, vinieron los reproches, las lágrimas… y el beso. Cerró los ojos rememorando todas esas sensaciones y acarició sus labios con los dedos. Recordando exactamente el momento en que miró esos ojos castaños y luego los masculinos labios correspondiéndole a su arrebato.
Un estremecimiento recorrió su espalda y esa sensación ya conocida inundó su vientre, sintió como se humedecía su interior al imaginar esas manos y esos labios acariciando su cuerpo. Su excitación la obligó a deslizar los dedos entre el rizado vello y acariciarse lentamente. Lo hacía con suavidad disfrutando las caricias imaginarias del dueño de esos ojos. Su estado de frenesí era tal, que sin más introdujo sus dedos en su húmeda cavidad tratando de satisfacer ese deseo que había nacido de ese intenso beso. Sintiendo aproximarse su clímax, se colocó boca abajo y ahogó un candente grito entre las almohadas.
Totalmente laxa, dejó que su respiración y los latidos alocados de su corazón se tranquilizaran. Con cada segundo que pasaba después de complacerse, llegaba la claridad a su afiebrada imaginación. ¿Estaba loca o qué? Él era por lo menos cinco años menor que ella. Había sido su amigo en aquellos tiempos de depresión tras la muerte de Anthony. Recordó esos grandes ojos llenos de lágrimas cuando le dijo que tendría que marchar a Inglaterra. Le prometió escribirle y mandarle una postal o algún obsequio pero nada de eso cumplió porque fué que conoció a Terry y ya todo dejó de tener importancia para ella.
Enojada se levantó y abrió la ventana. Sintió el fresco calar su hasta entonces ardiente cuerpo, pero no le importó. Encendió un cigarrillo y expulsaba el humo del tabaco hacia fuera pensando en todo ese tiempo desperdiciado tras la ilusión por Terry. Ahora entendía que su aparente amor pronto se transformó solo en deseo, y una relación basada solo en sexo, no llevaba a ningún sitio. Terry era un alma libre, un rebelde — pensó — y estaba segura que él también dejó de amarla. La ilusión del amor adolescente pronto los abandonó, siguiendo juntos solo por comodidad, hasta que ella tomó la decisión que él no se atrevía a realizar.
Ahora era una mujer emancipada que podía hacer lo que quisiera. Una sonrisa coqueta adornó su boca y mientras lanzaba la última bocanada de humo, unos ojos castaños llegaron a su memoria. ¿Porque no? — pensó — y las candentes imágenes de antes le hicieron estremecerse.
— Al diablo con los convencionalismos sociales — se dijo tratando de justificar su decisión. — Si él quiere… eso tendrá — y arrojó lejos la colilla del cigarro para luego arrebujarse entre los cobertores y nuevamente acariciarse hasta llegar al orgasmo.
Dos días después Candy cabalgaba hacia el rancho Cartwright. Había esperado ese tiempo tratando de parecer prudente y no demasiado ansiosa. Al menos tenía que guardar las apariencias pero por dentro ese deseo avasallador la consumía. Cada vez que escuchaba el ruido de un auto, carreta o el relincho de algún caballo, su corazón parecía querer salírsele del pecho y el rubor cubría su rostro.
Sabía muy en el fondo que su repentina decisión, se desvanecería tan pronto como lo tuviera enfrente. Por muy emancipada que se sintiera, la buena crianza que tuvo la obligaban a ser prudente, al menos por esos rumbos así que no podía ocultar la vergüenza de haberle besado e imaginar lo que pensaría de ella y si le agregaba que él era menor que ella, su valentía se esfumaba. Ya no era un niño, ya no era más aquel Jimmy que le llamaba jefe. Ahora era un hombre ¡Y qué hombre! Ahora era James… James Cartwright.
Alto, incluso más que Terry. Cabello castaño y ojos hermosos. ¡Oh si! Esos ojos de mirar rudo pero con ella parecían sonreír. Nariz fuerte y un poco deformada, quizás por haber recibido algún golpe pero que lo hacían lucir increíblemente masculino. La boca era mediana pero de labios llenos y un poco resecos por estar a la intemperie y el mentón cuadrado oscurecido por una fina barba le hacían ver tremendamente sensual.
El tórax, las caderas estrechas y enfundadas en vaqueros ajustados que no dejaban nada a la imaginación. Pero eran sus manos la que le tenían subyugada. Gimió despacio imaginando ser acariciada por esos dedos en su intimidad. Azuzó a la yegua alazán con impaciencia, pero nada más vislumbrar el rancho, dió la media vuelta.
No… ella no debía estar ahí y mucho menos debía estar imaginando cosas.
Seguramente el estaría igual o peor de confundido que ella. De buenas a primeras lo había besado después de ni molestarse con cumplir esa vieja promesa de escribir y no olvidarle. Además en dos días él ni siquiera había tenido la decencia de presentarse en el hogar de Ponny para aclarar lo sucedido ¿Pero qué cosa iba ella a aclararle? ¿Su arrebato? ¿Su confusión? ¿O el repentino deseo que había nacido en ella?
Trotó suavemente hasta llegar a un claro. Pensando en todo y sin llegar a ninguna conclusión. Recordaba al niño y deseaba al hombre. A ella no le importaba la diferencia de edades ni el qué dirán. Ya bastante tuvo que soportar que muchos criticaran el cómo vivía en Nueva York con un hombre sin estar casados. Pero ahora estaba en Lakewood y de alguna manera debía observar ciertas conductas de decencia y decoro ¿Pero qué sabía su cuerpo de etiquetas? Él quería ser amado y sentirse satisfecho.
Y ese deseo arrollador se instaló otra vez en su vientre. Necesitaba desfogarse nuevamente y ahí en la soledad de ese claro, miró a todos lados e introdujo su mano hasta llegar al centro de su excitación y furiosa restregó sus dedos en su sexo inflamado hasta saciarse. Cuando el orgasmo explotó con fuerza se sujetó al cuello de la yegua dejando salir un gemido lujurioso de sus labios mientras su cuerpo se sacudía entre espasmos de placer.
De pronto una voz grave la hizo girarse sorprendida.
— Me hubiera gustado tanto poder ayudarte.
Candy buscó desesperada el lugar de donde provenía la voz. Su rostro estaba cubierto de un furioso carmín gracias a sus deseos y a la repentina vergüenza de saberse observada y sorprendida en tan íntimo acto. Arreó su yegua y cuando el animal daba los primeros pasos, él salió detrás del tronco de un árbol.
Ella le vio y tragó saliva con dificultad. Observó cómo se levantaba despreocupadamente el ala del sombrero y trataba de ocultar una sonrisa maliciosa pero el brillo placentero de su mirada la mantuvo como hipnotizada. Candy sabía que estaba excitado, se notaba como su henchido sexo quería salir de sus pantalones y de nuevo sintió esa punzada ardorosa en su vientre pidiendo más.
— Por el momento he quedado satisfecha — le dijo con coquetería — pero si necesito ayuda, tal vez pueda pedírtela — dirigiendo su verde mirada directamente al bulto entre sus piernas — por lo visto tú necesitas que alguien te dé una mano — él rió y le dijo.
— ¿Y no quieres ser tú quien me preste auxilio? — mencionó casualmente como retándola. Ambos sabían que a estas alturas ya no había educación o protocolos.
— ¿Yo? ¿Por qué debería hacerlo? Ya bastante tuviste con fisgonearme.
— Yo no te fisgoneé… hasta donde estaba dormido llegaron tus gemidos, solo me bastó un vistazo para saber que estabas haciendo… Te dí privacidad pero tampoco podía tapar mis oídos — le dijo en tono de disculpa que la enterneció — con tus gemidos fué más que suficiente para desbocar mi imaginación y el resultado fué este — señalando sus pantalones — Así que la culpable eres tú… jefe — mencionó su antiguo apodo casi como al descuido.
Candy bajó de la yegua y sin pensarlo siquiera se acercó a donde Jimmy se encontraba.
— ¿Qué nos sucede Jimmy? — él solo levantó los hombros ante la pregunta.
— Yo siempre he pensado en ti Candy. Desde que subiste a ese barco hasta este momento siempre he pensado en ti. Ya no soy un niño ahora soy un hombre… un hombre que te desea — Le dijo disminuyendo un poco la distancia — Para tí solo ha pasado casi una semana desde que nos reencontramos y dos días desde que te enteraste de quien soy… pero he soñado contigo cada día, cada minuto, cada segundo de mi vida has ocupado todos mis pensamientos y sueños yo… te amo Candy… siempre te he amado.
Ella retrocedió un paso, impactada ante la confesión. De pronto sus ojos se empañaron y una lágrima escapó de sus ojos. El niño que la secundaba en sus travesuras la amaba desde entonces. Una oleada de ternura la invadió y limpió sus lágrimas, luego con una de esas sonrisas características de ella, le agradeció. Se acercó a él y observó de cerca ese rostro que la miraba con adoración, le acarició la mejilla con sus dedos y él cerró los ojos disfrutando la suavidad de ese roce.
— James — Candy susurró — James Cartwright — y siguió acariciando los angulosos pómulos. Entonces él atrapó su mano con la suya hasta llevarla a sus labios donde depositó un suave beso y cerró más el espacio entre sus cuerpos.
Ambos sentían como el ambiente poco a poco se hacía sofocante provocando que sus respiraciones se agitaran. Se miraban uno al otro, primero a los ojos y luego a los labios, queriendo besarse pero ninguno se atrevía.
— No… esto no está bien — ella dijo, retirándose un poco — Estamos confundidos, somos amigos y… no… no está bien — quiso escapar pero él cerró su abrazo alrededor de la cintura atrayéndola más hacia su cuerpo.
— No Candy — le dijo con voz ronca por la excitación — los límites los pones tú. No tienes idea de cuánto he deseado poder tocarte y besarte, el poder amarte. Antes solo eran sueños que satisfacía en la soledad de mi habitación pero ahora que te tengo entre mis brazos, no te dejaré escapar. Por favor, jefe… dame la oportunidad de cumplir mis anhelos — terminó en un susurro ahogado entre los rubios rizos y muy cerca del oído provocando que Candy se estremeciera.
Y ya no importó nada.
Nuevamente era Jimmy quien la salvaba de la tristeza, nuevamente era su viejo amigo quien le devolvía la alegría. Nuevamente era él quien le hacía feliz.
Sintió los masculinos labios atrapando los suyos y sus brazos estrechando su cuerpo. La besaba con dulzura, con delicadeza, con ternura. La obligó a abrir la boca y cuando un suspiro se escapó de su interior, supo que estaba perdida. El único que la había besado era Terry y ahora era James quien lo hacía con maestría y amor desmedido.
Se sintió deseada y amada sobremanera. Y entonces le hechó los brazos alrededor del cuello y con una de sus manos acercó la masculina cabeza haciendo más profundo el beso. Se separaron sofocados y sin necesidad de palabras, Candy dejó que James la desnudara. Cuando la última prenda se deslizó por su cuerpo, él se dejó caer de rodillas. La belleza de ella era sublime. Miró los pechos albos y los sonrosados pezones erguidos y desafiantes. La cintura pequeña y la curva de sus caderas. Observó el triángulo de vello dorado que escondía aquello que deseaba, sintiendo como su propio sexo le pedía ser liberado, quería tumbarla sobre la grama y hacerla suya pero no, ella debía ser adorada como una diosa.
Miró como los rayos del sol se filtraban a través de las ramas de los árboles y hacían un caleidoscopio de colores sobre el deseado cuerpo. Candy lo miraba expectante porque ahí de rodillas estaba un hombre que parecía adorarla como si se tratase de una divinidad. Entonces coqueta, deshizo la larga trenza y sus cabellos cayeron como una dorada cascada. Acercándose tomó la mano de James, sacándolo de su repentino silencio y lo obligó a levantarse.
Llevó esa gran mano hacia su derriere mientras con la que le quedaba libre sujetaba los oscuros cabellos y le besaba apasionadamente. Luego fué su turno de desnudarlo. Ella no anduvo con delicadezas, en un santiamén lanzó el sombrero lejos y le quitó el chaleco. Con dedos temblorosos deshizo el primer botón para luego en un ataque de desespero arrancar de un tirón el resto de los botones provocando que él riera a carcajadas.
— No tienes mucha paciencia ¿Verdad jefe? — le dijo con una ceja levantada y besó suavemente la tumefacta boca. Luego se inclinó para sacarse las botas y dejar que ella siguiera desvistiéndolo.
Candy desesperada abrió la bragueta y los botones hasta dejarlo como dios lo trajo al mundo. Tragó en seco al ver su sexo erguido y casi a punto de estallar. Entonces él tomó el control y besándola demandante la tomó de la cintura y de un solo movimiento la penetró. Ella enrolló las piernas alrededor de las fuertes caderas y dejó caer un poco su peso sobre él. Se besaban, se acariciaban, se mordían mientras los embistes se hacían más intensos y profundos.
Ella gemía sin control, sintiendo el grueso pene llenarla profundamente mientras sus humedades se conjugaban. James besaba y lamía los rosados pezones, arrancándole sonoros y excitados gemidos. No era la clásica unión de las novelas rosas, escuchando música de violines e iluminados por aromáticas velas.
Esta era mil veces mejor. Los gemidos y susurros de Candy eran una hermosa sinfonía, su rostro rubicundo y su cuerpo sudoroso eran el mejor afrodisiaco. Le miró sintiendo como su jefe estaba a punto de venirse y sujetándola de las nalgas dejó que ella se corriera sobre él, luego no queriendo quedarse atrás James liberó su descarga ardiente y ahogó el gemido de su orgasmo entre los pechos de ella.
Luego ambos se deslizaron hasta el suelo dejando que sus cuerpos se recuperaran de esa explosiva entrega. No hubo palabras para describir los sentimientos y las sensaciones vividas. Ella miró como él traía un par de frazadas y las tendía bajo de ellos, luego se posicionó sobre ella disfrutando de un nuevo beso.
— Gracias — le dijo al oído — gracias por hacer mi sueño realidad. No me importa si mañana te marchas porque al menos tendré el recuerdo de este momento.
— De nada — ella respondió mirándolo a los ojos — Me has hecho muy feliz y no… no pienso marchar, al menos no en un futuro próximo. Me has devuelto el alma al cuerpo. No sé si esto que siento solo sea una atracción pasajera y pueda llegar a convertirse en algo más profundo pero quiero seguir disfrutándote. Quiero que me sigas haciendo el amor.
— Como tú lo ordenes jefe — James le dijo con una sonrisa pícara y le besó con delicadeza.
— ¿Jimmy? — él se detuvo en la lluvia de besos sobre su cuello — Ya no me llames jefe — él enarcó una ceja — bueno, solo cuando yo cabalgue encima de ti. — le guiñó coqueta.
El ahogó una risa entre el cuello y prosiguió besándolo a placer. Candy se dejó acariciar y ahora esta nueva entrega estaba resultando dulce y tierna. Cuando la volvió a poseer, ambos se miraron a los ojos. A ella le resultaba erótico mirar esos ojos avellana incendiados de deseo y a él le encantaban esas esmeraldas oscurecidas por candentes pensamientos.
Después de ese día sus encuentros se hicieron frecuentes. Y su relación se consolidó. Cuando hicieron público su amor a nadie pareció importarle la diferencia de edad. Él era un hombre y ella solo una mujer, además cinco años no son nada cuando dos se aman. Él le dió como regalo de bodas, ese precioso cuadro que había pintado unos meses atrás. Candy lo miró sorprendida ante el detalle que tuvo su ahora esposo con ella.
— No sabía que supieras pintar y mucho menos que fueras tan hábil… es precioso.
— Jajajaja poco a poco sabrás de mis otras habilidades — le dijo besando la adorada boca.
— Quiero que me pintes desnuda — le susurró entre sus labios — después de hacerme el amor — y siguió besándolo con esmero.
Claro que la plasmó en sus lienzos en poses atrevidas y seductoras. Lo intentó varias veces pero solo dos cuadros fueron terminados porque casi siempre arrojaba los pinceles y la paleta a un lado y se dedicaba a amar a su rubia diosa. Ella guardaba los cuadros en un sitio seguro en su habitación pero aquella pequeña pintura era su preferida. Se observaba el hogar de Ponny pero no como en la actualidad. Era el antiguo hogar, donde ambos se conocieron. El viejo hogar donde un pequeño no cejó en su empeño de conquistar el amor y donde una chica pecosa iluminaba con su alegría y risas esas viejas paredes.
Cuando Candy sintió que la puerta se abría, guardó sus recuerdos. Y corrió a los brazos de su hombre y se entregó a él con un tierno beso.
El destino hizo que sus caminos se alejaran. Ella tuvo que irse, crecer, enamorarse y sufrir para entender que su corazón siempre estuvo ahí. Él siempre lo supo y aunque fué obligado a marcharse para estudiar y convertirse en un hombre, guardaba la esperanza que algún día Candy regresaría a su vida. Te prometo — le había gritado en su despedida cuando niño. Y ahora la vida misma le compensaba con felicidad y amor intensos.
© Tzitziki Janik.